¿Cómo contribuyen
la lectura y las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, en una
elaboración teológica integral (viva)?
“Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre,
sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas
de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del
mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos
ha concedido”.
1Cor 2,10-12
Si asumimos con realismo que “la
Escritura debe ser el alma de la teología» (Dei Verbum, 24), hay que preguntarse, entonces, ¿qué es
para nosotros la Escritura? De modo tal que se pueda responder luego a la pregunta
por el tipo de teología –búsqueda de Dios- que se deriva como consecuencia. En
este sentido, se hace necesario plantearse la relación que establecemos en el
acto de recepción del texto. Es decir, ¿cómo leemos/oímos (recibimos) la
Escritura? Entonces, estos tres pilares son esenciales si se quiere profundizar
en el significado profundo de la Escritura: el texto sagrado y su mundo, el
creyente que interactúa con él, y lo que provoca el encuentro de ambos.
Por el
contrario, evadir la responsabilidad de tomar en serio preguntas como estas
deviene en situaciones lamentables. En efecto, si la Escritura es concebida
como una “pieza de museo” dará una “teología de anaquel”. Si es asumida como
“libro incuestionable” derivará en una “teología fundamentalista”. Si es un
“libro de historia” provocará una “sociología de la religión”. Si resulta un “libro
de recetas morales” dará una “teología de manual”. Si es una obra de
“literatura fantástica” generará una “teología ficción”. El listado podría
continuar. Pero, en definitiva, si la Escritura es tomada como un “libro
muerto” solo habrá razones para una “teología muerta”[1].
Sin
embargo, podríamos invertir la cuestión y preguntarnos: ¿Cómo deberíamos
concebir la Escritura si queremos elaborar una teología viva? Es decir, ¿qué
clase de lectura deberíamos hacer del Antiguo y del Nuevo Testamento para que
la teología no se nos desgrane en mil especificidades inconexas que pierden su
relación vital con el hombre? ¿No será acaso necesario hacer una teología del
Dios vivo –parafraseando a Ireneo- para que el hombre viva?
En primer
lugar, debemos comprender que la Escritura es Palabra de Dios revelada a los
hombres. Asentarse en el binomio revelación-fe implica, por ende, asumir el
texto bíblico en su conjunto como una comunicación incompleta de Dios al hombre
hasta que lo veamos cara a cara (Cf. 1Cor 13). Y de la misma manera en
que dicha dinámica de la revelación se debe comprender históricamente en su
integralidad, no debe ser de otra forma la inteligencia que tengamos del hombre
porque, justamente, la Palabra se hizo hombre. Entonces, para aproximarnos a la
Palabra de Dios, hay que asomarse al misterio del hombre. Y lograr una teología
viva que integre las distintas dimensiones de la existencia humana.
Esto nos
lleva, en segundo lugar, a la necesidad de afirmarnos en una antropología que
contemple al hombre todo en sus vínculos consigo mismo y con el mundo, con la
cultura, la sociedad que constituye con otros seres humanos a través de sus
acciones, y con la espaciotemporalidad que le brinda una existencia concreta en
un lugar y en un tiempo también concretos de la historia de todos los hombres.
Toda esta realidad amalgamada que es el hombre está en relación con Dios que
comparte esta suerte al abajarse y ser uno más.
A su vez,
en tercer lugar, si no se prescinde de esta complejidad que es el ser humano en
relación con Dios, se podrá caer en la cuenta de que el texto de la Palabra
revelada comporta también, no sólo al hombre, sino al misterio de Dios
encarnado en la historia. Por eso, el Texto Sagrado será realmente tal si le
concedemos a los hombres que nos lo transmitieron comprenderlos en su contexto
histórico de producción. Es decir, en su vivencia personal y social de la
Palabra viva.
Por lo
tanto, la aproximación a la Escritura que lleve a una teología viva es la
lectura viva (orante/integrante) de la Escritura. Esto significa, entonces, discernir
en las palabras humanas la Palabra de Dios dicha encarnadamente. A su vez, no
habrá teología viva si no se logra hacer el ejercicio de tránsito que lleve de
un mundo (la cultura mediterránea del siglo I d.C., por ejemplo) a otro (la cultura
latinoamericana del siglo XXI) en la pesquisa del Espíritu de la Palabra.
Conduce
esto, por otra parte, al hecho de que la pluralidad de contextos antiguos en
relación con la multiplicidad de contextos actuales no dará una teología, sino
lo que siempre hubo desde el origen: teologías. Es decir, modos imperfectos de buscar
comprender el misterio de Dios. En efecto, la pretensión de una teología de
discurso único fantasea con la posibilidad de una única lectura, un único
autor, una única experiencia, un único receptor, un único mundo, etc.,
inexistentes salvo por la fuerza y la violencia.
Finalmente,
cabe preguntarse, ¿qué será lo que reúna la multiplicidad de lecturas en un
horizonte de interpretación posible, coherente y vitalmente fiel a la Escritura?
A lo que cabe responder: la acción del Espíritu. Pero, ¿cómo identificar en el
corazón del creyente la dirección en la que el Espíritu lleva a buen puerto las
hermenéuticas de la Palabra?
Para la
cosmovisión cristiana el único norte es el de la Palabra encarnada en el mundo que
asume en la persona de Cristo toda su plenitud. Por ello, para seguir la
dirección del Espíritu de la Palabra hay que contemplar con los ojos abiertos
sus acciones y mensajes que, leídos desde su propio contexto, darán un zumo de
comprensión, una norma proporcional de interpretación a discernir, que
iluminará nuestro contexto. ¿Para qué? para que el Espíritu, encarnándose
nuevamente, pueda ser percibido por sus efectos en toda la creación y en la
vida de cada hombre que lo anhela (Cf. Rm 8, 22-23).
[1] “La escritura tampoco es
autoreferencial, pues apunta más allá de sí misma hacia la realidad de Dios. La
capacidad de interpretar esa realidad consiste en 'adentrase en el extraño
nuevo mundo de la Biblia'. no se trata de la construcción de un sistema
simbólico de cuyo mundo ficticio el lector es invitado a participar, sino de la
entrada de la Palabra de Dios en nuestro tiempo y espacio. La tarea de la
teología es, por consiguiente, no meramente descriptiva, sino que conlleva una Sachkritik exigida por el testimonio de
esta realidad. [...] Si la norma no es Jesucristo, sino diversos criterios
culturales, el resultado de la teología bíblica no es sino un desastre sin
paliativos”. (CHILDS, Brevard S. Teología
bíblica del AT y del NT. Salamanca: Sígueme. 2011, 727).
Si Dios es el Dios de la vida, la palabra que viene de Él, solo es auténtica si da vida, si nos mueve a dar vida en su totalidad
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