Por Emmanuel Sicre, sj
Cuando pasa el tiempo y quien ha muerto se hace cada vez más presente, la tristeza, la nostalgia, el recuerdo no
hacen más que traernos a la memoria lo que fue. Natural. Surge en nosotros un
deseo irrefrenable de hacer nuestros los versos de Miguel Hernández cuando a su
amigo ido antes de tiempo le dice:
“No hay
extensión más grande que mi herida,
lloro mi
desventura y sus conjuntos
y siento más
tu muerte que mi vida”.
Lamentamos su partida como sin
creerlo, como esperando que regrese, o con la ilusión de poder hacer algo, como
imagina el mismo poema:
“Quiero
escarbar la tierra con los dientes,
quiero
apartar la tierra parte a parte
a dentelladas
secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la
noble calavera
y
desamordazarte y regresarte”.
Aquí el poema hecho canción por el genio de Serrat: https://www.youtube.com/watch?v=RL_3R-QVLks
Nada más duro y triste que muera
quien amamos, o hubiésemos querido amar más. Tan dolorosa es la partida que infinitos intentos de consuelo se han hecho canción, poema, abrazo,
llanto, palabra, arte… en fin, no nos resignamos a que alguien se vaya y listo.
Nos cuesta, y debe ser así. Y tanto nos cuesta que, detrás del féretro, van en procesión todas las angustias de nuestra vida, los
fracasos, los dolores, el peso de la historia, las desilusiones, los miedos de
lo que no sabemos controlar, la lista negra de nuestros “porqués”. Pareciera que la nostalgia lo
invade todo por dentro. Es más, corremos el riesgo de “mediovivir” en este
estado por largo tiempo, regodeándonos.
Con el tiempo me fui dando cuenta
que me consuela pensar en la experiencia que vivieron los amigos de Dios cuando
se murió en la cruz. Ellos también sintieron esa desazón inexplicable. Es probable que muchos tengan su conflicto
con Dios porque suele ser el derrotero de nuestro despecho ante una muerte
anticipada. Es lógico, tantas veces nos dijeron que él es el dueño de la
vida que resulta reprochable cuando decide sobre quienes nos importan. Es como
un dios caprichoso que arrebata a las personas para su Cielo, dejándonos
impotentes. Pero me temo que este es un falso dios.
Dios no lleva ni trae a nadie, al menos el Dios de Jesús. Es la
vida que tiene sus propias leyes y Dios las respeta con infinita paciencia. Él
mismo hizo la vida con su propio ritmo para que no fuéramos los títeres de un
espectáculo, sino los artífices de nuestra propia existencia. Pero ¿cómo entender entonces que Dios haya hecho
un mundo de seres librados a la muerte? ¿Cómo comprender a un Dios que deja
morir a su propio Hijo sin “hacer” nada? “Si eres el Hijo de Dios, sálvate a ti
mismo y bájate de la cruz” (Cf. Mt. 27, 35-44), le decía uno de los
ladrones crucificado con Jesús. Nos es
muy natural demandar a alguien que nos explique la muerte.
Entonces Dios decidió hacerlo. Se encarnó en Jesús y de tan bueno,
tan amable, tan justo, tan solidario, es decir, tan transparente de la
divinidad, lo mataron injustamente. Y él aceptó la muerte, con miedo, con
sudor, pero la aceptó. Alguno podrá decir que siendo Dios sabría que el Padre
lo resucitaría. ¡Stop! Otro dios falso por allí dando vueltas. Dios no es un
adivino. Jesús sufrió su muerte como hombre: “Padre, por qué me has abandonado”
gritó. (Cf. Mt. 27, 46). ¿Y por qué
habría de aceptar la muerte Dios si es tan dura? Para decirnos que está con
nosotros siempre, aún en lo que parece definitivo. Que nos entiende en nuestro
sufrimiento, que nos consuela, que sufre con nosotros lo que nosotros sufrimos.
Pero, ¿de qué “serviría” un Dios pañuelo?
Tiene que haber algo más.
Y sí, hay algo más. Lo que sucedió con los amigos y las amigas de
Jesús después de su muerte es lo más conmovedor. Con el tiempo, y después
de haberlo llorado mucho, comenzaron a darse cuenta de que cuando lo recordaban
aparecía de una manera especial entre ellos. Que en vez de sentirse tristes se
sentían animados a vivir más aún. Resulta que cayeron en la cuenta de que si bien
la vida de Jesús les había cambiado la mirada sobre muchas cosas, su muerte les
decía mucho más todavía. Vivían una paradoja: la muerte del amigo hacía que se
sintieran más vivos que antes; la muerte del amigo les decía que no se había
muerto, sino que vivía entre ellos de una manera definitiva; la muerte del amigo
les decía que no se había muerto, porque si no, no podrían estar viviendo ese
impulso vital de amor por todos tan arrollador; la muerte del amigo les decía que había algo más
allá de sus nostalgias que los invitaba a hacer de sus vidas una Vida en serio,
entregada, plena, activa, conectada con la del amigo que conocieron. Y así
nació entre ellos la experiencia de la resurrección. Así fue que la muerte creaba más vida. Así se dieron cuenta de que Jesús había resucitado en y por ellos y
por eso comprendieron que no había de qué tener miedo. Se les abrieron los ojos
y descubrieron que el Dios de Jesús era un Dios de esperanza, de amor, de servicio
y de entrega sin límites, porque había vencido el límite al que tanto temían:
la muerte. Y así es que desde que Jesús murió, Dios vivía cada vez más cerca de
ellos. Y podían hablarle, y contarle sus cosas, y alabarlo, y celebrarlo, y
compartirlo. Así fue que les contaron a todos que sus vidas habían quedado
transformadas, porque tenían un Amigo que les enseñó muchas cosas, que lo
mataron, pero que no se había muerto porque aún vivía en ellos resucitado.
Y los que escuchaban esta Buena Noticia inaudita, quedaban transformados por la experiencia de un Dios que invita a
todos, a quienes caminamos en la tierra y a quienes nos anticipan en el camino de
lo que llamamos Cielo, a vivir la fiesta de la Vida aquí para seguir allá donde
nos esperan los que tanto extrañamos.
¿Qué sucedería si nos dejáramos
tocar por un Dios así de cercano y esperanzador?
💓Gracias infinitas por tanta esperanza plasmada en este escrito
ResponderEliminarGracias por tu comentario! Bendiciones!
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