viernes, 25 de diciembre de 2020

DIOS ES EL REGALO

Emmanuel Sicre, SJ

"Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios. (...) Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro

destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco. (...) Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá" (J. Ratzinger-Benedicto XVI, "Jesús de Nazaret")


La Navidad nos encuentra, en varias oportunidades, llevando a cabo un intercambio de cosas, en un ida y vuelta de pedidos y deseos, de demandas acompasadas por nuestras contradicciones humanas. ¿Y si aprovecháramos este tiempo en que la pandemia nos despojó de tantas cosas queridas a que también nos despoje un poco la Navidad? ¿Con qué nos podríamos quedar? 


Intuyo que la certeza de un Dios hecho bebé puede pasar desapercibida a nuestra sensibilidad excitada por los estímulos del consumo y el estrés, o cansada del sufrimiento y el dolor, o harta de la situación social y la rudeza de nuestro contexto que ha limitado nuestras relaciones más queridas. Sí, son muchas las cosas que podrían estar haciéndonos dejar de percibir lo importante de un Dios que se aproxima. 


Y, sin embargo, Dios viene igual. 


No espera el momento oportuno, se hace tiempo propicio e inaugura algo nuevo. 

No necesita todo ordenado, se hace armonía en el caos de lo que no controlamos. 

No teme a la noche fría, la ilumina cálidamente. 

No pretende un lugar limpio para llegar, sino que se hace pureza en la escoria. 

No cumple con una idea linda de lo que debería ser Dios, es realidad que lo embellece todo dotándolo de vida. 

No trae lo que le pedimos, se hace don él mismo. 

No cae del cielo como un rayo tremendo y soberbio, se gesta humildemente en las entrañas de una madre y en la confianza de un padre.  

No viene desde arriba, sino desde abajo, emergiendo con simpleza. 

No responde nuestras preguntas, se hace palabra sabia que, misteriosamente, desconcierta y calma a la vez. 

No pide vestidos lujosos, sólo es envuelto en pañales y recostado en un pesebre. 

No impone su autoridad sobre la gente, se hace él mismo ternura que convoca. 


Le pedimos paz, amor, prosperidad, salud, ¡tantas cosas!, pero viene él mismo. 

Le pedimos cambiar lo que no nos gusta y nos transforma en la relación con él. 

Es como si siempre esperáramos que nos mande lo que necesitamos y lo que Dios nos dice con Jesús, es que es él quien, al relacionarnos desde nuestra libertad, viene a salvarnos de nosotros mismos cuando la paradoja de nuestra vida nos abruma, nos enemista, nos mata.  


El regalo de toda navidad es Dios mismo, no esperemos más y corramos al encuentro con él. Hablémosle, tomémoslo en nuestros brazos, arrullémoslo, cuidémoslo. Y todo lo demás, vendrá por añadidura. 



sábado, 12 de diciembre de 2020

¿CON QUÉ NOS COMPARARÍA JESÚS? (homilía de fin de curso camada 152)

 

"Jesús dijo: ¿Con quién puedo comparar a esta generación? Se parece a esos muchachos que, sentados en la plaza, gritan a los otros: '¡Les tocamos la flauta, y ustedes no bailaron! ¡Entonamos cantos fúnebres, y no lloraron!'. Porque llegó Juan, que no come ni bebe, y ustedes dicen: '¡Ha perdido la cabeza!'. Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: 'Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores'. Pero la Sabiduría ha quedado justificada por sus obras". Evangelio según San Mateo 11,16-19.


Homilía a la camada 152


por Emmanuel Sicre, SJ


Si nos dejáramos cuestionar hoy con la misma pregunta que se hace Jesús respecto de la generación de los jefes religiosos de su época, ¿qué comparación deberíamos esperar de su parte? Espero que algo un poco más alentador. H. 


En este pasaje del Evangelio de Mateo nos encontramos con un Jesús que resalta las contradicciones aniñadas, malardas, de las autoridades religiosas de su tiempo porque no les viene bien nada, porque ni la austeridad de Juan Bautista, ni la alegría de Jesús se encuadran en sus esquemas de lo que tiene que ser Dios, viven en el reproche, demandantes y, cerrados a toda novedad, critican absolutamente todo. Se les ha avinagrado el corazón esperando que las cosas sean como ellos quieren. Se trata de un inconformismo insano, quejoso, quisquilloso… que ignora con miopía lo que viene del tiempo, mensajero de Dios. Todo lo contrario al magis de san Ignacio. 


En verdad, el problema de “esta generación” es el problema de todas las generaciones, incluso la de “la generación de la pandemia”: se trata del misterio de la madurez humana, del crecimiento hecho de aceptaciones y renuncias, de búsquedas, de claroscuros, de marchas y contramarchas, de fracasos y de logros, de cruz y resurrección. Ustedes chicos, están invitados a madurar, a crecer, a la sabiduría de este tiempo que les toca. ¿Aceptarán ese reto o preferirán la queja caprichosa? 


El misterio de la madurez humana está en la estabilidad que da saber por qué se vive y por qué se muere. Estos señores a los que compara Jesús viven infantilmente porque no saben lo que quieren, no conocen sus anhelos más profundos y están a merced de sus deseos del momento, de los comentarios de moda, de lo que les gusta más o menos, de lo que se ajusta a la superficie de sí mismos. No han podido ahondar en el misterio de sus vidas y se quedaron “chapoteando en lo pandito”, como se dice en mi pueblo, en vez de bucear en las profundidades de sí mismos, de sus raíces, de la historia, para descubrir lo que Dios está haciendo por nuestro bien.  


Jesús identifica en ellos que lo de Dios no se ha ajustado a sus expectativas y, por eso, el reclamo, el lamento permanente. En el fondo, sienten un derecho adquirido sobre cómo tienen que ser las cosas y, en su lógica, no logran descubrir que la vida es un regalo inmenso, incalculable, desbordante. Se quedan pensando en lo que les deben a ellos, como podría pasarnos en este tiempo en que la pandemia se llevó tantas cosas valiosas para nosotros y no en lo que verdaderamente están recibiendo. No logran sentirse agradecidos porque miran de reojo, desconfiados, como sintiendo que la vida tarde o temprano los va a estafar quitándoles algo de lo que se merecen. Pero, como dice el dicho, “a caballo regalado no se le miran los dientes”. A “caballo regalado” se lo disfruta, se lo aprovecha, se lo anda, se lo comparte y, sobre todo, se lo agradece. Su vida es ese regalo, chicos. 


¿Con qué podrá compararnos Jesús a nosotros hoy? Ojalá con un perfumado naranjo en flor que espera dar frutos durante el frío invierno. Un árbol que no vive el pasado con resentimiento por lo que no fue o con la culpa de lo que no pudo ser. Tampoco que experimenta el futuro con la ambición que nos hace comernos las uñas de ansiedad o el miedo que acobarda nuestras decisiones. 


Sí, chicos, que Jesús vea en nosotros el anhelo de florecer y dar frutos, sobre todo, entre quienes más necesitan en nuestra sociedad. Que nos encuentre, en este maravilloso tiempo que nos toca, sabiendo para qué vivir y para qué morir. Y entonces podrán vivir desde una sabiduría nueva todas las cosas, podrán en todo amar y servir, con la consciencia tranquila de saber que tenemos un Dios que apuesta por nosotros y nos sostiene hasta el final.





jueves, 3 de diciembre de 2020

FRANCISCO JAVIER, EL DISCÍPULO MISIONERO

Por Emmanuel Sicre, SJ 

San-Francisco-Javier1

El fuego que le quema por dentro a este hombre inmenso no podría venir sino de Dios. Con sólo 46 años de vida, este jesuita del siglo XVI, ha captado la admiración de los siglos posteriores, al asumir en su obra las empresas de quienes llegaron antes que él y trazar para el futuro las grandes líneas de la estrategia misionera.

Gracias a los Ejercicios Espirituales que su amigo Ignacio de Loyola logró hacerle gustar en los tiempos de estudiantes universitarios en París, Javier vio claro en su interior el sueño que Dios le había sembrado. Sin embargo, no conoció inmediatamente el destino definitivo que le tenía reservado el Señor.

Considerado el apóstol de las Indias y del Japón en 12 años de viajes, y con los escasos medios de su tiempo, recorre cerca de 100.000 kilómetros para hacer conocer a Cristo. Su estrategia de discípulo consistió en volcar toda su fuerza, su inteligencia y poder de seducción al servicio de la Iglesia caminado en la tensión que va de los más influyentes a los más débiles.

Si bien tenía una mirada puesta en las élites políticas, era en beneficio de todo el pueblo. Su sueño conjugaba lo grande y lo pequeño. Lavarse su ropa, entregarse a los enfermos, a los miserables, a los oprimidos que le atestiguaban un amor extraordinario, enseñar el catecismo a los esclavos, consagrarse sin reserva al bien de las más humildes castas de la India y Japón. Y también ayudar a los colonizadores a mostrarse menos violentos y licenciosos, convencer a las autoridades políticas para que no persiguieran a las nuevas vidas convertidas al cristianismo.

Apuntaba siempre a la cabeza, bien persuadido de que no se logra nada durable si no se alcanzan y transforman las instituciones y a quienes están al frente de ellas. Javier penetraba en el interior de las culturas con la precisión del hombre de acción que sabe lo que quiere y va derecho al fin: mostrar el camino a Dios. 

Gracias a una red formada por los compañeros unidos a él con el vínculo fuerte y flexible a la vez de la obediencia logra cuidar amorosamente de las cristiandades nacientes y hacer que perduren más allá de él.

Adelantándose tres siglos a la consagración oficial de sus deseos, Javier piensa ya en el clero indígena y en las liturgias traducidas en las lenguas locales. 

Su fecundidad y virtud provocan admiración, pero su fuego evangelizador nos despierta ardientes deseos de seguir Cristo y entregarnos al sueño misionero que él mismo ha puesto en nuestro corazón.