miércoles, 24 de junio de 2015

CUANDO UNO ORA...

“Yo dije: ¡‘Aquí estoy, aquí estoy!’”
Is 65, 1

por Emmanuel Sicre, sj


Cuando uno ora goza de una pobreza inusitada. La desnudez es total. Y por mucho que se cubra tarde o temprano queda desvelado. Orar es de esas experiencias que no se pueden explicar totalmente, sólo hay que tomar coraje, paciencia y entrar en la embajada de Dios en el propio interior.

Una vez que aceptamos el generoso ofrecimiento de asomarnos a lo inefable del Misterio, conducidos por la búsqueda, habitamos la relación que tenemos con él. Entramos en su Carpa. Muchas veces decimos que es necesario profundizar nuestra relación con Dios, pero cuando el deseo se convierte en realidad, es decir, ingresamos y nos dejamos misionar, todo se vuelve más complejo por su simplicidad. Lo más genuino de dicha experiencia es perder el control de casi todo. Nuestro ser se confunde con el ser de Dios. Entonces, no podemos sujetar los pensamientos, la imaginación desacatada va y viene, las emociones aparecen sin distinción, los discursos a veces son monólogo, otras, diálogo, los sentimientos son conocidos pero se mezclan con la novedad del momento, la cabeza comienza a querer llevar la situación tomando distancia, pero no alcanza. Nada parece muy claro. Y sin embargo, cuando permanecemos allí (y no cedemos) la presencia invisible de Dios resulta de alguna manera u otra. Algo comienza a tomar forma. Encontramos, por pura gracia, la punta del ovillo y se comienza a tejer con las agujas del alma la relación con Dios. Se da que estamos con Él. Habitamos con Él el aquí de un mismo espacio que es un no-espacio (lo infinito) y discurrimos el ahora de un tiempo que es también un no-tiempo (lo eterno). Emerge desde nosotros el Cristo interior que, con los remos del Espíritu, nos lleva al Padre para asemejarnos más y más a Él.  
Como toda relación se construye de a dos. Pero no en un cálculo retributivo de cincuenta y cincuenta. Con el Dios de Jesús, todo es ciento por ciento. Su cien y mi pobre cien, siempre rescatado por Él. Así es como la relación de ambos transita por escenarios diversos. Como cuando viajamos con un amigo. Sucede que este particular amigo es el que debe llevar el mapa porque conoce la cartografía de mi código psico-espiritual mejor que yo. Hay que dejarse guiar, no queda otra. Eso cuesta, y hasta duele. No hay costumbre. Pero su ternura deviene una brújula certera. Para relatar este periplo no hay palabras adecuadas. Unas veces uno migra desesperado buscando refugio, otras es un peregrino pacífico, otras un niño temeroso, y hasta un fanfarrón engreído. Lo cierto es que si Él direcciona el timón la cosa avanza.
Entonces la gratuidad, acunada por el silencio, se hace alabanza. Me explico.
En verdad no hay un porqué al acercamiento de Dios a la conciencia de nuestra vida, no hay un porqué nos ama tanto, no hay un porqué lo deseamos, ni siquiera hay una razón convincente para que estemos buscándonos de este modo. Es porque sí. Se da y listo. Una vez tocados por el aguijón del Misterio quedamos prendados, como seducidos. Es cierto que podemos rechazarlo. Sí, hasta ahí llega la gratuidad, pero ya no se puede ser más inocente. Hemos perdido la ‘virginidad espiritual’ para comenzar a dejarnos fecundar por el don de Dios. Hemos advertido lo Otro que nos desarma el círculo de nuestra mirada egoísta hacia nosotros mismos y nuestros intereses mezquinos, y nos conecta con aquello que da la vida: el encuentro con el otro.
De allí florecen todas las cosas positivas que podremos hacer en nuestra vida. De allí brotan las palabras, los versos, las rimas, las imágenes, los íconos. De allí salen los recuerdos, la memoria, el reconocimiento. De allí surgen cada uno de los deseos arrolladores por cambiar el mundo. De allí germinan la paciencia, la pequeñez, el perdón, la compasión y la alegría. De allí la fuerza para luchar. De allí viene, también, el silencio. Sin él no somos nada. Él es la cuna de la palabra, pero también la madre, el alimento, la sintonía de la música de Dios, el cincel con el que el Carpintero talla su rostro en nuestra madera. El silencio aprendido de lo natural nos humaniza de tal modo que somos capaces de dirigir nuestra mirada a las geografías interiores de nuestro cuerpo, para que el Cartógrafo Jesús haga el milagro de transformarnos. El silencio es como una partera que nos ayuda a dar el grito de bienvenida a la Vida verdadera. Por eso repito: sin silencio no somos nada.


Y cuando algo de esto sucede, llega, como donada de lo más alto y desde lo más hondo, la alabanza. No hay cómo no alabar, dar gracias, dejarse admirar por el don de lo que somos, de lo que hemos recibido, de lo que deseamos hacer por los demás. Allí descubrimos que el amor lo atraviesa todo, lo conecta y lo armoniza todo, y al caer en la cuenta, reverencia, canta, adora.