domingo, 23 de octubre de 2016

LO QUE PASA CUANDO NOS CERRAMOS Y CUANDO NOS ABRIMOS


Por Emmanuel Sicre, sj

Si una verdad se volvió mentira,
no pierdas la calma,
nunca fue verdad…

Más de una vez nos cuesta abrirnos a lo que pasa en el mundo, a lo que le sucede al otro, incluso a lo que vivimos interiormente como proceso personal. Y entonces quedamos como secos tratando de comprender las razones, pero finalmente parece que no hay salida, que abrirse a lo que está sucediendo a mi alrededor resulta casi imposible. De las innumerables causas para que se dé este fenómeno humano de la cerrazón de mente, creo que el miedo y el enjuiciamiento resultan las más contundentes. Pero, ¿cómo funciona la cerrazón? ¿Cómo sería salir de ella? Se hace indispensable hacer el esfuerzo por conocer este proceso para vivir mejor. Veamos.

Cerrarse
Resulta común ver en nuestra convivencia cotidiana a personas que parecen tan “firmes” en sus convicciones que llegan al punto de no poder entablar un diálogo con nadie, sino sólo monólogos. O peor aún, algunas a las que no les entran razones por evidente que sea la contradicción en la que están cayendo, porque quizá consideren que no ceder es una virtud de las personas supuestamente nobles y de una sola pieza. Entonces, en vez de pensar (verdadero acto de nobleza humana) se defienden de fantasmas inexistentes o entran en la batalla de creencias inmutables. Pero, en realidad, lo que cuesta percibir allí es que cambiar no siempre es malo. He aquí el primer dilema.
El conflicto de nuestras cerrazones tiene que ver con el cambio, con el movimiento, con aquello que fluye constantemente en la realidad y que no estamos adiestrados a tratar porque hemos sido formados en la estabilidad, la quietud y la firmeza (¡baste pensar en las rígidas filas de los bancos en el aula donde gastamos gran parte de nuestra vida!). Creemos, por lo general, que los cambios son dolorosos, o traumáticos, o críticos. Pensamos, por ejemplo, que cambiar de opinión es haber perdido integridad moral, o que cambiar de estado de vida es fruto de algún fracaso, o que perdimos algo que habíamos conquistado degradándonos. En efecto, para ser realistas y directos, nada es nuestro del todo: ni las opiniones, ni la vida, ni las cosas. Nada hemos conseguido que no se nos haya dado. Despleguemos este incipiente descubrimiento: ¿Cómo que no tenemos nada?
En la vida vamos dando pasos de desarrollo que están asociados a aprobaciones, conquistas, superaciones. Y decimos habitualmente que ganamos experiencia, ganamos saberes, ganamos fama, o prestigio, o reconocimiento por algo que hicimos. Este constante crecimiento apoyado en méritos alimenta la inevitable fantasía de que los esfuerzos generan premios que nadie nos podrá quitar. Una especie de mueble con trofeos o una pared con diplomas. Por un lado, sí, es cierto, las experiencias que vivimos, tanto positivas como negativas, van cimentándose de tal modo en nuestro interior -nuestro yo- que nos sirven para las nuevas experiencias que nos tocan asumir luego. Pero cuando el proceso de adquirir nuevas experiencias se detiene por miedo - ¡o se atora por exceso! -, algo nos hace pensar que es suficiente y ahí quedamos. Entonces el yo se cierra y se olvida de que puede ir más allá de sí mismo porque tiene capacidad de trascenderse. “Egoísmo natural” que le llaman.
Entonces surge la cerrazón. Cedemos a la falsedad de que ‘lo adquirido’ nos basta y lo guardamos porque nos da miedo perderlo, o ponerlo en juego, o compartirlo –¿no les suena la parábola de los talentos? (Cf. Mt 25,14-30).
Lejos de estar hablando de cosas materiales, me refiero a visiones del mundo, de los demás y sobre nosotros mismos. En esto es donde radica la dificultad con el cambio. Nos cuesta modificar nuestras concepciones de cómo deben ser las cosas, o lo que es una buena gente, incluso nos resulta una dura tarea romper con aquel ideal de persona que nunca llegaremos a ser si no nos asumimos como somos. Es como si alguna idea o un juicio, que funcionó en algún momento de nuestra comprensión del mundo y nos ayudó mucho, se cristalizara y se incrustara en nuestros sesos para siempre. Entonces, nos volvemos rígidos con la realidad y queremos que se adecue a nuestros conocimientos previos o expectativas sobre ella. “Cada cosa en su lugar”, se oye decir.
Pero ¿qué pasa cuando realidad e idea no encajan en nuestro interior? Bueno, sufrimos, nos desilusionamos, nos quejamos, criticamos y, en el peor de los casos, dañamos a los demás porque los corazones cerrados provocan corazones rotos.  
Por eso es que debemos cultivar otro modo de relacionarnos con el cambio. Un modo que nos lleve más a desear comprender con confianza la realidad que a ajusticiarla, ordenarla o condenarla. Un modo que nos enseñe a valorar la posibilidad en el otro más que lo imposible. Un modo que nos ayude a tratarnos a nosotros mismos como seres en proceso, en camino, aprendiendo continuamente junto a otros seres humanos que andan en las mismas. Difícil si hemos sido defraudados en la confianza. Pero más difícil es vivir sin confiar, ¡imposible diría!

Abrirse
¿Cómo darle paso en nuestra vida a procesos de apertura mental? Lo primero es quitarse del centro, porque el problema de la cerrazón es creer que hay una única forma estática de comprender las cosas y es la propia. Y si hay otras, bueno, están más bien cerca de lo que yo pienso. Sin embargo, las que están diametralmente opuestas a mi visión del mundo, son por completo erróneas, equivocadas, malas. Las cuestiones de moral, religión y política, por ejemplo, delatan este proceso con mayor claridad.
Cuando esto pasa el mal espíritu nos ubica en un esquema infantil que no ya queda bien para personas en vías de maduración. El famoso esquema de ‘buenos y malos’. Como en las caricaturas, o en las novelas mágicas, o en las películas de plástico. Entonces los que piensan como los de mi círculo son buenos, el resto, sospechosos.
Evidentemente aquí traicionamos la complejidad de la realidad humana que siempre me dice que los hombres somos una paradoja, es decir, una convivencia de contradicciones interiores irresueltas en vías de construcción de lo que somos. Pero, como estamos educados en el juicio claro, recto y distinto de las cosas, sometemos todo a ese esquema, hasta nuestro propio corazón, entonces caemos en la rigidez, la incomprensión y la famosa frase: “ley pareja no es rigurosa” o “es un dato objetivo, qué le voy a hacer”. Olvidamos que es posible comprender cada cosa en su ser. Sin embargo, si tomamos en cuenta lo profundo de nuestra intimidad, tenemos que reconocer que más de uno nos ha aceptado como somos, nos ha comprendido en nuestro punto de vista, o nos ha dado paso en nuestra contradicción sin reprocharnos a cada momento que estamos errados, confundidos o desatinados. He aquí el modo de correrse del centro: aceptando ser uno más en el concierto de la inmensa realidad del universo, sin querer ser el centro.
(Nota: si no has tenido la experiencia de sentirte aceptado como eres, pregúntate si en verdad no estás esperando, selectivamente, la aceptación de quienes quieres que te acepten, y no de los que te han aceptado y que quizá no te has animado a conocer).
Por eso el proceso contrario al de la cerrazón es sólo para valientes y buscadores honestos, los cómodos y perezosos posiblemente hayan abandonado la reflexión. Consiste en liberarse del miedo a ser arrasado por el cambio. Es dejarle paso a un cierto vértigo por conocer la otra perspectiva sin pavor a perder calidad de ser humano. Es animarse a pensar que cambiar no degrada nada de lo que soy. Es descubrir, en el asomo al otro punto de vista, que la realidad es mucho más grande que lo que he conocido, que lo que he obtenido con el paso del tiempo, incluso más amplia que lo que me llevó mucho esfuerzo, sudor y lágrimas. Es comprender que aquello que gané no es bueno porque lo poseo, sino porque fui capaz de lograrlo simplemente. Es quedarse con el ejercicio dinámico e incesante de aprender más que con la tranquilidad quieta de lo aprendido. Es saber que uno puede conseguir un trofeo, pero que no necesita estar lustrándolo para que no envejezca. Es sentir con el corazón que lo único verdaderamente propio es la posibilidad de entregar lo que creemos que nos pertenece.
En efecto, cuando nos damos cuenta de que en el dar está la sabiduría, rompemos con el esquema mezquino de los inteligentes que guardan y acaparan para cuando les haga falta. Pasamos de ser voluntariosamente ricos y brillantes, para recibir el don de ser pobres y sabios. Esquema poco apetecible por los hombres que siempre buscamos atrapar, controlar, acumular y poseer.

Sin embargo, cuando saboreamos que la generosidad nos hace libres, ligeros de equipaje y poderosamente amantes de la vida, todo se revierte. Comenzamos a ver la realidad como un abanico de posibilidades, como una invitación constante a vivir, a gozar, a disfrutar la lucha. Se nos abren los ojos y descubrimos al otro en tanto persona como yo, que por ser diferente no resulta siempre una amenaza. Lo vemos con amor en sus dificultades y batallas, por eso somos capaces de compasión y de comunión en el dolor.
Cuando nos abrimos empezamos a percibir el espíritu que revolotea en todo lo creado dándonos vida, animándolo todo. El primer signo de apertura es la alegría honda, aquella que viene de adentro como un regalo de nuestro ser para que podamos contagiar a los que se cerraron al don de la realidad. Se da que desaparece por completo esa percepción de que “este mundo no tiene remedio”, o la triste noticia de que es “cada vez peor”. Se nos invierte la lógica barata y superficial de la prensa cotidiana que nos modela la mirada hacia el error, el mal, el morbo y la destrucción de la vida del otro. Entonces no necesitamos andar poniendo rótulos, etiquetas, ni comentarios a lo que los demás o la realidad son. Nos despojamos y somos, curiosamente, más ricos, más libres, más autónomos. Aceptamos la realidad como viene, con menos juicios, al bajarnos del tribunal que nuestro ego desmedido y caprichoso nos sirve cada día para que estemos en el centro de la escena de nuestro mundito.
Entonces el Dios de Jesús habla, se manifiesta, aparece. Entonces sí comenzamos a percibir aquello de que el Espíritu nos hará comprender en lo interior lo que no comprendemos (Cf. Jn 16,13). Entonces sí descubrimos por qué Jesús de Nazaret hizo lo que hizo, celebró lo que celebró, sufrió lo que sufrió, gozó lo que gozó. Porque él se dio cuenta, en su proceso de ser humano, que el misterio de su Padre estaba en la realidad para ayudarla a acercarse más y más a su realidad de Vida plena, amplia, eficazmente feliz. Por eso comenzó a invitar a todos a vivir esta realidad más ancha, más repleta, más henchida de amor por lo creado. Y, claro, cómo no sanar a los enfermos, curar a los paralíticos; cómo no espantar los demonios; cómo no corregir a los equivocados; cómo no abrir los ojos, destapar los oídos sordos; cómo no romper con lo que ata a los hombres; cómo no liberar al ser humano de sus propios esquemas esclavizantes; cómo no luchar por la justicia y la paz de los débiles. En definitiva, cómo no entregar una Vida tan llena de Dios para que todos sintamos que él nos crea, nos redime, nos libera por medio del Espíritu del Amor a cada instante, incluso en este mismo momento. 


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