miércoles, 30 de noviembre de 2016

LA FORMACIÓN DEL CLERO Y LA VIDA RELIGIOSA, UN DESAFÍO ECLESIAL POSTERGADO



Por Emmanuel Sicre, sj


"-Si te dieran una varita mágica para cambiar algo en la Iglesia que te parece muy urgente, ¿qué cambiarías?
-A mí, me dijo Joseph"

De los múltiples desafíos que en la Iglesia tenemos, creo que el de la formación del clero y de la vida religiosa, tanto femenina como masculina, resulta urgente e impostergable. Como es sabido, la Iglesia, si está en sintonía con el Espíritu, estará siempre reformándose. Este dinamismo propio del Dios de la vida que anima a los cristianos a caminar como Pueblo de Dios en comunidad en medio de luchas y esperanzas, siempre ha sido conducido por sus pastores. Pero también hay que reconocer que, si parte del Pueblo se ha detenido en su marcha, también es debido a sus pastores. En este sentido, la Iglesia avanza si caminamos como Pueblo, si cuando el pastor se cansa se deja llevar, o si cuando el rebaño se pone perezoso el pastor sabe cómo alentarlo para seguir el camino.
Por ello, cuando vemos que la Iglesia logra reformas más desde abajo que desde arriba, tocaría examinar si los sacerdotes y la vida religiosa no estaríamos más bien en el medio entre la jerarquía y el laicado. Al menos a nivel visual así podría ser representado. Entonces vale la pena preguntarse ¿cuáles son las invitaciones que recibimos del Espíritu para seguir caminando?, ¿qué reforma nos tocaría como Iglesia desde esta “franja media” de los sacerdotes y religiosos y religiosas? Porque, en definitiva, somos nosotros los que estamos en contacto tanto con los fieles como con los dirigentes jerárquicos. ¿No sería oportuno repensar a nivel global la formación para que dejara de reproducir esquemas que ya no funcionan?


El problema del modelo actual de formación

¿Cómo se concibe el hecho de educar, instruir, modelar a alguien dentro de una institución? Resulta una pregunta fácil de responder si, al hacer memoria, reencontramos las huellas del modo en que se nos ha formado. Sin duda debemos reconocer sus bondades, pero también es cierto que dicha forma está siendo fuertemente cuestionada por la realidad de las nuevas generaciones. Por eso, junto a la crisis del paradigma pedagógico vigente que se vive en las escuelas y universidades en todo el mundo, hace falta algo más que innovaciones metodológicas para poder afrontar el cambio que se necesita.
La escuela posindustrial ha plasmado nuestro esquema mental de formación que, por maquillado que esté, tiene un alto énfasis, al menos, en tres aspectos que hoy habría que revisar: el academicismo –llenar la cabeza de contenidos partiendo del famoso prejuicio de la tabula rasa; el control –vigilar para ver si se cumplen las normas; y la penalización del error –castigar la imperfección para lograr mejoras. Como es sabido, este modelo tradicional está haciendo eclosión y su agotamiento reclama atención, oración y apertura al Espíritu. En efecto, dicho modelo (academicismo, control y punición) tiene algo del Dios del Antiguo Testamento que es bueno, pero de vez en cuando los hebreos lo sienten un poco castigador, juez e inalcanzablemente sabio. Pareciera que no hemos llegado, en este lugar teológico que es la formación, a percibir unas dinámicas más evangélicas que nos permitan asumir un proceso de humanización de las personas para su tarea de servicio a la Iglesia. Es necesario, entonces, plantearnos, junto con la propuesta de Sánchez Zariñana sj[1], que los desafíos de la misericordia, la mundialización, la democratización, la inserción en espacios nuevos, la actualización y fortalecimiento de nuestra reflexión teológica crítica, la promoción los derechos humanos en la Iglesia, y la necesidad de una pneumatología que renueve el cristianismo y ayude al discernimiento de los llamados de Dios en la historia; sólo serán posibles en una formación que los tenga no sólo como horizonte sino como modelo actitudinal.
Es decir, en la medida en que no haya una formación en las casas e instituciones de preparación para el sacerdocio o la vida religiosa más sensiblemente misericordiosa con los sujetos, más abierta a la real catolicidad, más democrática y menos jerárquica, más abierta a acciones insertas en espacios desafiantes, más actualizada en una teología crítica, más consciente de la violación de derechos humanos ad intra, más necesitada de un discernimiento concreto de espíritus para vivir la vocación en la historia y no angélicamente fuera de ella, no habrá posibilidades de asumir los urgentes desafíos de la Iglesia hoy.  


Criterios para un nuevo modelo

Nuestro problema hoy quizá sea que hacer un tránsito hacia una alternativa nos exige demasiada energía y personal disponible. Es decir, es probable que necesitemos ser formados en la integralidad del saber para la vida junto a otros; en que se nos promueva la autonomía natural (que no es lo mismo que independencia posmoderna) para discernir lo que viene de Dios y seguirlo; y que se nos ayude, en el proceso, a capitalizar las equivocaciones para que aprendamos de verdad y no de momento de manera tal que podamos ayudar a quienes sufren.
Me permito simplemente citar al Papa Francisco dado que es lo suficientemente claro en estas 10 frases:[2]
  1. La formación [de los futuros sacerdotes] es una obra de arte, no una acción policiaca. 
  2. El fantasma que se debe combatir es la imagen de la vida religiosa entendida como refugio y consuelo ante un mundo "externo" difícil y complejo.
  3. Tenemos que formar sus corazones, de lo contrario creamos pequeños monstruos. 
  4. Y después, estos pequeños monstruos forman al pueblo de Dios. 
  5. Vencer la tendencia al clericalismo en los seminarios y en las casas de formación, que es fruto de la hipocresía y del miedo.
  6. Si el seminario es demasiado grande, es necesario separarlos por comunidades con formadores capaces de seguir realmente a las personas.
  7. La formación no sólo debe ser orientada al crecimiento personal, sino, a su perspectiva final: el pueblo de Dios.
  8. Es necesario formar personas que sean realmente testigos de la resurrección de Jesús.
  9. El formador tiene que pensar que la persona en formación será llamada a cuidar el Pueblo de Dios.
  10. No formar administradores, sino padres, hermanos, compañeros de camino.
Esto supone, a mi entender, una serie de despojos de esquemas mentales preconcebidos. Propongo, en esta línea, y como cierre, algunos aspectos que podrían ayudar a repensar un modelo de formación para quienes acompañan a quienes desean ser sacerdotes o religiosos:
1. Abandonar el esquema de “perfección angélica” para pasar a uno de integración personal y comunitaria. Es decir, romper con el ideal de virtudes estereotipadas de santos y darle paso a las fuerzas que forman parte de lo que la persona tiene que descubrir en sí misma y su historia en la interacción con sus formadores, sus compañeros y el Pueblo de Dios. Esto es partir desde lo que la persona es, no de lo que debería ser. Esto último es el horizonte de toda la vida, no de la etapa de formación.  
2. Abandonar el esquema de “obediencia ciega” para pasar a uno de autonomía discernida. Esto implicaría tratar a las personas como seres pensantes y capaces de diálogo más allá de sus errores. La obediencia ciega no siempre es un acto de disponibilidad apostólica o espiritual, muchas veces es una delegación de las elecciones de la conciencia en quien decide por mí que desresponsabilizan a las personas de sus deseos y acciones.
3. Abandonar el esquema de “formateos exteriores” para pasar a uno de “contenidos interiores”. Estamos ante una cuestión delicada si el carisma o la vocación se sostienen sólo en prácticas, ritos, hábitos, trapos, reglas, gestos, y horarios religiosos externos, pero no evangélicos. Es cierto que las estructuras colaboran en modelar la vida, pero deben estar al servicio de lo fundamental que es la cristificación de la persona para el servicio que luego tendrá que dar al Pueblo de Dios. Si las energías no están en lo importante se dispersan en lo accesorio y superfluo. Después así terminan siendo las preocupaciones de los sujetos cuando los fieles se acercan con sus sufrimientos, conflictos y dramas.[3]
4. Abandonar el esquema del “mérito interesado” para pasar a uno de la gratuidad. No se puede formar para conseguir títulos, aprobaciones, hacer carrera y llegar a altos cargos. No hace falta decir mucho más, el Evangelio es claro.
5. Abandonar el esquema “academicista” para pasar a un esquema “sapiencial”. Es decir, una formación intelectual que contemple los contenidos de la teología y la doctrina, pero en el marco superior del aprendizaje de una sabiduría para la vida que sirva realmente para vivir y a convivir desde nuestro ser relacional y espiritual, más que para una inteligencia individual para aprobar exámenes.
Creo que esta reflexión, a penas iniciática, podría ayudar a seguir pensando nuevas alternativas a la reforma que la Iglesia está buscando en estos tiempos. Ojalá queramos ir con el Señor, verdadero timonel de nuestra barca, al buen puerto donde nos quiere llevar.




[1] Sánchez Zariñana, José. “Retos urgentes para la iglesia de hoy”. Apunte de clase a disposición.  
[2] Fuente: http://vocacionyactualidad.blogspot.com.co/2014/01/10-impactantes-frases-del-papa.html
[3]La Iglesia hoy necesita crecer en la habilidad del discernimiento espiritual. Algunos programas de formación sacerdotal corren el riesgo de educar en la luz de las ideas demasiado claras y distintas, y por lo tanto actuar dentro de los límites y criterios que están rígidamente definidos a priori, y que ponen de lado situaciones concretas: «debe hacer esto, no debe hacer esto».  Y luego los seminaristas, cuando se ordenan sacerdotes, se encuentran en dificultad para acompañar la vida de muchos jóvenes y adultos. Porque muchos están preguntando: «¿puedes hacer esto o no lo puedes hacer?». Eso es todo. Y muchas personas dejan el confesionario decepcionados. No debido a que el sacerdote sea malo, sino porque el sacerdote no tiene la habilidad de discernir las situaciones, para acompañarlos en un discernimiento auténtico. No tienen la formación necesaria. Hoy la Iglesia necesita crecer en discernimiento, en la habilidad de discernir. Y los sacerdotes sobre todo realmente lo necesitan en sus ministerios. Esto es el porqué necesitamos enseñárselo a los seminaristas y sacerdotes en formación: ellos son los que están habitualmente encargados de las confidencias de la conciencia de los fieles. La dirección espiritual no es exclusivamente un carisma sacerdotal, sino también lacio, esto es verdad. Pero repito, tú debes enseñar esto sobre todo a los sacerdotes, ayudándolos en la luz de los Ejercicios, en la dinámica del discernimiento pastoral, que respeta la ley pero sabe cómo ir más allá”. Francisco a los jesuitas polacos. http://www.teologiahoy.com/secciones/iglesia-en-salida/francisco-a-los-jesuitas-hoy-la-iglesia-necesita-crecer-en-discernimiento



domingo, 20 de noviembre de 2016

¿CÓMO ENTENDER LAS CONCIENCIAS DE PECADO EN EL PROCESO DE LA FE?

3 formas de entender el pecado para crecer en la vida de fe y ayudar a otros a acercarse al Dios de Jesús.

Por Emmanuel Sicre, sj

En la vida de fe resulta muy frecuente encontrarnos con nuestra dimensión de límite, de fracaso o de fragilidad. De hecho, posiblemente, gracias a esta situación es que entramos en contacto con aquello que está más allá, al intentar darnos respuesta de lo que nos pasa. De esa dimensión vulnerable de nuestro ser en contacto con Dios brota la experiencia del pecado. Por eso es una cuestión de fe[1]. Sin embargo, por ser algo que nos confronta con nuestros ideales más altos sobre lo que queremos ser, no nos gusta mucho hablar del tema.
Se suma a esta cuestión el hecho de que socialmente nos estamos diseñando un mundo sólo para perfectos, exitosos, brillantes, esbeltos, ricos y famosos. En la era del exhibicionismo han surgido tendencias como las de sólo mostrar de nosotros “lo que vende”, u ocultarse, aunque participando con la curiosidad, o, finalmente, burlarse de esto con el morbo. Todas estas reacciones al tiempo que vivimos no logran dar con el problema de estima propia que está de fondo. Estima que nunca se forma a nivel emocional ni psicológico, por lo que el error es siempre causa de imperfección, fracaso, opacidad, desorden, pobreza y pérdida.
Por último, sumemos un factor más: el juicio. Estamos inmersos en un gran tribunal que ha estructurado todas nuestras miradas y consideraciones sobre las acciones y modos de ser de los demás. Todos nos sentimos con derecho a opinar sobre la vida y obra de todos. De aquí también nace en nosotros tanto la autocondenación como la autojustificación, porque un juicio negativo a otra persona no es más que una negación del propio límite.  
¿No resulta un poco agotador estar todo el tiempo queriendo ser buenos, justos, inteligentes, o distintos? Los que se cansan prefieren desfachatadamente mostrarse rebeldes a este esquema y generan un personaje de sí mismos, pero tampoco logran ir en otra dirección. ¿Cómo vivir nuestra dimensión de vulnerabilidad como una oportunidad para crecer más en libertad y amor propio y hacia el mundo?
Algunos estudiosos del tema de la conciencia han sistematizado cierta comprensión de la misma que resulta interesante para vernos un poquito mejor. Creo que tenemos que caminar hacia una capitalización del error que nos permita construir nuestra propia vida desde un realismo sano, humano, y abierto al don. Hay que dejar de tenerle tanto miedo a equivocarse y empezar a vivir más.


1. EL PECADO COMO MANCHA, TRANSGRESIÓN O ACUSACIÓN
El símbolo de la mancha nace de la comprensión del pecado como un tabú. En efecto, la conciencia cree que se ha metido en un lugar donde no debiera y que lo percibe como sucio, contaminado, impuro. Por eso, la culpa se le representa como si fuera algo que hay que expiar, purificar, limpiar.
Así, desde una conciencia que depende en su mayor parte de las normas externas o del deber ser exagerado, es muy lógico que el pecado sea visto como una trasgresión a las reglas que le han sido impuestas socialmente, pero, que por el mismo mecanismo de inseguridad y vergüenza, no se animaría a cuestionar. Entonces nace una culpa insana que le hace padecer a la conciencia escrúpulos, sentirse farisaicamente hipócrita y asumir la rigidez como escudo a su debilidad.


No obstante, como la conciencia no logra librarse de la suciedad ni del cumplimiento neurótico del mandato, termina por acusarse de su error provocando una culpa mayor que le vuelve la mirada a sí misma encerrándose cada vez más. En una “conciencia morbosa”, el “yo desmedido” ha tomado a la persona convirtiéndola en el centro del mundo, y cerrándola a los demás. Entonces, la conciencia de culpa surge ante el descubrimiento de un defecto y autodesprecio: “qué mal ser así”. Como no hay horizonte de compartir con otros, es sólo una falta que daña mi autoimagen sobrevalorada, por eso viene la angustia. Se vive así un sentimiento de maldición, de peso y enjuiciamiento constantes porque el narcisismo está exigiéndole la perfección de la autoimagen.
¿Podríamos llamar a esto pecado? No tanto. Porque todavía el perdón se vive como una necesidad de censura, de limpieza, o sanación que viene de afuera, de la normatividad externa y no de la relación con la misericordia de Dios. Aquí es muy probable que surja la figura de un Dios juez, castigador, punitivo que puede venir del modo en que cada uno se relacionó desde pequeño con las figuras de autoridad de su entorno familiar o educativo. Si no hay relación personal con Jesucristo que revela el verdadero rostro del Padre, podríamos decir que no hay pecado[2].


2. EL PECADO COMO DESARMONÍA INTERIOR, FRACASO DE LA LIBERTAD O RUPTURA
Intentemos dar un paso más. Pasemos del "se puede/no se puede" a algo que podría ser un "me acerca/me aleja". Una vez que la toma de conciencia de las propias responsabilidades en la vida se va haciendo lugar, surge en nosotros un modo de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás, con el mundo y con Dios, más autónomo. Es decir, ya no necesitamos tanto que nos digan qué hacer, sino que lo vamos descubriendo por nuestra propia cuenta dado el proceso de maduración. En el ámbito de la fe y de la práctica de la religión pasa de la misma manera. 
Entonces, el pecado se ve como una desarmonía interior que ha dañado los vínculos con esas cuatro relaciones fundamentales que somos. El entendimiento no se relacionó bien con el corazón entonces nuestra voluntad falló y se equivocó. Emerge un sentimiento como de fracaso de la libertad: “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm7,19) rompiendo, sobre todo, el vínculo con los demás que me remite a sentirse culpable ante Dios. Por eso la culpa se vive como una incoherencia.
Aquí sí podemos hablar propiamente de pecado porque el perdón se ve como una necesidad de restablecer las relaciones fundamentales que Dios posibilita, tomando conciencia y cartas sobre el asunto. Aparece una de las dimensiones más importantes del pecado: la ética.
La imagen de Dios aquí está más ligada a la que propone Jesús con su mensaje del Reino de amor, justicia y paz. La persona que vivencia el pecado, la culpa y el perdón en esta línea está dispuesta a comunicarse con el Dios de Jesús desde una sana libertad personal atada a la relación con Dios que siente parte de su vida, sus decisiones, afectos y acciones, y no una “obligación de domingo” o  norma externa. Pasamos de una conciencia heterónoma a una más autónoma. 


3. EL PECADO COMO INFIDELIDAD A LA VIDA CON DIOS

Sin embargo, en la vida de fe siempre es posible crecer cuando estamos abiertos a la relación con el Dios de Jesús. Cuando esa relación es personal, profunda e íntima necesariamente se convierte en comunitaria, integradora y expansiva. Así como es el Dios trinitario. Dejamos el "se puede/no se puede", y sin negar el "me aleja/me acerca" vamos más allá para preguntarnos "amo más/amo menos". La conciencia que busca vivir desde la lógica del Dios de Jesús ve el pecado como una disminución de la entrega a Dios en los hermanos, como un rechazo al deseo que tiene Él de nuestra felicidad, como una especie de infidelidad al amor. Por eso la culpa se vive como un reconocimiento del mal en mí, como un saberse pecador existencialmente necesitado de la gracia que restaura en el proceso. Por eso la autocondenación y la autojustificación que llevan al autodesprecio ya no tienen lugar.
Pero lo curioso es que esta necesidad de Dios no se vive negando la libertad personal, sino que, al contrario, la potencia en el ofrecimiento de sí misma y la libera para abrazarlo a él, sobre todo en el modo de amar a los demás, de verlos con sus ojos, de cuidarlos como a hermanos. Por eso, el perdón se hace visible en el deseo de volver a casa, de retomar el camino y andar los pasos desde la certeza de estar sostenidos por la misericordia de Dios que invita siempre a salir de sí, a donarse, a vivir desde la gratuidad y la compasión.
Desde una conciencia sana que intenta con verdad vivir desde la lógica del Dios de Jesús se comprende mejor la necesidad de pedir perdón. Y esto, porque reconocer el error, el fracaso, la caída es el trampolín para dejar que la gracia regeneradora de Dios se abra paso para hacer de nuestras cuatro relaciones fundamentales (con Dios, con el mundo, con los demás, y con nosotros mismos) un manantial de vida. “Donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Cuando reconocemos que vivir desde ahí nos da paz, libertad y gozo, empieza a crecer en nosotros el fruto más grande de aceptar por la fe la vida de Dios en nosotros: la comunidad, la fraternidad, el ser hijos de un mismo Padre-Madre.  
Si vemos a Jesús lo que siempre está buscando es que nos amemos los unos a los otros como él nos ama. Por eso, el fin último del pedir perdón por nuestros pecados no puede ser la limpieza, la salvación de mi autoimagen narcisista, o la perfección de mis acciones, o la integración psicológica, sino la necesidad de reconocer que soy hermano de mis hermanos, y que debo hacer lo posible para vivir cuidando los vínculos, las relaciones y entonces sí encontraré la paz personal. Por eso Mateo decía: “deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (Mt 5,24).
En definitiva es reconocer con toda el alma que: ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. (Rm 8,38-39).


[1] A su vez, el concepto de pecado es dinámico, porque la experiencia de pecado va madurando. Una es la conciencia de pecado que tiene un niño, y otra la que va surgiendo con la apertura de la conciencia cristiana cuando se es adolescente, joven, adulto o ya mayor. Aunque es cierto que hay adultos con conciencia de pecado infantil, pero este sería otro asunto.

[2] El pecado es un concepto teológico referido a Dios. Los demás errores son eso, equivocaciones, fallos, pero no estrictamente pecados, aunque se use socialmente en otro ámbito de significación.