Por
Emmanuel Sicre, SJ
La
realidad más loca, más difícil y contracorriente que ofrece el cristianismo es
la posibilidad de un perdón infinito. Frente
a la tendencia natural de todos los seres humanos de condenar para siempre, el
Dios de Jesús ofrece un perdón definitivo. No resulta curioso que sea el
meollo de la fe porque aún es un misterio que nos trae gustos y disgustos. Es
decir, nos cuesta pensar que la persona
que merece el peor de los castigos pueda ser perdonada. No entra dentro de
la lógica de la meritocracia con la que crecemos, vivimos, nos movemos y
existimos, parafraseando a San Pablo.
Los
hombres somos muy poco proclives a perdonarnos, preferimos siempre el rencor y
la venganza, al dar vuelta la página y ofrecer la mano. Así se cumple el viejo
dicho: "Dios persona siempre, el
hombre a veces, y la naturaleza nunca".
Sin
embargo, no podemos negar en nuestra vida que hemos sido perdonados, desde las
pequeñas travesuras de niños, a las andanzas de juventud, y a las más gruesas
de la vida en vías a la madurez. Y,
siguiendo la sensatez aguda del evangelio, a quien mucho ha pecado, mucho se le
perdona.
Eso
sí, resultan sorprendente dos cosas en principio paradójicas. Por un lado, que hemos sido perdonados en silencio muchas,
tantas, incontables veces... Más de las que podemos imaginar. ¡Cuántos
familiares, compañeros de trabajo, amigos, en silencio han preferido
comprendernos ante nuestra fragilidad que condenarnos! Es el perdón invisible.
Por
otro lado, no hay perdón que se dé si no
se pide. Y aquí es donde más nos retobamos. Pedir perdón cuesta porque es
reconocer el error, y en la sociedad del éxito eso es un fracaso. No nos
entrenan para esto salvo contadas excepciones. (Y no hablo de quienes piden
perdón por existir, que es un problema de otro orden). Es el perdón
visible.
La fuente del perdón: el
vínculo
Pero
¿de dónde viene el perdón? ¿Cuál es su vehículo? ¿Cómo fluye? ¿Por dónde
transita su intensidad? Son preguntas que surgen cuando nos atrevemos a pensar
en el perdonar, el perdonarse y el ser perdonados.
En
verdad, lo primero que se puede
constatar es que no hay perdón ni visible ni invisible sin vínculo. Y esto
porque la energía regeneradora del perdón viaja por el canal que nos une a los
demás, a Dios, a lo que hemos recibido en nuestra vida, y a nosotros mismos. Imaginemos, así, el perdón como algo que viaja
por las venas.
Cuando
el corazón reconoce la posibilidad del perdón (tanto de acogerlo como de darlo)
envía una señal al cerebro recordándole su deber de hacerle espacio a este
pensamiento, para que abra las arterias tapadas por las autodefensas y el narcisismo.
Por esto sentimos el recurrente remordimiento sano de que hay algo que obstruye
el vínculo creando un nudo. También
caemos en la cuenta de cuánta distancia puede haber entre el corazón y el
cerebro, entre nuestro cuerpo que pide a gritos liberación y nuestra cabeza
acostumbrada a vivir en la ilusión de controlarlo todo.
La arteria que nos vincula con
el mundo
Cuando
se nos tapa la arteria que nos vincula con el mundo que hemos recibido nos
volvemos un poco déspotas con la creación y nos adueñamos de la naturaleza
pensando que está al servicio de nuestros caprichos. Es el momento cuando no nos duele ver cómo se deteriora el mundo por
causa de nuestras acciones y omisiones.
También
sucede que perdemos la memoria de las
raíces y nos convertimos en un árbol volador. Entonces, nos volvemos
arrogantes y despreciativos con los recuerdos de nuestra historia. Los
olvidamos intencionalmente tratando de que no aparezcan porque nos molestan,
cuestionan o entristecen. Perdemos el
vínculo con el tiempo y el espacio generando una especie de ‘inmunidad
diplomática’ de nuestra conciencia para que nunca visite esas zonas que no
podemos perdonarnos ni dejar que entre el perdón que viene del buen Dios.
Pero
cuando el perdón logra atravesar el vínculo que nos une con la creación, con la
historia y con el espacio que hemos recibido es que nos sentimos bien donde
estamos en ese momento de nuestra vida. El
aquí y el ahora se convierten en un espacio oxigenado y digno de ser habitado.
Sentimos que no necesitamos nada más, que somos felices con lo que tenemos y no
pedimos de más. Reconciliarnos con
nuestra historia herida compuesta de lugares y momentos concretos no borra de
la memoria las páginas oscuras pero las acepta como son con su función providencial
dentro de la trama de nuestra vida, porque nos lleva a comprender que Dios
anduvo caminando con nosotros por allí. Así nos sentimos parte de un todo
mayor y encontramos nuestro lugar en el mundo.
La arteria que nos vincula con
nosotros mismos
La
arteria que nos vincula a lo que somos queda tapada y comienza en nosotros un
proceso de autodestrucción, autoexigencia y desprecio propio. Es el momento ese cuando odiamos nuestro
cuerpo, rechazamos nuestro carácter y sentimos sequedad en nuestro espíritu.
Por eso muchas veces comenzamos a desconocernos y a sentir que no somos los de
siempre, que algo nos ha velado la capacidad de autopercepción, como si se nos
hubiese empañado el espejo. Fruto de muchos estándares no logrados de los
círculos en los que nos movemos, y que hemos introyectado. No es fácil
descubrir que no nos gusta lo que somos. Y
como siempre se nos pega el ser con el hacer, nos cuesta perdonarnos lo que
hacemos, y terminamos identificando que somos lo que hacemos.
Sin
embargo, cuando se nos da la posibilidad de perdonarnos a nosotros mismos lo
que somos, o dejamos que el perdón que viene del Buen Dios mediado en los que
nos rodean avance, comienza un momento
de autoaceptación hermoso. Nos damos cuenta de que al dejar fluir el perdón
se regenera nuestra capacidad de amarnos de verdad, honestamente y sin el falso
sentimiento de autoelogio. Descubrimos
que somos como somos y que eso está bien, más allá de nuestras fragilidades.
Cuando nos perdonamos a nosotros mismos sentimos que somos iguales a los demás
y que los comprendemos mejor en sus flaquezas. Sentir cómo el bálsamo del perdón va reconstituyendo nuestra imagen
hace que descubramos en el fondo de nuestro ser la imagen de Aquél por el que
fuimos creados: Cristo Vivo.
La arteria que nos vincula con
los demás
Esta
arteria es la más compleja de considerar en algunos momentos de nuestra vida
porque por ella circula la energía vital con la que nos movemos en el mundo. Sabemos que nadie vive realmente solo,
porque las relaciones nos constituyen de tal manera como personas, que cuando
alguien queda completamente solo, abandonado o marginado de su red de
relaciones, se le congela su dignidad y muere. A menudo encontramos en
nuestras ciudades personas abandonadas de los demás y de sí mismos tiradas en
la calle. Bueno, ellos viven la realidad de que, sea por los motivos que sean y
que nunca podremos reprochar del todo, se
les destrozó su dignidad y por eso sus condiciones son no humanas. Sólo el vínculo
de un amor paciente, servicial e incondicional que muchas personas solidarias
ofrecen, puede hacer que vuelva a circular la dignidad de un perdón global que
les devuelva la vida y los conecte con su función dentro de la creación. Mientras tanto, están ahí cuestionando nuestra
capacidad social de perdón y amor a los que caminamos por la calle.
Y
en casa, en el trabajo o el estudio nos pasa algo similar. Dejamos que los rencores, los infantilismos y demás inmadureces nos
congelen el vínculo con la persona en conflicto. Es cierto, hay daños que
parecieran irreparables, pero también es verdad que, por el mero capricho de
pensar que eso no puede ser perdonado, vivimos
toda la vida encapsulando el veneno de la posible venganza, o de la
autolamentación, e ingiriendo una cápsula diaria de dolor para no olvidarnos de
que nos han herido. Con esto lo único que logramos es alimentar un cáncer
espiritual que muchas veces se convierte en uno corporal que devine en muerte.
Pero
cuando nos animamos a olvidar que lo importante no es nuestro ego herido, o
nuestra imagen pertrechada, o nuestra omnipotencia infantil frustrada, sino el
vínculo que nos hace dignos seres humanos en relación; todo toma otro color.
Surge en nosotros la alegría de entrar conectar con quienes nos rodean. Florece
la posibilidad de ser uno mismo sabiéndose aceptado de antemano. Se disuelven
los nudos. Transitan las palabras de comprensión y mutua responsabilidad por la
vida. Se respira el aire de la paz social. Se cumple la utopía más radical y
necesaria: amarnos unos a otros.
La arteria que nos vincula con el
Dios de Jesús
Finalmente,
la arteria que algunos pueden pensar es la más importante. Pero me atrevo a
decir que no. Todas están en la misma
línea porque el modo en que nos relacionamos con el mundo, con nosotros mismos
y con los demás es el modo en que nos relacionamos con Dios. Porque somos
nosotros en tanto vinculares los que entramos en contacto con estas cuatro
dimensiones constitutivas de lo que somos. Si alguien destruye la creación, no
puede pensar que con Dios se relacionaría de una forma distinta porque las
creaturas somos la respuesta a su Palabra creadora. Por lo mismo, si alguien
siente odio de sí o a una persona, también odia a Dios porque él habita en cada
uno de los seres humanos. En este
sentido debemos sospechar de aquella relación con Dios que nos hace amarlo cada
vez más a él y menos a los demás. Alguna fuga se está tramando en lo
secreto.
Lo
curioso del perdón que nos llega por esta arteria ligada al Dios de Jesús es
que es un perdón incondicional, infinito y siempre renovable. No se agota. Al ser un don y no una fabricación, de este perdón podemos beber hasta
los últimos segundos de nuestra vida. Porque nuestra condición de seres
frágiles sólo puede ser sostenida por un perdón de estas características.
Entonces, cuando caemos en la cuenta de
la abundancia de amor que viene de esta fuente es que todos los demás vínculos
se alimentan de allí. He aquí la fundamental retroalimentación de nuestras
cuatro dimensiones.
En
efecto, el perdón toca desde estas
cuatro puertas al corazón del la
mujer y el hombre honestos. Desde la creación el perdón llama a
reconciliarnos con el mundo. Desde nosotros mismos el perdón llama para que nos
reconciliemos con lo que somos. Desde los demás el perdón pide permiso para
crear fraternidad. Desde el Dios de Jesús el perdón llama como un médico que
viene a curar las heridas.
Eso
sí, al abrir algunas de estas cuatro puertas debemos tener presente que las
demás estallarán dejando paso a un tiempo de esperanza y gozo que más de una
vez le desearemos a aquellas personas que viven a nuestro alrededor.
Muy de acuerdo con el texto, iluminador, claro, directo. Pido la gracia de poder vivirlo en el día a día. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario! Saludos!
Eliminar¡Que bien me ha venido leer este artículo! Me ha ayudado a recolocarme.
ResponderEliminarMuchísimas gracias Enmanuel.
Muchas gracias y me alegro mucho! Saludos!
EliminarDifícil el perdón en un clima de intolerancia e imposición de ideologías como sucede en nuestros países. El perdón y la fraternidad van unidos muchas gracias un abrazo desde México
ResponderEliminarDios le bendice
Para perdonar, creo que hay que tener un corazón muy grande, es decir amar inclusive al que te dañó, tomar distancia sí, sin dejar de tener misericordia. Qué difícil lo que escribo, pero es así. Es don de Dios y hay que pedírcelo.
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