Por Emmanuel
Sicre, sj
Si una verdad se
volvió mentira,
no pierdas la calma,
nunca fue verdad…
Más de una
vez nos cuesta abrirnos a lo que pasa en el mundo, a lo que le sucede al otro,
incluso a lo que vivimos interiormente como proceso personal. Y entonces
quedamos como secos tratando de comprender las razones, pero finalmente parece
que no hay salida, que abrirse a lo que está sucediendo a mi alrededor resulta casi
imposible. De las innumerables causas para que se dé este fenómeno humano de la
cerrazón de mente, creo que el miedo y el enjuiciamiento resultan las más
contundentes. Pero, ¿cómo funciona la cerrazón? ¿Cómo sería salir de ella? Se
hace indispensable hacer el esfuerzo por conocer este proceso para vivir mejor. Veamos.
Cerrarse
Resulta
común ver en nuestra convivencia cotidiana a personas que parecen tan “firmes”
en sus convicciones que llegan al punto de no poder entablar un diálogo con
nadie, sino sólo monólogos. O peor aún, algunas a las que no les entran razones
por evidente que sea la contradicción en la que están cayendo, porque quizá
consideren que no ceder es una virtud de las personas supuestamente nobles y de
una sola pieza. Entonces, en vez de pensar (verdadero acto de nobleza humana) se
defienden de fantasmas inexistentes o entran en la batalla de creencias inmutables.
Pero, en realidad, lo que cuesta
percibir allí es que cambiar no siempre es malo. He aquí el primer dilema.
El conflicto
de nuestras cerrazones tiene que ver con el cambio, con el movimiento, con
aquello que fluye constantemente en la realidad y que no estamos adiestrados a
tratar porque hemos sido formados en la estabilidad, la quietud y la firmeza
(¡baste pensar en las rígidas filas de los bancos en el aula donde gastamos
gran parte de nuestra vida!). Creemos,
por lo general, que los cambios son dolorosos, o traumáticos, o críticos.
Pensamos, por ejemplo, que cambiar de opinión es haber perdido integridad
moral, o que cambiar de estado de vida es fruto de algún fracaso, o que
perdimos algo que habíamos conquistado degradándonos. En efecto, para ser
realistas y directos, nada es nuestro del todo: ni las opiniones, ni la vida,
ni las cosas. Nada hemos conseguido que
no se nos haya dado. Despleguemos este incipiente descubrimiento: ¿Cómo que
no tenemos nada?
En la vida
vamos dando pasos de desarrollo que están asociados a aprobaciones, conquistas,
superaciones. Y decimos habitualmente que ganamos experiencia, ganamos saberes,
ganamos fama, o prestigio, o reconocimiento por algo que hicimos. Este constante crecimiento apoyado en
méritos alimenta la inevitable fantasía de que los esfuerzos generan premios
que nadie nos podrá quitar. Una especie de mueble con trofeos o una pared
con diplomas. Por un lado, sí, es cierto, las experiencias que vivimos, tanto
positivas como negativas, van cimentándose de tal modo en nuestro interior -nuestro
yo- que nos sirven para las nuevas experiencias que nos tocan asumir luego.
Pero cuando el proceso de adquirir nuevas experiencias se detiene por miedo - ¡o
se atora por exceso! -, algo nos hace pensar que es suficiente y ahí quedamos. Entonces el yo se cierra y se olvida de que
puede ir más allá de sí mismo porque tiene capacidad de trascenderse. “Egoísmo
natural” que le llaman.
Entonces
surge la cerrazón. Cedemos a la falsedad de que ‘lo adquirido’ nos basta y lo
guardamos porque nos da miedo perderlo, o ponerlo en juego, o compartirlo –¿no
les suena la parábola de los talentos? (Cf.
Mt 25,14-30).
Lejos de
estar hablando de cosas materiales, me refiero a visiones del mundo, de los demás
y sobre nosotros mismos. En esto es donde radica la dificultad con el cambio. Nos
cuesta modificar nuestras concepciones de cómo deben ser las cosas, o lo que es
una buena gente, incluso nos resulta una dura tarea romper con aquel ideal de
persona que nunca llegaremos a ser si no nos asumimos como somos. Es como si alguna idea o un juicio, que
funcionó en algún momento de nuestra comprensión del mundo y nos ayudó mucho, se cristalizara y se incrustara en nuestros sesos para siempre. Entonces,
nos volvemos rígidos con la realidad y queremos que se adecue a nuestros
conocimientos previos o expectativas sobre ella. “Cada cosa en su lugar”, se
oye decir.
Pero ¿qué pasa cuando realidad e idea no encajan
en nuestro interior? Bueno, sufrimos, nos desilusionamos, nos quejamos,
criticamos y, en el peor de los casos, dañamos a los demás porque los corazones cerrados provocan corazones rotos.
Por eso es
que debemos cultivar otro modo de relacionarnos con el cambio. Un modo que nos
lleve más a desear comprender con
confianza la realidad que a ajusticiarla, ordenarla o condenarla. Un modo que
nos enseñe a valorar la posibilidad en el otro más que lo imposible. Un
modo que nos ayude a tratarnos a nosotros mismos como seres en proceso, en camino,
aprendiendo continuamente junto a otros seres humanos que andan en las mismas. Difícil si hemos sido defraudados en la
confianza. Pero más difícil es vivir sin confiar, ¡imposible diría!
Abrirse
¿Cómo darle paso en nuestra vida a procesos de apertura mental? Lo primero
es quitarse del centro, porque el problema de la cerrazón es creer que hay una
única forma estática de comprender las cosas y es la propia. Y si hay otras,
bueno, están más bien cerca de lo que yo pienso. Sin embargo, las que están
diametralmente opuestas a mi visión del mundo, son por completo erróneas,
equivocadas, malas. Las cuestiones de moral, religión y política, por ejemplo,
delatan este proceso con mayor claridad.
Cuando esto
pasa el mal espíritu nos ubica en un
esquema infantil que no ya queda bien para personas en vías de maduración. El famoso
esquema de ‘buenos y malos’. Como en las caricaturas, o en las novelas mágicas,
o en las películas de plástico. Entonces
los que piensan como los de mi círculo son buenos, el resto, sospechosos.
Evidentemente
aquí traicionamos la complejidad de la realidad humana que siempre me dice que los hombres somos una paradoja, es decir,
una convivencia de contradicciones interiores irresueltas en vías de
construcción de lo que somos. Pero, como estamos educados en el juicio
claro, recto y distinto de las cosas, sometemos todo a ese esquema, hasta
nuestro propio corazón, entonces caemos en la rigidez, la incomprensión y la
famosa frase: “ley pareja no es rigurosa” o “es un dato objetivo, qué le voy a
hacer”. Olvidamos que es posible
comprender cada cosa en su ser. Sin embargo, si tomamos en cuenta lo
profundo de nuestra intimidad, tenemos
que reconocer que más de uno nos ha aceptado como somos, nos ha comprendido en
nuestro punto de vista, o nos ha dado paso en nuestra contradicción sin
reprocharnos a cada momento que estamos errados, confundidos o desatinados.
He aquí el modo de correrse del centro: aceptando
ser uno más en el concierto de la inmensa realidad del universo, sin querer ser
el centro.
(Nota: si no has tenido la experiencia de sentirte
aceptado como eres, pregúntate si en verdad no estás esperando, selectivamente,
la aceptación de quienes quieres que te acepten, y no de los que te han
aceptado y que quizá no te has animado a conocer).
Por eso el proceso contrario al de la cerrazón es
sólo para valientes y buscadores honestos, los cómodos y perezosos
posiblemente hayan abandonado la reflexión. Consiste en liberarse del miedo a ser arrasado por el cambio. Es dejarle paso a
un cierto vértigo por conocer la otra
perspectiva sin pavor a perder calidad de ser humano. Es animarse a pensar que cambiar no degrada nada de lo
que soy. Es descubrir, en el asomo al otro punto de vista, que la realidad es mucho más grande que lo que
he conocido, que lo que he obtenido con el paso del tiempo, incluso más amplia
que lo que me llevó mucho esfuerzo, sudor y lágrimas. Es comprender que aquello que gané no es bueno porque lo
poseo, sino porque fui capaz de lograrlo simplemente. Es quedarse con el ejercicio dinámico e
incesante de aprender más que con la tranquilidad quieta de lo aprendido.
Es saber que uno puede conseguir un
trofeo, pero que no necesita estar lustrándolo para que no envejezca. Es
sentir con el corazón que lo único
verdaderamente propio es la posibilidad de entregar lo que creemos que nos
pertenece.
En efecto, cuando nos damos cuenta de que en el dar
está la sabiduría, rompemos con el esquema mezquino de los inteligentes que
guardan y acaparan para cuando les haga falta. Pasamos de ser
voluntariosamente ricos y brillantes, para recibir el don de ser pobres y
sabios. Esquema poco apetecible por los hombres que siempre buscamos atrapar,
controlar, acumular y poseer.
Sin embargo,
cuando saboreamos que la generosidad nos
hace libres, ligeros de equipaje y poderosamente amantes de la vida, todo se
revierte. Comenzamos a ver la realidad como un abanico de posibilidades,
como una invitación constante a vivir, a gozar, a disfrutar la lucha. Se nos
abren los ojos y descubrimos al otro en tanto persona como yo, que por ser
diferente no resulta siempre una amenaza. Lo vemos con amor en sus dificultades
y batallas, por eso somos capaces de compasión y de comunión en el dolor.
Cuando nos
abrimos empezamos a percibir el espíritu que revolotea en todo lo creado
dándonos vida, animándolo todo. El
primer signo de apertura es la alegría honda, aquella que viene de adentro como
un regalo de nuestro ser para que podamos contagiar a los que se cerraron al
don de la realidad. Se da que desaparece por completo esa percepción de que
“este mundo no tiene remedio”, o la triste noticia de que es “cada vez peor”. Se nos invierte la lógica barata y
superficial de la prensa cotidiana que nos modela la mirada hacia el error, el mal,
el morbo y la destrucción de la vida del otro. Entonces no necesitamos
andar poniendo rótulos, etiquetas, ni comentarios a lo que los demás o la
realidad son. Nos despojamos y somos,
curiosamente, más ricos, más libres, más autónomos. Aceptamos la realidad como
viene, con menos juicios, al bajarnos del tribunal que nuestro ego desmedido y
caprichoso nos sirve cada día para que estemos en el centro de la escena de
nuestro mundito.
Entonces el Dios de Jesús habla, se manifiesta, aparece. Entonces sí
comenzamos a percibir aquello de que el Espíritu nos hará comprender en lo
interior lo que no comprendemos (Cf.
Jn 16,13). Entonces sí descubrimos por qué Jesús de Nazaret hizo lo que hizo, celebró
lo que celebró, sufrió lo que sufrió, gozó lo que gozó. Porque él se dio
cuenta, en su proceso de ser humano, que el
misterio de su Padre estaba en la realidad para ayudarla a acercarse más y más
a su realidad de Vida plena, amplia, eficazmente feliz. Por eso comenzó a invitar a todos a vivir
esta realidad más ancha, más repleta, más henchida de amor por lo creado.
Y, claro, cómo no sanar a los enfermos, curar a los paralíticos; cómo no
espantar los demonios; cómo no corregir a los equivocados; cómo no abrir los
ojos, destapar los oídos sordos; cómo no romper con lo que ata a los hombres;
cómo no liberar al ser humano de sus propios esquemas esclavizantes; cómo no
luchar por la justicia y la paz de los débiles. En definitiva, cómo no entregar una Vida tan llena de Dios
para que todos sintamos que él nos crea, nos redime, nos libera por medio del
Espíritu del Amor a cada instante, incluso en este mismo momento.
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