Observaciones
incompletas sobre los jóvenes que buscan y las instituciones que acogen.
Por Emmanuel
Sicre, sj
Dentro del marco desafiante las transformaciones sociales, del desencanto posmoderno, la crisis de las instituciones y de la representatividad, las repercusiones de la secularización, entre otras cuestiones, constatamos que el número de sacerdotes, religiosos, y religiosas ha disminuido en muchos países del mundo. Para atender a esta problemática se ha comenzado a desplegar una serie de estrategias de atracción de todo tipo, que, en más de una ocasión, deja el sabor amargo de un trabajo un poco frustrante.
Es evidente que el contexto de años en que hubo una “hiperinflación” de vocaciones ha cambiado. Además, quien quiere servir en la Iglesia de manera comprometida encuentra opciones en la actualidad que ya no se reducen solamente al rol del religioso o la religiosa. Los modos son cada vez más diversos. Miles de laicos en el mundo tienen mayores responsabilidades y celo apostólico, que muchos consagrados tanto en el campo social, como educativo, misionero, etc. Queda claro, además, que en una familia numerosa, de las que abundaban antes, que uno se hiciera religioso no era un problema, pero en una familia pequeña como las de ahora, la cuestión se complica. Es cierto también que el mundo secularizado ha golpeado los valores tradicionales de muchas familias llevándolas a desafíos nuevos, y diluyendo la opción religiosa del horizonte. Las propuestas de religiosidades contemporáneas han desdibujado también los contornos de la vocación religiosa o sacerdotal haciéndola algo extraño o estereotipado. Del mismo modo sucede con las idealizaciones de santos inalcanzables que no son atractivas para muchos de los jóvenes de hoy, o que generan un sentimiento de “él sí, pero yo no puedo hacer eso”. No quedan atrás los escándalos de varones y mujeres consagrados de la Iglesia que proyectaron una imagen degenerada de lo que es una persona de Dios, y si hay algo que molesta es descubrir que lo bueno haya devenido en malo. Éstas y otras causas llevan a plantear el tema de la escasez de vocaciones, uno de los puntos más claros de la crisis en la vida religiosa.
¿Será que ya no hay más gente que se pregunte por la vida religiosa o el sacerdocio? ¿Será que no sabemos acogerlas? ¿Será que Dios ya no manda más “operarios a la mies”? ¿Acaso estamos confundidos en la estrategia de atracción? Y si logramos atraer, ¿por qué no perseveran?
Dos niveles para pensar. Por un lado, los que andan en búsqueda de ser sacerdotes o religiosos, religiosas. Y, por otro, aquellas instituciones tales como seminarios, congregaciones, sociedades apostólicas, institutos de vida consagrada que acogen. En fin, las dos caras de la moneda.
QUIENES BUSCAN
Respecto
de los jóvenes que se plantean la vocación es
claro que la pregunta existe. Aquellos que buscan qué hacer de su vida y que,
de alguna manera u otra, han tenido una experiencia positiva con algún sacerdote
o religiosa cuyo estilo de vida desean imitar, se preguntan si eso no es también
para él o ella. “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1,38), ha dicho más de uno. Quizá no
con la determinación de llevarlo a cabo, pero sí como posibilidad. Este cuestionamiento
está directamente conectado con lo profundo
de las aspiraciones del ser humano encarnadas en Jesucristo: el amor, la paz, el altruismo, la solidaridad, la
justicia, la oración, la entrega en el servicio. Deseos que emergen con mayor
fuerza en un espíritu joven (no hablo de edad) y
entusiasmado con la vida. A su vez, estas notas se linkean con la dedicación
a una vida espiritual intensa y fecunda
tal como se encarna en aquellas personas de Dios que alguna vez todos conocimos.
Y claro, el testimonio atrae. A decir verdad
es lo único que sirve para atraer a quien sea hacia Dios. Esto es lo que hizo
Jesús dando testimonio de su Padre: “sólo hablo lo que el Padre me ha enseñado”
(Jn 8,28).
A su vez,
resulta que muchos de los que se plantean la vida sacerdotal o religiosa encuentran una respuesta a sus carencias psicológicas
y afectivas. Pero es cierto también, que a otros tantos les funciona en dirección opuesta, alejándolos, porque
piensan que nunca podrían llegar al ideal que se han diseñado de la vida sacerdotal
o religiosa, y “desoyen” el llamado por creerse incapaces de responder. Quizá dicho ideal sea una defensa a plantearse
más comprometidamente la respuesta positiva, y terminan como el joven rico que
“oyendo esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones” (Lc 18,23).
O quizá tienen que seguir buscando qué modo de servir es aquel que mejor le calza
con eso que el Espíritu les inspira en su vida.
A aquellos
que tienen un deseo de reorientarse, ordenarse
y “volver al camino” después de una vida “licenciosa”, este tipo de opción les viene
al pelo para poder lograrlo. Y lo desean con buena intención. En efecto, las
instituciones de formación muestran estructuras más o menos sólidas que representan
el ideal de aquello que nunca se podría lograr “afuera”. A esto se suma que las agresiones culturales a nuestra sensibilidad
hacen de nosotros personas cada vez más débiles y alienadas. Por lo cual, la
opción de una vida así viene a ser una especie de “refugio” ante las adversidades.
Cuestión que tiene en parte su verdad, pero no es todo.
Si llegan a ingresar a la formación
religiosa comienzan a darse cuenta de que no es cielo, sino también tierra. Esto
es obvio, pero desde afuera no se ve porque
hay un velo que encubre el polo negativo con una especie de “angelización”.
Lo cierto es que la formación en la vida sacerdotal y religiosa convive con los
conflictos, problemas y derroteros propios de toda realidad. No se es “mejor” o
“peor” por estar “adentro”. He aquí una cuestión clave. La vida religiosa no nos hace mejores que los demás, no nos desinfla nuestro
ego irrespetuoso, no nos salva de nuestra miseria. Esto es tarea de Dios. Sólo cuando el religioso o la religiosa se dan
cuenta de que optaron por esto no para ser poderosos, famosos, queridos y superiores,
sino para dar respuestas más allá de las fragilidades, a algo que los mueve con
fuerza arrolladora por dentro en pos de servir, entregarse y amar olvidándose de
sí, es que se queda y resiste con alegría las contingencias del camino que toda
vida tiene. (Aunque también están los que se quedan porque “afuera” no podrían subsistir y se acostumbraron
quizá a vivir de la vida religiosa porque les resulta cómodo).
En cierto
sentido, no es muy distinto lo que sufre
una pareja que se prepara para estar toda la vida juntos, a lo que padece un
religioso que busca entregarse también toda la vida al servicio de Dios en los hermanos.
Es el ser humano que opta, y Dios que acompaña,
sostiene, alienta, fortalece, guía, enseña, trabaja por cada uno de nosotros.
QUIENES ACOGEN
Los responsables
de recibir las inquietudes de miles de jóvenes que se plantean seriamente la vocación
a la vida sacerdotal o religiosa, se encuentran
con un desafío enorme. ¿Cómo ser instrumento
de libertad y no de manipulación? ¿Cómo atraer sin convencer? ¿Cómo allanar
el camino a Dios y no ser obstáculo en la vida del otro? ¿Cómo no anteponer la necesidad de vocaciones al bien de quien busca?
¿Cómo acompañar y no conducir? ¿Cómo decir
no a tiempo?
Asumir
la vida de otra persona en búsqueda es una responsabilidad que requiere siempre
mucha delicadeza y confianza en el Dios de Jesús. Algunos le huyen, otros se desbordan, y hay quienes son más equilibrados.
Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, vemos en quien busca a un persona
que se experimenta atraída por algo que es muy valioso para el acompañante. A decir
verdad, es hermoso darse cuenta de que Dios
llama a alguien a la misma tarea que yo bajo la misma inspiración. Es bello
sentir que Dios sigue trabajando para que haya consagrados y consagradas a él en
este estilo de vida. A los religiosos nos conmueve saber que no estamos solos en
este camino tan apasionante y lleno de desafíos. Pero no resulta fácil acoger.
La gama de instituciones que reciben a quienes
buscan es enorme. De las más rígidas a las más laxas. De las que no
permiten un paso en falso, a las que ceden a cualquier cosa. De las que “psicologizan”
a todos, hasta las que hacen daño a la psicología de las personas por negligentes.
De las que admiten sólo a los mejores, a las que autorizan desesperadamente a quien
toque el timbre. De las que domestican en serie, a las que hacen de sus comunidades
un circo. En medio de estos extremos caricaturizados,
se encuentran las que pretenden hacer las cosas bien, siguiendo la tradición propia
de su carisma y encontrándole la vuelta a las contingencias actuales con valentía.
La complejidad
de la acogida de las vocaciones es seria. Requiere
paciencia, formación y mucho espíritu de discernimiento. Pero más allá de las
actitudes personales que cada uno asuma como parte del testimonio, es necesaria una respuesta más o menos planificada,
progresiva y actualizada. No se puede recibir a alguien bajo unas condiciones
que luego cambian completamente con quien trae unas nuevas. Es decir, el desconcierto
de algunos religiosos ya formados se traslada a tal punto a la vida de los jóvenes
que hacen desistir hasta al más perseverante. Es comprensible, en este sentido,
que muchos sacerdotes, religiosas o religiosos que se formaron bajo el “esquema
de perfección”, y aún perseveran, intenten dar de aquello que recibieron y las actualizaciones
que hacen no alcancen a dar respuestas a los modos en que aparecen los temas humanos
de quienes quieren ser religiosos. Sucede entonces que los parámetros, las normas y juicios con los que se rigen dentro de
las instituciones ya no forman tanto como
antes, sino todo lo contrario: deforman. Es el caso de quien impone reglas automáticamente
(quizá sin mala intención) porque no sabe cómo acercarse con paciencia al conflicto
humano de quien busca y no está libre de equivocaciones. Cuesta entrever qué hacer,
pero al parecer el esquema de “ley pareja no es rigurosa” ya no funciona. De a poco
se percibe cada vez con más y más fuerza que cada persona necesita de su propio método, de su propio proceso que ni ella
misma conoce y hay que descubrir juntos,
como yendo tras de la vida, como ayudándole a nacer. Ésta pareciera ser la tarea
de quien recibe una vocación. Una especie de mayéutica.
Podríamos
pensar con algún grado de acierto que las
instituciones con mayor testimonio de arrojo y valentía son las que más vocaciones
reciben. Esto es relativo si el testimonio está fundado sólo en la voluntad
de sus miembros, o en el color del hábito. En este sentido muchas congragaciones
se esfuerzan por mostrar lo sacrificado de nuestra vida como un polo de atracción
que se aprovecha de psicologías a veces enflaquecidas y que andan buscando soportes
que no pueden encontrar en sí mismas. Esto
configura un problema cuando la cuestión del acompañamiento de la persona no está
previendo su autonomía y la convierte en codependiente en vez de interdependiente.
Pareciera
que la balanza se inclina más hacia la negligencia que hacia la escasez. Si en verdad
confiamos en que Dios envía corazones generosos
para las necesidades de la Iglesia que Él quiere, y experimentamos que no hay vocaciones
sacerdotales ni religiosas, entonces necesitamos discernir qué nos está diciendo
Dios a la luz de los signos de los tiempos. No ser negligentes sería discernir
por dónde nos está llevando el Espíritu de Dios con un corazón libre, preguntarse si lo que hacemos como religiosos
es lo que necesita la Iglesia hoy, arriesgarse
a transformar modelos mentales e institucionales caducos, y confiar en que Dios está guiándonos en la
historia.
No se trata
de no equivocarse, sino de que nuestro testimonio provoque en quien busca la pregunta
fundamental: “¿será que Dios me está llamando
para estar con Él?” O también en nosotros los religiosos (con una mano en el
corazón): ¿la vida que llevamos es digna
de ser imitada? Y, luego, discernir juntos de
cara a Dios: quien busca y quien acoge, como dos peregrinos del Espíritu. Buscadores
que se ayudan mutuamente y se retroalimentan en la búsqueda de Dios, desafiando
las trampas del mal espíritu, sanando las heridas de la historia, reconstruyendo
la autenticidad negada para el servicio de los demás.
Quizá el testimonio que conmueve a los jóvenes
sea aquel que es real, que da cuentas de una vida interior honda, o de
una alegría contagiosa, o de una dedicación auténtica, o de una libertad cuestionante,
o de una cruz llevada con Cristo. Aquel testimonio que se revela en la vida de los
tantos y tantas que están con Jesús y que quieren permanecer con él, aunque sean
frágiles. Aquel testimonio de los discípulos en Tiberíades que “estaban juntos”
y deciden seguir a Pedro cuando dice “voy a pescar” porque tienen ganas de compartir
la vida y los trabajos en la misma barca: “también nosotros vamos contigo”, le dijeron.
Sólo así podremos ser testigos de la bendición abundante del Resucitado que nos
invita a compartir la mesa y la vida. (Ver:
Jn 21, 3)
Los y las jóvenes que están dispuestos a entregar
su vida no se la van a dar a cualquiera que les ofrezca finalmente
un castillo de arena, un hábito que vestir, unas reglas que cumplir, o unas experiencias
de supermercado y una historia gloriosa, no alcanza; si no a aquellos que les enseñen a seguir a Jesús con libertad, generosidad y
arrojo, porque lo ven encarnado en su ser y en el del cuerpo al que pertenecen,
porque buscan que Dios se haga presente en sus vidas tal y como son, porque desean
con todo el corazón servir a los demás sin heroísmos de hojarasca, porque saben
sufrir con los que sufren, llorar con los que lloran, llevar sus cruces con amor,
y alegrarse de esos momentos de Reino que suceden a diario en este mundo herido,
pero profundamente amado por Dios.
Por eso,
más allá de la estrategia, tendríamos que dejar que el Resucitado le pregunte 3
veces a nuestras estructuras institucionales, a nuestras formas de tratarnos de
siempre, a nuestro celo apostólico diario, al nervio de nuestros corazones, a nuestros
votos y promesas, a nuestro sacerdocio, a nuestra promoción vocacional: “¿me amas más que a éstos?” (Jn 21, 15).
El llamado a la vida religiosa sigue siendo un misterio, orar mucho a Dios para que llame a los que ha de llamar (P. Nadal S,J), y los que ya estamos podamos perseverar hasta el último suspiro de Vida, con una mirada siempre puesta en Jesús y amando sin limites. Jhonatan M. nS.J
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario y la lectura, Jhonatan!
EliminarEstoy perfectamente de acuerdo contigo Emmanuel. Gracias por tu reflexión que pone el acento en lo esencial del tema vocacional sin desatender a nuestra realidad contextual.
ResponderEliminarJuanfe, hermano querido, muchas gracias por el comentario y la lectura!!! Abrazo
ResponderEliminarQuerido Tamid, gracias por tu comentario, hermano! y por la lectura! Abrazo
ResponderEliminarQue oportuno comentario! Calan hondo tales cuestión ambientes! Urgen gentes brillantes claras en su interior sólo desde la libertad se puede SER ...asi con mayusculas! Gracias
ResponderEliminarGracias Graciela por tu comentario!!! Saludos
EliminarPerdón. .cuestionamientos
ResponderEliminarSe percibe con más y más fuerza que "cada persona necesita de su propio método, de su propio proceso que ni ella misma conoce y que descubrir juntos ",es como ayudandole a nacer. Esta pareciera ser la tarea de quien recibe una vocación.
ResponderEliminarPara los jóvenes y no tan jóvenes que un dia quisimos seguir a Jesús y dar su vida (laica) es bueno encontrar aquellos que nos enseñan a seguir a Jesús con libertad, generosidad y arrojo porque lo ven encarando en su ser y en el del cuerpo al que pertenecen. Dios se hace presente en sus vida tal como son porque desean servir a los dedemas sin heroísmo de hojarasca porque saben sufrir con el que sufre, llorar con los que lloran llevar sus cruces con amor y alegrarse con esos momentos de Reino que sucede a diario en este mundo herido pero amado por Dios. Gracias Padre Sucre por su reflexión y enseña.
Gracias padre Emanuel Sicre
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