viernes, 17 de marzo de 2017

DESCUBRIR MI VOCACIÓN, don y tarea...

Para ayudar a las personas que se sienten inquietas con la pregunta hacia el sacerdocio o la vida religiosa.

Por Emmanuel Sicre, sj

Para muchos creyentes bautizados es un misterio pensar que Dios llame a un servicio particular y exclusivo dejándolo todo para seguir a Jesús y su anuncio del Reino. Resulta curioso contemplar a muchas personas que a lo largo de la historia han respondido a Dios de una manera generosa, amplia, fecunda por el sólo hecho de haberse confiado a aquella experiencia fundacional de una voz que les decía: “sígueme”. ¿Cómo hicieron para descubrir la voluntad de Dios? ¿Cómo se da un llamado tan peculiar?

La vocación de todos
En primer lugar, cabe aclarar que la vocación cristiana es algo universal, no para unos pocos privilegiados, porque es la vocación al amor. En lo más hondo del corazón de todas las personas resuena la voz del Hijo de Dios llamándonos a estar con él como Pueblo suyo, por medio del amor a sí mismo y a los demás, en especial a los más frágiles.
Jesús vino a anunciar con su vida, con sus palabras y sus obras la voluntad de su Padre. Dios quiere convocarnos a todos como hermanos para que vivamos en plenitud nuestra vida y luchemos por un mundo que se parezca cada vez más a su corazón amoroso y justo.

Desde los orígenes
Sin embargo, desde los orígenes del cristianismo las primeras comunidades comenzaron a sentir que el Espíritu conducía a algunos a hacerse cargo de determinadas tareas concretas –ministerios- para poder sostener y expandir comunitariamente la experiencia de Cristo. 
Así lo relatan Pablo y Lucas en sus escritos[1]. Luego, con la constante institucionalización de esas comunidades en los siglos posteriores, comenzaron a surgir necesidades diferentes hasta lleg
ar a la figura del obispo, y del sacerdote ordenado, así como la de la vida religiosa que buscaba de un modo comunitario y regulado seguir a Cristo.
Todo este proceso, hasta llegar a nuestros días, no estuvo exento de dificultades y tentaciones propias de nuestra fragilidad humana, pero tampoco careció del sostén del Buen Dios que Cristo vino a revelar.

Hasta hoy
Actualmente asistimos a un hermoso tiempo en que las comunidades cristianas, sobre todo entre los jóvenes, cada vez más tienden a buscar lo mismo que aquellas primeras comunidades: unidad, caridad, comunión de bienes, conocer más a Jesús, hacerse cargo del hermano, organizar las ayudas, comprometerse en el trabajo, compartir los sufrimientos, orar y celebrar juntos la fe, donar la vida.
Es en el medio de este tipo de comunidades donde emergen las preguntas por una consagración exclusiva a cuidar del tesoro común que hemos recibido en Cristo de una manera particular.[2] Es decir, surgen religiosos y religiosas, consagrados y sacerdotes, que, sintiéndose elegidos para esto, están dispuestos a entregar todas sus energías, sus “riquezas” y su tiempo -como lo hicieron algunos de los discípulos en el Evangelio- por el servicio de los demás, en especial, de aquellos que más sufren y padecen, o que no conocen lo hermoso de una vida transformada por la experiencia de Cristo resucitado.

¿Cómo darse cuenta?
Desde este marco es que nos preguntamos cómo saber si no soy yo quien ha sido llamado para ese servicio. Aquí es donde el discernimiento aparece como la herramienta apropiada con la que se trata de descubrir la voluntad de Dios en la propia vida.
La experiencia de sentirse convocado al servicio exclusivo del Reino de Dios se da, en primer lugar, en la “lectura” de los propios deseos. Es allí donde se fragua la “escucha” de la “voz” de Jesús diciendo “ayúdame, sígueme, ven…”. Entonces, la herramienta del discernimiento se usa para distinguir esas “voces” o invitaciones interiores, que vienen de Jesús, y las “voces” que vienen del lado contrario y que buscan exactamente lo opuesto. Así, con la ayuda de una persona que también practique el discernimiento, se puede ir notando con mayor claridad a qué me siento invitado en mi vida cristiana.
Sin embargo, no es tan sencillo. El discernimiento siempre se hace desde lo que somos; por eso es necesaria una cuota de autoconocimiento para poder reconocer mejor cómo se dan en mí esas insinuaciones tanto de Dios, como del mal espíritu. 

Si tengo la tendencia a ser impulsivo, el mal espíritu potenciará eso para que se tome una decisión sin paciencia. Si soy un poco pasivo, el mal espíritu jugará para que todo se dilate sin arriesgar. Si soy dubitativo, el mal espíritu me hará pensar que nunca podré tomar una decisión porque querré tener ilusoriamente todo bajo control. Si soy autocomplaciente quizá sienta que el llamado sólo es para tapar mis huecos afectivos sin pensar en los demás. Si soy medio narcisista el mal espíritu me hará creer que fui llamado por mis cualidades y que yo puedo sólo con todo, olvidando que la vocación es puro don gratuito. Si soy un poco culpógeno, el mal espíritu me invitará a no perdonarme jamás mis errores. Si soy un poco libidinoso, el mal espíritu buscará el punto débil para demostrarme mi impotencia. Si soy medio terco, el mal espíritu pretenderá rigidizarme para que no escuche. Y el espíritu de Jesús propondrá todo lo contrario: paciencia, fortaleza, libertad, arrojo, perdón, apertura, claridad, humildad, confianza, paz con la posibilidad de ser su servidor.

La vocación consagrada es…
Así, la vocación de consagrarse a Dios surge de un diálogo orante con Jesús resucitado, que sigue actuando en la historia del mundo y de las comunidades que lo buscan en pos del Reino de amor, justicia y paz.
Es una constante búsqueda de rechazar las invitaciones autodestructivas del mal espíritu con la ayuda de un acompañante y de la comunidad, para que se puedan leer mejor los deseos propios danzando con el gran deseo de Dios para mi vida.
Es un contrastar mi humanidad, mis sueños y anhelos más altos con el proyecto de Jesús, para ver y querer el modo peculiar en que estoy siendo invitado a servir a los demás.
Es un diálogo con quienes puedan acoger de manera organizada mi búsqueda y mi deseo de seguir a Jesús para estar con Él, para trabajar con Él, para vivir mi propia cruz sostenido de Él y gozar de su presencia resucitada.







[1] Cf. Por ejemplo: 1 Cor12, 28-30; Rm12, 6-8. Hch1,1ss.
[2] Por eso, en las comunidades donde no se da sino lo contrario: división, mal uso del poder y las riquezas, búsqueda de prestigio y de reconocimiento, individualismo, cerrazón, falta de comprensión, ignorancia de Jesús, dádiva y asistencialismo con los más frágiles, acaparamiento de tareas, rencor y mal genio, clericalismo intransigente, etc., no emergen vocaciones sino adefesios sectarios.

sábado, 11 de marzo de 2017

LA VOCACIÓN ES ALGO NORMAL


Una reflexión sobre la naturalidad con la que Dios llama a las personas de una comunidad para trabajar con él de un modo particular.

Por Emmanuel Sicre, sj

La experiencia del llamado a una vida consagrada a Dios (como sacerdote, religioso o religiosa) en muchas personas surge desde la infancia, resuena en la adolescencia y luego puede prolongarse a lo largo de la vida. La vocación religiosa cristiana está dada por el deseo de entrega a Dios y a los demás en el servicio al estilo de Jesús. Pero, no siempre se tiene la claridad de una vida consagrada o del sacerdocio a primera vista. Entonces, ¿cómo comprender esta realidad tan peculiar?
En primer lugar, es necesario naturalizar este tipo de vocación. Aún existe en muchos imaginarios familiares y sociales –justificados o no-, una figura estereotipada del religioso como alguien "celestial", "angelical", "inmaculado", pero también de todo lo contrario ("perverso", "incompleto", "infeliz", “encerrado”, “bobo”, ...). Ni uno, ni lo otro.
Es natural que en un ambiente donde se reza, o donde existen prácticas religiosas habituales, o donde se pregunta y reflexiona sobre Dios, o donde se sirve a los más frágiles con amor, o donde se da una experiencia trascendente significativa, alguien se sienta más directamente comprometido y atraído, al punto de querer dedicarse sólo a esto de una manera exclusiva.
Es natural que en una comunidad donde hay distintos roles (“carismas”, al decir de San Pablo. Cf. Co12,4ss) se suscite el de la consagración exclusiva. Es natural y sano para la persona de fe hacerse la pregunta por una vida dedicada a Dios y a los hermanos. Por eso, la promoción vocacional puede darse desde la infancia, pero no como una “lavada de cerebro”, sino como un ofrecimiento y un reconocimiento de que Dios llama a algunos de la comunidad para este servicio particular y propio.
Detalle de la última cena en el altar del
juniorado-filosofado de los jesuitas en San Miguel, Argentina. 
A decir verdad, todos estamos llamados a servir a la comunidad desde nuestros dones, así lo podemos ver a lo largo de la historia del cristianismo. Pero el de la consagración, tal y como la conocemos hoy, se comprende como un tipo de vocación que Dios siembra en el seno de nuestros deseos para poder dedicarnos sólo a él en los hermanos como lo hizo Jesús.
En el contexto de nuestra cultura actual donde la crisis de las instituciones pone en marcha mecanismos de sospecha y desconfianza hacia quienes forman parte de una organización; en donde cierta hiperinflación de lo subjetivo desdibuja los contornos claros y distintos de las reglas institucionales para apropiarse de lo que más “me gusta” y abandonar lo otro (esquivarle a la cruz) de manera personalista; en donde las figuras de autoridad han quedado cuestionadas de arriba abajo, la consagración religiosa se ha diversificado bastante.
Hoy, muchos jóvenes y personas adultas también, se sienten consagrados a Dios y a los hermanos, pero, podríamos decir, de manera “no formal”. Entonces, los que se preguntan por la vía formal, es decir, ser sacerdote, religioso, consagrado en una comunidad concreta, se encuentran con la disyuntiva de si “es necesaria tanta formalidad”. “Quizá yo puedo ser pobre, casto y obediente a mi manera”, dicen algunos.
Es cierto, pero lo que se desconoce, quizá por curioso idealismo, es que el hombre está llamado tanto a responder a sus íntimos deseos de servir a Dios en los demás, como a formar comunidad.
Y cuando hay comunidad se dan, al menos, dos momentos: el carismático donde la consolación y la experiencia de Jesús por el llamado aparece de manera fresca y gozosa; y el momento de la institucionalización de lo carismático, donde de forma casi espontánea surgen parámetros que buscan cuidar, proteger y fortalecer la experiencia originaria, sobre todo en los momentos de crisis. Son estas comunidades institucionalizadas con las que el llamado religioso muchas veces entra en conflicto.

Ante esto, es necesario dar el paso de aceptar que la realidad humana es más ambigua, más contradictoria y paradójica de lo que desearíamos. La honestidad para con el llamado se tiene que dar en todos los contextos. Por eso, la lucha por instituciones que cuiden y fortalezcan la fecundidad de las personas nunca será poca, si tenemos en cuenta que el más contundente crítico de la religión es el mismo que nos llama: Jesucristo. Fue él quien puso en el centro del corazón de los hombres al Buen Dios para darnos vida abundante (Jn10-10), a la vez que nos puso para siempre en el corazón misericordioso del Padre para que ya nada pueda separarnos de él (Rm8,35ss).