Para ayudar a las personas que se sienten inquietas con la
pregunta hacia el sacerdocio o la vida religiosa.
Por Emmanuel Sicre, sj
Para muchos creyentes bautizados es un misterio pensar que Dios
llame a un servicio particular y exclusivo dejándolo todo para seguir a Jesús y
su anuncio del Reino. Resulta curioso contemplar a muchas personas que a lo
largo de la historia han respondido a Dios de una manera generosa, amplia,
fecunda por el sólo hecho de haberse confiado a aquella experiencia fundacional
de una voz que les decía: “sígueme”. ¿Cómo
hicieron para descubrir la voluntad de Dios? ¿Cómo se da un llamado tan
peculiar?
La vocación de todos
En primer lugar, cabe aclarar que la vocación cristiana es algo
universal, no para unos pocos privilegiados, porque es la vocación al amor. En
lo más hondo del corazón de todas las personas resuena la voz del Hijo de Dios
llamándonos a estar con él como Pueblo suyo, por medio del amor a sí mismo y a
los demás, en especial a los más frágiles.
Jesús vino a anunciar con su vida, con sus palabras y sus obras la
voluntad de su Padre. Dios quiere convocarnos a todos como hermanos para que
vivamos en plenitud nuestra vida y luchemos por un mundo que se parezca cada
vez más a su corazón amoroso y justo.
Desde los orígenes
Sin embargo, desde los orígenes del cristianismo las primeras
comunidades comenzaron a sentir que el Espíritu conducía a algunos a hacerse cargo
de determinadas tareas concretas –ministerios- para poder sostener y expandir comunitariamente
la experiencia de Cristo.
Así lo relatan Pablo y Lucas en sus escritos[1]. Luego, con la constante
institucionalización de esas comunidades en los siglos posteriores, comenzaron
a surgir necesidades diferentes hasta lleg
ar a la figura del obispo, y del
sacerdote ordenado, así como la de la vida religiosa que buscaba de un modo
comunitario y regulado seguir a Cristo.
Todo este proceso, hasta llegar a nuestros días, no estuvo
exento de dificultades y tentaciones propias de nuestra fragilidad humana, pero
tampoco careció del sostén del Buen Dios que Cristo vino a revelar.
Hasta hoy
Actualmente asistimos a un hermoso tiempo en que las comunidades
cristianas, sobre todo entre los jóvenes, cada vez más tienden a buscar lo
mismo que aquellas primeras comunidades: unidad,
caridad, comunión de bienes, conocer más a Jesús, hacerse cargo del hermano,
organizar las ayudas, comprometerse en el trabajo, compartir los sufrimientos, orar
y celebrar juntos la fe, donar la vida.
Es en el medio de este tipo de comunidades donde emergen las
preguntas por una consagración exclusiva a cuidar del tesoro común que hemos
recibido en Cristo de una manera particular.[2] Es decir, surgen religiosos
y religiosas, consagrados y sacerdotes, que, sintiéndose elegidos para esto, están
dispuestos a entregar todas sus energías, sus “riquezas” y su tiempo
-como lo hicieron algunos de los discípulos en el Evangelio- por el servicio de
los demás, en especial, de aquellos que más sufren y padecen, o que no conocen
lo hermoso de una vida transformada por la experiencia de Cristo resucitado.
¿Cómo darse cuenta?
Desde este marco es que nos preguntamos cómo saber si no soy yo quien ha sido llamado para ese servicio.
Aquí es donde el discernimiento aparece como la herramienta apropiada con la
que se trata de descubrir la voluntad de Dios en la propia vida.
La experiencia de sentirse convocado al servicio exclusivo del
Reino de Dios se da, en primer lugar, en la
“lectura” de los propios deseos. Es allí donde se fragua la “escucha” de la
“voz” de Jesús diciendo “ayúdame, sígueme, ven…”. Entonces, la herramienta del
discernimiento se usa para distinguir esas “voces” o invitaciones interiores,
que vienen de Jesús, y las “voces” que vienen del lado contrario y que buscan
exactamente lo opuesto. Así, con la ayuda de una persona que también practique
el discernimiento, se puede ir notando con mayor claridad a qué me siento
invitado en mi vida cristiana.
Sin embargo, no es tan sencillo. El discernimiento siempre se hace desde lo que somos; por eso es
necesaria una cuota de autoconocimiento para poder reconocer mejor cómo se dan
en mí esas insinuaciones tanto de Dios, como del mal espíritu.
Si tengo la tendencia a ser impulsivo, el mal espíritu potenciará eso para que se tome una decisión sin paciencia. Si soy un poco pasivo, el mal espíritu jugará para que todo se dilate sin arriesgar. Si soy dubitativo, el mal espíritu me hará pensar que nunca podré tomar una decisión porque querré tener ilusoriamente todo bajo control. Si soy autocomplaciente quizá sienta que el llamado sólo es para tapar mis huecos afectivos sin pensar en los demás. Si soy medio narcisista el mal espíritu me hará creer que fui llamado por mis cualidades y que yo puedo sólo con todo, olvidando que la vocación es puro don gratuito. Si soy un poco culpógeno, el mal espíritu me invitará a no perdonarme jamás mis errores. Si soy un poco libidinoso, el mal espíritu buscará el punto débil para demostrarme mi impotencia. Si soy medio terco, el mal espíritu pretenderá rigidizarme para que no escuche. Y el espíritu de Jesús propondrá todo lo contrario: paciencia, fortaleza, libertad, arrojo, perdón, apertura, claridad, humildad, confianza, paz con la posibilidad de ser su servidor.
La vocación consagrada es…
Así, la vocación de consagrarse a Dios surge de un diálogo orante
con Jesús resucitado, que sigue actuando en la historia del mundo y de las
comunidades que lo buscan en pos del Reino de amor, justicia y paz.
Es una constante búsqueda de rechazar las invitaciones
autodestructivas del mal espíritu con la ayuda de un acompañante y de la comunidad,
para que se puedan leer mejor los deseos propios danzando con el gran deseo de
Dios para mi vida.
Es un contrastar mi humanidad, mis sueños y anhelos más altos
con el proyecto de Jesús, para ver y querer el modo peculiar en que estoy
siendo invitado a servir a los demás.
Es un diálogo con quienes puedan acoger de manera organizada mi
búsqueda y mi deseo de seguir a Jesús para estar con Él, para trabajar con Él,
para vivir mi propia cruz sostenido de Él y gozar de su presencia resucitada.
[2] Por eso, en las
comunidades donde no se da sino lo contrario: división, mal uso del poder y las
riquezas, búsqueda de prestigio y de reconocimiento, individualismo, cerrazón,
falta de comprensión, ignorancia de Jesús, dádiva y asistencialismo con los más
frágiles, acaparamiento de tareas, rencor y mal genio, clericalismo
intransigente, etc., no emergen vocaciones sino adefesios sectarios.
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