Una mirada desde la espiritualidad ignaciana y la
educación emocional
Por Emmanuel
Sicre, SJ
La educación de
las emociones viene siendo una dimensión de suma importancia y se la está
recuperando actualmente en las innovaciones pedagógicas. Pareciera que nos
hemos dado cuenta, finalmente, de su fuerza a la hora de vivir. Pero más aún, de
a poco se va reconociendo que las emociones atraviesan la vida personal y
social a tal punto de determinarla y hacernos hacer cosas que no queremos. Se
hace evidente cuando vemos personas intelectualmente brillantes, capaces y
lúcidas, pero afectivamente analfabetas o discapacitadas que terminan
haciéndose daño a sí mismas y a los demás con sus acciones. O personas sin
estudios que cuentan con una delicadeza emocional en el trato con los demás y
la realidad que acaricia el alma.
Es vital que nos
planteemos la necesidad de aprender a convivir con las emociones para
comprender lo que nos pasa frente al mundo, a los demás y a las cosas, y actuar
según lo que deseamos para nuestra vida, sin que nos dejemos condicionar tanto
por los entornos afectivos. Y nos dejemos llevar más por las elecciones
conscientes sobre lo que verdaderamente deseamos.
En esta línea, creo
que la espiritualidad ignaciana ofrece un gran aporte al manejo y conducción de
las emociones dándoles un lugar clave en el discernimiento. Es decir,
discerniendo las emociones del mundo interior podemos encontrar cada vez más
orientaciones para vivir mejor y según lo que el Dios de Jesús le pide a
nuestra cotidianidad.
Las emociones y
sus mensajes
Como es sabido las emociones están
estrechamente vinculadas a lo que somos, a nuestro carácter, a nuestro modo de
ser y reaccionar a lo que la realidad nos presenta. Son nuestra primera
comunicación con el mundo, y con nosotros mismos, y nos permiten, si las
observamos, detectar la forma en que los vínculos con lo real nos afectan en lo
cotidiano.
Por lo general,
las desatendemos porque son pasajeras y su vaivén muchas veces nos
desconcierta. Hay situaciones que traen tal cúmulo de emociones que no sabemos
qué hacer y terminamos por dejar que pasen para sentirnos menos comprometidos
afectivamente. Esto si son emociones negativas. Si son positivas las queremos
retener para que duren, pero resulta que su fugacidad nos juega una mala
pasada.
Si comprendiéramos que las emociones son el
caldo de cultivo de nuestros sentimientos más hondos –aquellos con los que
intuimos lo bueno de lo malo para nosotros-, comprenderíamos que necesitamos
darles más cabida en nuestro proceso de hacerlas conscientes, de
“investigarlas”, conocerlas, dialogarlas para que podamos aprovechar su energía
y no nos terminen controlando.
De esta
atmósfera emocional depende nuestro aprendizaje de las cosas de la vida, en
especial, de aquellas que necesitamos adquirir para una existencia feliz. Por
eso, es necesario tomar conciencia de que nunca podremos llevar a
cabo procesos de aprendizaje efectivos y útiles, si no generamos las
condiciones emocionales favorables para que el contenido sea bien recibido por
nuestras neuronas. Este es uno de los desafíos más acuciantes de los sistemas
educativos actuales con niños, jóvenes y adultos.
¿Qué pasa si no
las atendemos?
Bueno, sucede
que privamos a quienes nos rodean de la posibilidad de que desde
nosotros se proyecte paz, porque nos desconocemos a nosotros mismos,
incomprendemos a los demás, y nos terminamos relacionando con el mundo más por
reacciones que por acciones constructivas.
Dado que las emociones se ubican en el primer
plano expresión de lo que somos, resulta que, si no les hacemos un
margen para reflexionarlas, logran dominarnos y terminamos dando respuestas
inmediatas a lo que ellas nos proponen. (Esto explica el arrasador
éxito de la publicidad y el marketing que nos hacen consumir sin que logremos
pensar si lo necesitamos o no, queda por supuesto desde la emoción frente al
producto).
Por ejemplo, si
siempre que recibo una corrección me enfurezco hasta querer vengarme o
defenderme con una agresión, nunca podré descubrir qué mensaje tiene para mí
esa emoción y actuar de otra manera. Si no soporto perder, ¿cómo lograré
mantener una relación íntima con la persona que amo? Si siempre que algo me
sale mal me deprimo o entristezco desmoronándome interiormente hasta
autocensurarme, nunca lograré entender por qué el fracaso es importante para
vivir. Si siempre ando en búsqueda de emociones fuertes, intensas y llenas de
adrenalina por medios que me pueden dañar, nunca sabré qué hay en mí que
necesita ser atendido para vivir intensamente. Si ando siempre
“impermeabilizado” a lo que viene de adentro de mi ser o del mundo, nunca podré
crecer y relacionarme con los demás. Si emocionalmente me bloqueo por miedo
ante las dificultades y prefiero no enfrentar desafíos, nunca conoceré dónde
está la fuerza que significa en mi vida superarme. Si cada vez que percibo una
agresión enmudezco, ¿cómo podré canalizar la energía emocional de las palabras
atragantadas? Si no sé por qué algo me causa sorpresa y asombro, ignoro las
cosas que me invitan a encontrar nuevas facetas de lo real para vivir mejor. Si
algo me produce asco y no busco comprender qué quiere decirle a mi sensibilidad,
probablemente me esté perdiendo de reconocer algo de mi personalidad importante
para desenvolverme. Si prescindo de ver las causas de por qué estoy
alegre o feliz, desconoceré cómo serlo para toda la vida.
Así, cada
uno puede hacer la lista de emociones negativas o positivas de las que aún
desconoce su mensaje. Y comenzar un diálogo fecundo con su mundo emocional. Para
esto es necesario asumirlas en nuestra conciencia de manera positiva aunque nos
disgusten, o nos parezcan moralmente inaceptables. Si las juzgamos
perdemos, si las aceptamos ganamos. Si las reprimimos demasiado nos
atrofiamos afectivamente hasta el trastorno emocional, si las liberamos sin
control nos podemos autoviolentarnos. ¿Qué hacer entonces?
Discernirlas.
El
discernimiento de las emociones para la acción
Creo que aquí
entra a jugar la espiritualidad ignaciana un servicio fundamental. Por lo
general, quienes por la práctica de los Ejercicios Espirituales estamos
acostumbrados a hacer discernimiento de las invitaciones –mociones- que nos
hacen tanto el buen espíritu, como el malo en la búsqueda de lo del Dios de
Jesús. Bien, eso es discernir espiritualmente.
Pero si
indagamos un poco más, podemos ver que esta fuerza contraria que cada uno de
los espíritus ejerce en nosotros –he ahí los tres actores del discernimiento:
yo mismo y los espíritus- está muchas veces a nivel de las emociones que luego
podrán ser, quizá, los sentimientos a discernir. Si nos detenemos en el
mensaje que una emoción nos trae podremos conocer algo más de lo que el Dios de
Jesús quiere para nuestra vida.
Me
explico con un ejemplo. Cuando
sentimos una indignación que nos cala los huesos ante una injusticia, estamos
frente a una emoción que si bien se siente de manera desagradable nos está
avisando que para nosotros la justicia es un valor irrenunciable, supremo,
digno de todos los seres humanos. Si la discernimos, esto es, si la sopesamos a
la luz de la vida de Cristo, comprendemos que es una ‘santa indignación’ porque
nos mueve a luchar porque no haya injusticia. “El celo por tu casa me consume”
(Jn 2,17), diría Jesús en una situación emocionalmente comprometida que lo
llevó a actuar contra los que mencantilizaban la fe en su Padre. Es evidente
que para Jesús la fe es un valor que defender. En efecto, nos sentimos movidos
a hacer algo por medio de una emoción concreta.
Lo que nos pasa
es que como muchas veces la impotencia nos gana y renunciamos a experimentarla
para evitar un nuevo fracaso o el qué dirán, dándole así la razón al mal
espíritu que nos tira para el lado opuesto al bueno. Pero si dialogamos
con esa emoción de indignación ante la injusticia es probable que descubramos
algo concreto a lo que podemos sumarnos para trabajar por la justicia. ¡Qué
diferente es esto a enseñar el concepto de justicia en una clase! Cuando el
contenido de la justicia nos llega por la emoción nos sentimos inmediatamente
cuestionados a hacer algo. Cuando el contenido de la justicia nos viene por la
palabra aburridora de un manual, la desconocemos en nuestra realidad personal.
Por eso no podemos hacer mucho.
Por regla general, lo que nos
apasiona, es decir, lo que emocionalmente nos vincula con algo desde adentro,
nos lleva a hacerlo realidad. Por eso es necesario atender qué nos
atrae, nos mueve, nos afecta, nos emociona, para poder descubrir el sentido de
nuestra vida. Para no castrarnos las emociones y recuperar el rumbo de nuestros
deseos. Y cuando esto sucede, Dios se hace familiar, cercano, compañero,
humano. Mientras desconozcamos nuestro mundo interior, desconocemos a
Dios porque él está en lo profundo del misterio de la realidad humana.
En el
discernimiento de lo que nos pasa nos jugamos nuestro actuar en el mundo que,
en su peor faceta, quiere automatizar nuestros comportamientos. ¿Para qué?
Bueno, porque una persona dominada por sus emociones es vulnerable,
voluble, fácil de manipular y hacerle hacer lo que los intereses mezquinos del
mercado y el poder pretenden en la cultura de la destrucción.
En cambio, una persona que busca honestamente
discernir sus emociones siente mejor la vida, porque recibe de ella
lecciones todo el tiempo que el muestran cómo vivir mejor.
Una persona que discierne sus emociones choca
menos con los demás y si pelea es capaz de resolver el conflicto, pudiendo,
al mismo tiempo, aceptarlos en sus limitaciones porque no desconoce las propias
que ha ido descubriendo en el diálogo sincero con sus emociones.
Una persona que discierne sus emociones es
capaz de soportar los avatares de la vida con dignidad y sin la
necesidad de victimizarse o vengarse.
Una persona que discierne sus emociones logra
ofrecerle a su entorno una mirada equilibrada sobre las realidades polarizadas a
las que nos acostumbran los medios de comunicación baratos, y da sentido de
justicia, de paz, de hondura ante lo que sucede.
Una persona que discierne sus emociones puede
interpretar que la complejidad de la realidad social no se resuelve de
una sola vez aplicando infantilmente leyes a diestra y siniestra, sino en el
proceso de la historia que somos.
Una persona que discierne espera con
esperanza y se convierte en transmisora de paz en su contexto, de
dirección y amor en un mundo hiperexitado y demandante del consumo de
experiencias que le tapen en vacío de no saber para dónde ir.
Si el Dios de
Jesús habla a través de nuestras emociones, ¿por qué no hacer el
esfuerzo de escucharlo para vivir mejor?
Una mirada desde la espiritualidad ignaciana y la
educación emocional
La educación de
las emociones viene siendo una dimensión de suma importancia y se la está
recuperando actualmente en las innovaciones pedagógicas. Pareciera que nos
hemos dado cuenta, finalmente, de su fuerza a la hora de vivir. Pero más aún, de
a poco se va reconociendo que las emociones atraviesan la vida personal y
social a tal punto de determinarla y hacernos hacer cosas que no queremos. Se
hace evidente cuando vemos personas intelectualmente brillantes, capaces y
lúcidas, pero afectivamente analfabetas o discapacitadas que terminan
haciéndose daño a sí mismas y a los demás con sus acciones. O personas sin
estudios que cuentan con una delicadeza emocional en el trato con los demás y
la realidad que acaricia el alma.
Es vital que nos
planteemos la necesidad de aprender a convivir con las emociones para
comprender lo que nos pasa frente al mundo, a los demás y a las cosas, y actuar
según lo que deseamos para nuestra vida, sin que nos dejemos condicionar tanto
por los entornos afectivos. Y nos dejemos llevar más por las elecciones
conscientes sobre lo que verdaderamente deseamos.
En esta línea, creo
que la espiritualidad ignaciana ofrece un gran aporte al manejo y conducción de
las emociones dándoles un lugar clave en el discernimiento. Es decir,
discerniendo las emociones del mundo interior podemos encontrar cada vez más
orientaciones para vivir mejor y según lo que el Dios de Jesús le pide a
nuestra cotidianidad.
Las emociones y
sus mensajes
Como es sabido las emociones están
estrechamente vinculadas a lo que somos, a nuestro carácter, a nuestro modo de
ser y reaccionar a lo que la realidad nos presenta. Son nuestra primera
comunicación con el mundo, y con nosotros mismos, y nos permiten, si las
observamos, detectar la forma en que los vínculos con lo real nos afectan en lo
cotidiano.
Por lo general,
las desatendemos porque son pasajeras y su vaivén muchas veces nos
desconcierta. Hay situaciones que traen tal cúmulo de emociones que no sabemos
qué hacer y terminamos por dejar que pasen para sentirnos menos comprometidos
afectivamente. Esto si son emociones negativas. Si son positivas las queremos
retener para que duren, pero resulta que su fugacidad nos juega una mala
pasada.
Si comprendiéramos que las emociones son el
caldo de cultivo de nuestros sentimientos más hondos –aquellos con los que
intuimos lo bueno de lo malo para nosotros-, comprenderíamos que necesitamos
darles más cabida en nuestro proceso de hacerlas conscientes, de
“investigarlas”, conocerlas, dialogarlas para que podamos aprovechar su energía
y no nos terminen controlando.
De esta
atmósfera emocional depende nuestro aprendizaje de las cosas de la vida, en
especial, de aquellas que necesitamos adquirir para una existencia feliz. Por
eso, es necesario tomar conciencia de que nunca podremos llevar a
cabo procesos de aprendizaje efectivos y útiles, si no generamos las
condiciones emocionales favorables para que el contenido sea bien recibido por
nuestras neuronas. Este es uno de los desafíos más acuciantes de los sistemas
educativos actuales con niños, jóvenes y adultos.
¿Qué pasa si no
las atendemos?
Bueno, sucede
que privamos a quienes nos rodean de la posibilidad de que desde
nosotros se proyecte paz, porque nos desconocemos a nosotros mismos,
incomprendemos a los demás, y nos terminamos relacionando con el mundo más por
reacciones que por acciones constructivas.
Dado que las emociones se ubican en el primer
plano expresión de lo que somos, resulta que, si no les hacemos un
margen para reflexionarlas, logran dominarnos y terminamos dando respuestas
inmediatas a lo que ellas nos proponen. (Esto explica el arrasador
éxito de la publicidad y el marketing que nos hacen consumir sin que logremos
pensar si lo necesitamos o no, queda por supuesto desde la emoción frente al
producto).
Por ejemplo, si
siempre que recibo una corrección me enfurezco hasta querer vengarme o
defenderme con una agresión, nunca podré descubrir qué mensaje tiene para mí
esa emoción y actuar de otra manera. Si no soporto perder, ¿cómo lograré
mantener una relación íntima con la persona que amo? Si siempre que algo me
sale mal me deprimo o entristezco desmoronándome interiormente hasta
autocensurarme, nunca lograré entender por qué el fracaso es importante para
vivir. Si siempre ando en búsqueda de emociones fuertes, intensas y llenas de
adrenalina por medios que me pueden dañar, nunca sabré qué hay en mí que
necesita ser atendido para vivir intensamente. Si ando siempre
“impermeabilizado” a lo que viene de adentro de mi ser o del mundo, nunca podré
crecer y relacionarme con los demás. Si emocionalmente me bloqueo por miedo
ante las dificultades y prefiero no enfrentar desafíos, nunca conoceré dónde
está la fuerza que significa en mi vida superarme. Si cada vez que percibo una
agresión enmudezco, ¿cómo podré canalizar la energía emocional de las palabras
atragantadas? Si no sé por qué algo me causa sorpresa y asombro, ignoro las
cosas que me invitan a encontrar nuevas facetas de lo real para vivir mejor. Si
algo me produce asco y no busco comprender qué quiere decirle a mi sensibilidad,
probablemente me esté perdiendo de reconocer algo de mi personalidad importante
para desenvolverme. Si prescindo de ver las causas de por qué estoy
alegre o feliz, desconoceré cómo serlo para toda la vida.
Así, cada
uno puede hacer la lista de emociones negativas o positivas de las que aún
desconoce su mensaje. Y comenzar un diálogo fecundo con su mundo emocional. Para
esto es necesario asumirlas en nuestra conciencia de manera positiva aunque nos
disgusten, o nos parezcan moralmente inaceptables. Si las juzgamos
perdemos, si las aceptamos ganamos. Si las reprimimos demasiado nos
atrofiamos afectivamente hasta el trastorno emocional, si las liberamos sin
control nos podemos autoviolentarnos. ¿Qué hacer entonces?
Discernirlas.
El
discernimiento de las emociones para la acción
Creo que aquí
entra a jugar la espiritualidad ignaciana un servicio fundamental. Por lo
general, quienes por la práctica de los Ejercicios Espirituales estamos
acostumbrados a hacer discernimiento de las invitaciones –mociones- que nos
hacen tanto el buen espíritu, como el malo en la búsqueda de lo del Dios de
Jesús. Bien, eso es discernir espiritualmente.
Pero si
indagamos un poco más, podemos ver que esta fuerza contraria que cada uno de
los espíritus ejerce en nosotros –he ahí los tres actores del discernimiento:
yo mismo y los espíritus- está muchas veces a nivel de las emociones que luego
podrán ser, quizá, los sentimientos a discernir. Si nos detenemos en el
mensaje que una emoción nos trae podremos conocer algo más de lo que el Dios de
Jesús quiere para nuestra vida.
Me
explico con un ejemplo. Cuando
sentimos una indignación que nos cala los huesos ante una injusticia, estamos
frente a una emoción que si bien se siente de manera desagradable nos está
avisando que para nosotros la justicia es un valor irrenunciable, supremo,
digno de todos los seres humanos. Si la discernimos, esto es, si la sopesamos a
la luz de la vida de Cristo, comprendemos que es una ‘santa indignación’ porque
nos mueve a luchar porque no haya injusticia. “El celo por tu casa me consume”
(Jn 2,17), diría Jesús en una situación emocionalmente comprometida que lo
llevó a actuar contra los que mencantilizaban la fe en su Padre. Es evidente
que para Jesús la fe es un valor que defender. En efecto, nos sentimos movidos
a hacer algo por medio de una emoción concreta.
Lo que nos pasa
es que como muchas veces la impotencia nos gana y renunciamos a experimentarla
para evitar un nuevo fracaso o el qué dirán, dándole así la razón al mal
espíritu que nos tira para el lado opuesto al bueno. Pero si dialogamos
con esa emoción de indignación ante la injusticia es probable que descubramos
algo concreto a lo que podemos sumarnos para trabajar por la justicia. ¡Qué
diferente es esto a enseñar el concepto de justicia en una clase! Cuando el
contenido de la justicia nos llega por la emoción nos sentimos inmediatamente
cuestionados a hacer algo. Cuando el contenido de la justicia nos viene por la
palabra aburridora de un manual, la desconocemos en nuestra realidad personal.
Por eso no podemos hacer mucho.
Por regla general, lo que nos
apasiona, es decir, lo que emocionalmente nos vincula con algo desde adentro,
nos lleva a hacerlo realidad. Por eso es necesario atender qué nos
atrae, nos mueve, nos afecta, nos emociona, para poder descubrir el sentido de
nuestra vida. Para no castrarnos las emociones y recuperar el rumbo de nuestros
deseos. Y cuando esto sucede, Dios se hace familiar, cercano, compañero,
humano. Mientras desconozcamos nuestro mundo interior, desconocemos a
Dios porque él está en lo profundo del misterio de la realidad humana.
En el
discernimiento de lo que nos pasa nos jugamos nuestro actuar en el mundo que,
en su peor faceta, quiere automatizar nuestros comportamientos. ¿Para qué?
Bueno, porque una persona dominada por sus emociones es vulnerable,
voluble, fácil de manipular y hacerle hacer lo que los intereses mezquinos del
mercado y el poder pretenden en la cultura de la destrucción.
En cambio, una persona que busca honestamente
discernir sus emociones siente mejor la vida, porque recibe de ella
lecciones todo el tiempo que el muestran cómo vivir mejor.
Una persona que discierne sus emociones choca
menos con los demás y si pelea es capaz de resolver el conflicto, pudiendo,
al mismo tiempo, aceptarlos en sus limitaciones porque no desconoce las propias
que ha ido descubriendo en el diálogo sincero con sus emociones.
Una persona que discierne sus emociones es
capaz de soportar los avatares de la vida con dignidad y sin la
necesidad de victimizarse o vengarse.
Una persona que discierne sus emociones logra
ofrecerle a su entorno una mirada equilibrada sobre las realidades polarizadas a
las que nos acostumbran los medios de comunicación baratos, y da sentido de
justicia, de paz, de hondura ante lo que sucede.
Una persona que discierne sus emociones puede
interpretar que la complejidad de la realidad social no se resuelve de
una sola vez aplicando infantilmente leyes a diestra y siniestra, sino en el
proceso de la historia que somos.
Una persona que discierne espera con
esperanza y se convierte en transmisora de paz en su contexto, de
dirección y amor en un mundo hiperexitado y demandante del consumo de
experiencias que le tapen en vacío de no saber para dónde ir.
Si el Dios de
Jesús habla a través de nuestras emociones, ¿por qué no hacer el
esfuerzo de escucharlo para vivir mejor?
Hay que sumarle el gozo de poder contar a los buenos y excelentes personas con quienes te encontrás en el camino del diario vivir. Gracias por compartirlo. "Conócete a Ti mismo".
ResponderEliminarLas emociones pueden terminar en acciones, o no. Depende del manejo de las mismas de cada persona y de su capacidad para abstraerse o no limitarse de acuerdo a cada situación o contexto particular.
ResponderEliminar