Reflexión sobre la
NO-violencia desde una perspectiva cristiana
Por Emmanuel
Sicre, sj
“Esforzarse por llegar a ser de manera que
podamos ser no violentos.”
Simone
Weil
No es una novedad que
estamos en guerra. Inclusive los que no la sufrimos de cerca y tenemos tiempo
para escribir sobre la guerra y la violencia. Mientras sea el hombre contra el
hombre, todos estamos en guerra directa o indirectamente. ¿Por qué?
Porque, en principio, no vivir estado de guerra no significa no
ser afectado por ella. Los recursos humanos y las fuerzas morales, los
recursos económicos y naturales que la guerra devora son hipotecas que
pagaremos tarde o temprano.
Porque la lógica mediática a la que asistimos nos hace partícipes y cómplices
de las dinámicas de violencia instituidas como una cotidianidad descarada. Cada
vez que cedemos al impulso de los medios masivos de comunicación a tocar la
muerte injusta con los ojos y los oídos, nuestra sensibilidad, amarrada a lo
que pensamos, se va transformando más y más en una piedra que luego lanzaremos
contra el otro, contra la masa, y, en definitiva, contra nosotros mismos.
Porque mientras la paz no sea posible para todos, no podremos llamarle paz en
serio. Pero ¿de cuál paz seremos dignos los seres humanos? ¿Qué paz nos
conviene desear?
UNA PAZ SIN GUERRA
JUSTA
Debemos apelar a una moralidad que vaya más allá de la
legítima defensa.[1]
Esto implica un cambio de mentalidad desde la temprana edad donde nadie
entienda que otro debe ser violentado en su dignidad por una causa que lo hace,
en apariencia, merecerla. Es necesario, como dice Simone Weil: “Esforzarse por
sustituir cada vez más en el mundo la violencia por la no violencia eficaz.”[2] Quizá pueda comprenderse
esto como un quietismo falso que se conforma con “no hacer el mal”, pero que
tampoco hace el bien. En este sentido, podríamos decir que la
abstención también resulta una forma de violencia porque no disminuye la
no-violencia.
Esto conlleva una formación
voluntariosa, disciplinada y programática para llegar a ser no-violentos. Pero,
¿cómo romper inercias que violentan al
ser humano desde el inicio de su vida con prácticas, incluso inconscientes,
como jugar a la guerra, divertirse con la muerte del “malo”, ceder al impulso del bulliyng y
callar ante la injusticia? ¿Cómo pensar la vida
sin violencia? Preguntas como estas nos conducen de lleno a reflexionar,
entonces: ¿qué es la violencia? Y más ¿es posible la no-violencia? De ser así, ¿qué destino tienen las incontenibles negociaciones interiores
con las que lidiamos para no dañar y no hacernos daño? ¿Acaso la fuerza de la ira envuelta en la violencia podrá tener otra
dirección que no sea la de volcarla sobre el otro? Creo que sí, hay
testimonios de mártires de la no-violencia que supieron usar la fuerza, no para
ejercerla en contra de los demás, sino para resistir y transformar la realidad.
UNA PAZ QUE TENGA EL
ROSTRO DEL OTRO
La única forma posible de que la no-violencia sea un estilo de
vida personal y social es que el otro no sea una amenaza. Cuestión “imposible” para el ser humano. Y
justamente, por ser un
imposible, las reacciones ante él pueden entrar en dos planos contrapuestos: el plano de la utopía esperanzadora o el
escepticismo burlón. He aquí la elección personal de la conciencia
desde la que ejercemos éticamente nuestro lugar en el mundo. Es decir, buscando
caminar hacia el horizonte de la utopía en el proceso de nuestra vida, o
dejándonos embargar por un escepticismo autocondenatorio que no conoce sino la
violencia atmosférica de la que no se está dispuesto a salir.
¿Cómo relacionarnos con esfuerzo por ser no-violentos con el
otro? Considerándolo como
uno mismo o como uno de la familia.[3] El problema yace
muchas veces en que no nos es posible amarnos ni a nosotros mismos, y mucho menos
evitar la violencia incluso con los que amamos al interior de nuestra familia. Pareciera impregnado en nuestro ADN el hecho de rechazar al otro. Por eso,
es necesaria una
pedagogía del amor propio que libere al hombre de ser una amenaza para sí
mismo, y lo abra a la salvación que le viene desde el rostro del otro.
UNA PAZ HIJA DE LA
JUSTICIA CRISTIANA QUE NO EVITA EL CONFLICTO
Que alguien merezca
un castigo por sus acciones no supone que el castigo sea una violencia contra su dignidad
de persona humana. Aunque
sea lo que le deseamos, e incluso, sea emocionalmente legítimo (sí, solo emocionalmente).
Desde niños sabemos
que los procesos de conciencia que cambian las actitudes positivamente en la
vida, no son los que revirtieron acciones por el ejercicio de la violencia
sistemática proyectada en el castigo, sino la
constante paciencia y amor con el que fuimos corregidos por quienes nos aman. Sin
embargo, cabe la pregunta ¿necesitamos
una dosis de violencia para reaccionar a veces? No, porque la violencia es una construcción social que atenta contra la
dignidad. Que nos hagan reaccionar no
implica la violencia. Si no esto podría justificar el golpe y la violencia
doméstica, nidos para un sentimiento de odio que crecerá con el tiempo y será
motivo de una violencia aún mayor.
La guerra no es una necesidad justificable, es una negociación
mal llevada por el odio y el fracaso encubierto del propio ego que no asume su
fragilidad.
Por eso, educar para la paz es formar en
la autopercepción de las propias fragilidades, de los conflictos con la historia y la
integración del fracaso como verdadera capitalización del error para vivir
mejor.
Por otra parte, el mero concepto de
justicia retributiva donde a cada uno le corresponde lo que merece, está en la
Biblia, pero no es de Cristo. Él invirtió esta concepción de raíz. En
efecto, hacer justicia como Cristo es: darle a cada uno la posibilidad de trabajar
sobre sus propias heridas para que sanen y vuelva a sentir que está en casa con
la ayuda de Dios en sus hermanos. (Cosa que el sistema educativo vigente
está muy lejos de plantearse todavía).
Y esto es ser
injustos: negarle al otro la
oportunidad de aceptar y transformar su dolor y su fracaso, condenándolo a la
marginación y la exclusión. Por eso la ley del talión aún sigue enquistada
como una aguja en nuestra corteza cerebral, porque queremos que la justicia castigue, haga pagar, rompa en el agresor lo
mismo o más de lo que él rompió, queremos que sufra lo que hizo sufrir, que le
duela y ahí quizá pueda entender lo que hizo. Si el castigo en verdad
provocara nuevas conductas pacificadoras, ¿por
qué, dados los índices de violencia cotidiana, hasta ahora no funcionan los
sistemas de penalización judicial?
La cuestión es mucho más problemática porque la punición no está enfocada
en la reorientación de la vida del otro hacia el valor, sino hacia la
autopreservación de los que se creen justos, y que poco les interesa saber si
su agresor cuenta con las posibilidades para redescubrir su propia dignidad.
¿Por qué habría de interesarle? Porque es otro como él, y porque debería ser
más consciente de las violencias silenciosas (económica, psicológica,
estructural, laboral, moral, religiosa, …) que se ejerce a sí mismo y a los
demás por el sólo hecho de vivir en la guerra en la que estamos insertos todos
sin excepción.
UNA PAZ QUE SEA LA
CONFIRMACIÓN ESPIRITUAL DE UNA ACCIÓN DISCERNIDA
Lo que un cristiano espera
en su encuentro con Jesucristo es al menos conocerlo para ser un poco más como
él. Pero ¿cómo sabe el cristiano que sus
acciones, fruto de su corazón sincero en la búsqueda del bien, pero atento a
las tentaciones del mal espíritu, van encaminadas a parecerse a Jesucristo?
Lejos de una imitación
ciega de Jesús que lleve a la despersonalización, el cristiano en su proceso de
crecimiento necesita ciertas seguridades para avanzar. La espiritualidad
ignaciana ha intentado hacer un aporte en este camino a través del
discernimiento de espíritus. En el proceso de los Ejercicios Espirituales, donde se pretende “buscar y hallar la
voluntad de Dios”, el signo claro de que
están en sintonía mi deseo más profundo con el deseo de Dios para mi vida es la
paz. Se trata de una paz que confirma
ese discernimiento hecho de diálogo, silencio, paciencia, cruz, honestidad y
docilidad a la voz de Dios en el propio corazón.
Y esta paz que confirma
nuestra misión en el mundo, si viene del Dios de Jesús, es profética, incómoda y reconciliatoria. Por eso, el cristiano no está
cómodo en el mundo mientras no se parezca al Reino que le oyó anunciar a Jesús
en su Palabra y en su corazón. De ahí la expresión de Jesús sobre las
contradicciones que provocaba su mensaje de amor: “No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a
traer la paz, sino la espada”. (Mt 10,34).
En efecto, si deseamos una “paz estable y
duradera” para nuestra “Casa Común” deberá ser fruto de la justicia
misericordiosa del Reino, del asumir el conflicto, del no justificar la guerra
como necesidad, y deberá tener como norte convivir con el rostro de Cristo en
los demás. Entonces, sí habrá una paz digna de cada uno de nosotros.
[1] Recomiendo la lectura de: Jiménez
Rodriguez, Manuel José. Teología de paz.
Aporte a la transformación misionera de la Iglesia. Bogotá: PPC. 2016.
[2] Weil, La gravedad y la gracia, Madrid: Trotta, 1994, 125.
[3] Mi “hermano asesino”, mi “padre
violador”, mi “hijo ladrón”, mi “prima golpeadora”, mi “tío estafador”, mi
“suegra manipuladora”, mi “mamá narco”.
Excelente Emma, aquí están las ideas principales de las clases que doy yo en un semestre!!
ResponderEliminarjajajajjaa, me alegro tanto hermano!!! Eso es lo lindo de conversar con vos y de lo que vamos recibiendo en esta gran experiencia colombiana. Abrazo y gracias por el comentario!
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