Por Emmanuel Sicre, sj
“Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9)
Es
sabido que la palabra paz, así como amor, felicidad, libertad, entre otras, resultan de una riqueza enorme en
nuestra lengua. Pero pasa en más de una ocasión que las usamos tanto y de
manera tan diversa que nos cuesta precisar su significado. A decir verdad,
también se han vaciado un poco de sentido. Sin embargo, lo más seguro es que la
mayoría de nosotros quiera desde lo más profundo de su ser paz, amor,
felicidad. Y más en estos tiempos donde la paz se ve amenazada por una guerra mundial
a pedacitos, como suele decir el Papa.
Sucede
también que cuando miramos a nuestro alrededor, la realidad quizá no está en
guerra como la que viven innumerables refugiados en el mundo entero, pero sí
sufre ciertos dolores de parto que nos hacen pensar: ¿dónde estará Dios en todo esto? ¿Por qué no se mete para hacernos
la vida más pacífica?
¿Quién
no se habrá sentido decepcionado, o angustiado porque el mundo no se parece ni
un poquito a lo que le gustaría? ¿Quién no ha pedido insistentemente paz para
su familia, para sus seres queridos, para su vida? Necesitamos paz, mucha paz. Pero ¿qué tipo de paz?
Una paz sin rostro
Para
llegar a responder cuándo se da la paz que trae Jesús hay que despejar la
cancha. Es decir, tratar de distinguir a qué le llamamos a menudo paz.
Digamos,
en principio, que hay una paz que buscamos cuando estamos estresados o cansados
del trabajo, o de alguna persona, y queremos que se acabe de una vez por todas.
Sentimiento muy común en esta época del año. En algunos casos llegamos a decir: “déjenme en paz”. Aquí estamos
asociando la paz con la tranquilidad de estar solos y sin preocupaciones por un
momento.
Pero
también sucede que cuando visitamos un lugar silencioso como el cementerio
algunos comentan: “¡qué paz!”. De
hecho, varios de estos sitios suelen usar la palabra paz en sus nombres. Aquí linkeamos la paz con silencio de muerte: “que en paz descanse”, se suele escribir.
Se trata de una paz duradera pero no gozable, porque a esas alturas se acabaron
las posibilidades de preocuparse en esta vida.
Quien
tenga alguna que otra oportunidad o hace un viaje para conectarse con la
naturaleza, o va a uno de estos spa
que tanto abundan últimamente, y se
relaja un poco haciéndose unos mimos a sí mismo. Aquí se relaciona la paz con un producto de consumo, con
algo que podemos adquirir ni bien podamos. Es decir, depende de nosotros pero
dura poco y siempre necesitamos más.
Por
último, está la situación de los que piensan que paz es ausencia de violencia y terminan evadiéndose de los
conflictos que toda realidad lleva adentro ejerciendo otro tipo de violencia
sobre sí mismos y los demás con un permanente:
“todo bien”, “tranquilo, no pasa nada”.
Podríamos
seguir describiendo algunas situaciones más, pero lo importante es que nos
preguntemos: ¿será este el tipo de paz
que nos deseamos en Navidad? ¿Será este el tipo de paz que esperamos que Jesús
traiga con su vida, su muerte y resurrección? ¿No habrá algo más hondo detrás
del “noche de paz, noche de amor”?
Una paz con rostro: el de Cristo
El
mensaje de Jesucristo está íntimamente ligado a la paz y a nuestro deseo de
ella. Es parte central de su enseñanza y del modo que tiene para comunicarnos
el amor del Padre. En efecto, podríamos preguntarnos: ¿qué quiere Dios de la vida del hombre? Y entonces tendremos que
llevar la mirada al rostro de su Hijo. Si contemplamos la vida de Cristo nos
encontraremos con el gran misterio de un hombre-Dios que ha venido a nuestra
historia para revelarnos un proyecto de amor, de justicia y de paz para todos
los hombres de la Tierra sin excepción.
Este
proyecto es el que se encarna en la persona de Jesús de Nazaret. Es lo que él
llama en los Evangelios el Reino de Dios.
Por eso, cuando tiempo después de la Pascua, Lucas cuenta la historia del Nacimiento
del Mesías a su comunidad, los ángeles
cantan: “Gloria a Dios en las alturas y
en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14) y los pastores “se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído
y visto” (Lc 2,20); María canta
el atrevido Magníficat que dice: “derribó
del trono a los poderosos, y elevó a los humildes, a los hambrientos colmó de
bienes y a los ricos los despidió con las manos vacías” (Lc 1,52ss). A
decir verdad, todos cantan y alaban de felicidad: Isabel (Lc 1,42: “y exclamó a
los gritos: “bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre…”), Zacarías (Lc 1, 68: “y tú, Niño… guiarás nuestros pasos por el
camino de la paz”), Simeón (Lc
2, 29: “…porque mis ojos han visto la
salvación”), porque ha llegado lo que tanto esperaban: la paz.
Este
vivo recuerdo de la visita de Dios en la persona de Jesús a su pueblo es lo que
celebran los personajes del Nacimiento y por lo que cada año brindamos, nos
abrazamos y festejamos. Pero la paz que Jesús ha traído no es una paz de
supermercado. La paz de Cristo está
probada al fuego de la cruz y confirmada por la fuerza de su resurrección.
Por eso es una paz eterna, profunda, robusta, amplia como la nos urge pedir
cada vez que hacemos un minuto de silencio y cerramos los ojos.
Dios
envió a su Hijo para revelarnos lo que quiere de nosotros: la fraternidad universal de todos sus hijos invitados a la mesa del
Reino de Amor, Justicia y Paz. Pero no podremos gozar plenamente de esa
fraternidad, si no dejamos que la paz de Cristo visite cada una de nuestras
relaciones cotidianas. Y para que Cristo
se haga presente tenemos que dejarlo salir de nuestro corazón para que pueda
hacer lo que él sabe: curar a los heridos, sanar a los enfermos,
compadecerse de los caídos, liberar a los esclavos, enaltecer a los humildes,
devolver la vista a los ciegos, espantar los demonios de los poseídos, dar de
comer a los hambrientos, vestir al desnudo, dar de beber al sediento, acoger al
extranjero, visitar al preso y sembrarnos la vida de lo mejor que podemos
hacer: amar. (Y vaya si conocemos
heridos, enfermos, caídos, esclavos, humildes, ciegos, poseídos, hambrientos,
desnudos, sedientos, extranjeros y presos en nuestra vida).
La
celebración de la Navidad no puede menos que entusiasmarnos porque Cristo viene para decirnos que es posible
aquello que nuestro corazón grita en cada momento de cruz de nuestra vida. Que
es posible la paz porque él la conquistó para todos los que creen el él. ¿Y los
que no creen en Jesús? Igualmente han recibido el deseo profundo de vivir en
paz, ¡y cuántos hay que luchan por la paz en el mundo!
Finalmente: ¿Cuándo viene la paz que trae Jesús?
La
paz de Jesús está viniendo siempre a nuestra vida y golpea para poder entrar en
nuestro interior y en el de toda la sociedad. De hecho antes de la Navidad somos nosotros los que caminamos para ver
al que está viniendo (como los pastores “vamos a Belén a ver lo que ha
sucedido” Lc 2,15). Hasta que, en el momento oportuno la Madre “dio a luz a su
hijo” (Lc 2,7), y el pesebre nos encuentra a todos los hombres del mundo
reunidos (incluso los magos de oriente, Mt 2,1) en torno a la Paz encarnada: el
Niño Jesús.
Por eso, la paz
de Jesús viene
Cuando los padres
y los hijos son capaces de perdonarse y amarse mutuamente,
Cuando en el
mundo miles de hombres se arrepienten de sus injusticias,
Cuando en las
familias dejamos los rencores con los que el mal espíritu nos amordaza la
memoria y abandonamos el orgullo de creernos importantes,
Cuando asumimos
nuestra pequeñez y nos dejamos querer y cuidar,
Cuando salimos de
nosotros mismos hacia el más débil entregándonos,
Cuando somos
capaces de hacerle espacio a la ternura y dejamos de lado la superioridad,
Cuando trabajamos
luchando día a día por ser fecundos con nuestros dones,
Cuando festejamos
y cantamos la vida que se nos regala,
Cuando nos
abajamos como hizo Dios para poder salvarnos de nuestro autoengaño,
Cuando
discernimos el espíritu y no nos quedamos esclavos de las normas que nos
oprimen,
Cuando estudiamos
con pasión lo que nos gusta,
Cuando en medio
de la comunidad dejamos que el Señor resucitado nos diga: “La paz con ustedes”
(Lc 24, 36),
Cuando sufrimos
con paciencia a los que más nos cuestan,
Cuando
compartimos el dolor de quien padece y estamos a la mano,
Cuando nos
tomamos unos minutos de silencio para darnos cuenta cómo Dios nos cuida,
Cuando nos
hacemos disponibles para hacer como Cristo hizo: amó los suyos hasta el
extremo. (Jn 13, 1)
Cuando nos
animamos a que en nuestras entrañas se engendre la paz encarnada en el rostro
de Jesucristo.
¿Dejaremos pasar
este don tan gratuito?
HERMOSO MENSAJE, GRACIAS.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Patricia, feliz navidad!!!
EliminarGracias Emmanuel!
ResponderEliminarCariños
Gracias!!! Besos
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