miércoles, 27 de agosto de 2014

Amanece, ladra, muere...


 
Amanece
y ya está ladrando.

Al despertar mis ojos sólo figuran un mate reposando humeante al borde de mi mesa de luz. Ella, la luz, encendida. Desperezarse puede ser todo un arrebato de la voluntad o una inconciencia de la mañana. El sol aun no aparece por la ventana y una luz de la ciudad hace eco en las puertas del placard.
Descubrí, ingenuamente, no hace mucho tiempo que el primero de los sentidos que se despierta es el oído y con él el sexto oriental, la mente. Todas las mañanas irreversiblemente ella ladra. Es un aullido monótono atormentante continuo (más, más, más) aturdidor que cesa sólo por pequeños tiempos. La posición del hocico siempre hacia arriba, según lo testimonia el naranjo del fondo, me da la pauta de una espera, triste, obviamente.
Varias veces me he asomado a verla. Es algo parecido a un oso, pero de menor tamaño. Tiene algo de águila, pero no se le parece en nada. Mide menos de un metro y ladra en círculo como si quisiera tomar la cola entre sus dientes, pero sin querer hacerlo porque le impediría cumplir su anunciado ladrido. Cuenta con dos amigas impávidas e indolentes a su lado que no hacen más que virar, muy de vez en cuando, su cabeza y esbozar un gesto que pareciera decir “qué mierda te pasa”.

Amanece
y ya está ladrando.

Imaginé muchas formas de asesinarla que sin duda se hicieron realidad salvo una de ellas por vez, pero sin que hubiese una anterior.
Tomé una soga que envolvía su tórax la atraje hacia la medianera y le inyecté, progresivamente, un fármaco que la haría morir de a poco. Escuché sus ladridos cada vez más pausados hasta que sus ojos se cerraron y la respiración se le voló.
Algo más metafísico fue poner burletes a las ventas de mi habitación para acallar su ladrido y matarla de una manera menos escandalosa y “sacrificial”.
Cuando tomé el arma con el frenesí que la desesperación impone, descubrí un instinto asesino imposible de eludir y que me pertenecía. Sobre una silla plástica y en puntas de pie apunté a su cabeza erradamente y dile en la pata trasera. Su imposibilidad para moverse me permitió arremeter con éxito nuevamente. La sangre parecía brotar del suelo mismo haciéndola parte de una tina colorada arraigada en la tierra mal cuidada y llena de escombros. Con felicidad tórrida, bajé de la silla.
Varias veces osé tirarle con piedras. Y creer que callaba apaciguaba mi ánimo. Pero la idea que más me consoló fue la de alimentarle el buche con algo venenoso. Tiré un pedazo de pan, una albóndiga, etc.

Amanece
y ya está ladrando.
“Ése es mi mal. Soñar.” (R. Darío)
Era en un amanecer nubloso que hizo al sol salir sólo en una franja de 10 cm. que destellaba en el horizonte como una pátina mal dada, cuando la vi asomarse vestida de negro. Su hocico destilaba no sé que aire pestilente y oscuro. Sus amigas la acompañaban como un séquito único que inundaba el fondo del frío azabache de una mañana de invierno sin luz.  Primero, sus ladridos a lo lejos terminaban la escena; luego, cada vez más aturdidores se lanzaron a mis oídos anunciando una patética imposibilidad de movimiento. La miraba como se mira caer una tonelada de alquitrán sobre sí, como si al acercarse más y más a mí me diera la pauta de que ella era quien emitiría el último sonido (cabe aclarar que mis gritos también fueron escuchados por ella). Competíamos con charlatanismo maquinal y no dejábamos de insultarnos uno al otro, ella en su fraseología canina y yo, pobre, en un lenguaje burdo, soez, pero vasto, “perra mal cogida”…, “la puta que te parió”…, “me cansaste, la concha de tu madre”…

Amanece
y ya está ladrando.

Hoy la vi detrás de las rejas verdes que la separan del contacto “social” y la ponen en una especie de receptáculo arreglado para incomodar a todo ser que permanezca cerca de ella. Me “habló”. Sus amigas también. Con sigilo levanté nuevamente la cabeza. La miré. La contemplé de arriba abajo en sus quejumbrosos movimientos. Y con la paciencia que no me caracteriza la desprecié como si se tratara de un ser que odio, o, mejor, dicho que me cae antipático. Creí que de mis ojos salían congelados y destellantes chispazos de aborrecimiento, de rencor, de animadversión que se le incrustaban en los suyos y la hacían sufrir lo que sus ladridos a mí en la mañana temprano.

Me retiré con calma del lugar. Como si con este gesto lírico la hubiese echo pedazos. Esta noche soñaré que habrá de venir, pero esta vez, vestida de toronja y con su lengua colorada lamerá mis mejillas diciendo “perdón”, “sólo son ladridos que esperan una respuesta”. Yo acariciaré su lomo y recibiré su arrepentimiento como un premio a mi ojeriza. 

1 comentario:

  1. Quien no quiso alguna vez matar a un perro, o pajaro imprudente que interrumpe el merecido descanso!!!!

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