martes, 21 de julio de 2015

A LOS AMIGOS DE ALGUIEN QUE SE FUE CON EL DIOS DE JESÚS


Por Emmanuel Sicre, sj

Cuando pasa el tiempo y quien ha muerto se hace cada vez más presente, la tristeza, la nostalgia, el recuerdo no hacen más que traernos a la memoria lo que fue. Natural. Surge en nosotros un deseo irrefrenable de hacer nuestros los versos de Miguel Hernández cuando a su amigo ido antes de tiempo le dice:

“No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida”.

Lamentamos su partida como sin creerlo, como esperando que regrese, o con la ilusión de poder hacer algo, como imagina el mismo poema:

“Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte”.

Aquí el poema hecho canción por el genio de Serrat: https://www.youtube.com/watch?v=RL_3R-QVLks

Nada más duro y triste que muera quien amamos, o hubiésemos querido amar más. Tan dolorosa es la partida que infinitos intentos de consuelo se han hecho canción, poema, abrazo, llanto, palabra, arte… en fin, no nos resignamos a que alguien se vaya y listo. Nos cuesta, y debe ser así. Y tanto nos cuesta que, detrás del féretro, van en procesión todas las angustias de nuestra vida, los fracasos, los dolores, el peso de la historia, las desilusiones, los miedos de lo que no sabemos controlar, la lista negra de nuestros “porqués”. Pareciera que la nostalgia lo invade todo por dentro. Es más, corremos el riesgo de “mediovivir” en este estado por largo tiempo, regodeándonos.

Con el tiempo me fui dando cuenta que me consuela pensar en la experiencia que vivieron los amigos de Dios cuando se murió en la cruz. Ellos también sintieron esa desazón inexplicable. Es probable que muchos tengan su conflicto con Dios porque suele ser el derrotero de nuestro despecho ante una muerte anticipada. Es lógico, tantas veces nos dijeron que él es el dueño de la vida que resulta reprochable cuando decide sobre quienes nos importan. Es como un dios caprichoso que arrebata a las personas para su Cielo, dejándonos impotentes. Pero me temo que este es un falso dios.

Dios no lleva ni trae a nadie, al menos el Dios de Jesús. Es la vida que tiene sus propias leyes y Dios las respeta con infinita paciencia. Él mismo hizo la vida con su propio ritmo para que no fuéramos los títeres de un espectáculo, sino los artífices de nuestra propia existencia. Pero ¿cómo entender entonces que Dios haya hecho un mundo de seres librados a la muerte? ¿Cómo comprender a un Dios que deja morir a su propio Hijo sin “hacer” nada? “Si eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo y bájate de la cruz” (Cf. Mt. 27, 35-44), le decía uno de los ladrones crucificado con Jesús. Nos es muy natural demandar a alguien que nos explique la muerte.

Entonces Dios decidió hacerlo. Se encarnó en Jesús y de tan bueno, tan amable, tan justo, tan solidario, es decir, tan transparente de la divinidad, lo mataron injustamente. Y él aceptó la muerte, con miedo, con sudor, pero la aceptó. Alguno podrá decir que siendo Dios sabría que el Padre lo resucitaría. ¡Stop! Otro dios falso por allí dando vueltas. Dios no es un adivino. Jesús sufrió su muerte como hombre: “Padre, por qué me has abandonado” gritó. (Cf. Mt. 27, 46). ¿Y por qué habría de aceptar la muerte Dios si es tan dura? Para decirnos que está con nosotros siempre, aún en lo que parece definitivo. Que nos entiende en nuestro sufrimiento, que nos consuela, que sufre con nosotros lo que nosotros sufrimos. Pero, ¿de qué “serviría” un Dios pañuelo?  Tiene que haber algo más.

Y sí, hay algo más. Lo que sucedió con los amigos y las amigas de Jesús después de su muerte es lo más conmovedor. Con el tiempo, y después de haberlo llorado mucho, comenzaron a darse cuenta de que cuando lo recordaban aparecía de una manera especial entre ellos. Que en vez de sentirse tristes se sentían animados a vivir más aún. Resulta que cayeron en la cuenta de que si bien la vida de Jesús les había cambiado la mirada sobre muchas cosas, su muerte les decía mucho más todavía. Vivían una paradoja: la muerte del amigo hacía que se sintieran más vivos que antes; la muerte del amigo les decía que no se había muerto, sino que vivía entre ellos de una manera definitiva; la muerte del amigo les decía que no se había muerto, porque si no, no podrían estar viviendo ese impulso vital de amor por todos tan arrollador; la muerte del amigo les decía que había algo más allá de sus nostalgias que los invitaba a hacer de sus vidas una Vida en serio, entregada, plena, activa, conectada con la del amigo que conocieron. Y así nació entre ellos la experiencia de la resurrección. Así fue que la muerte creaba más vida. Así se dieron cuenta de que Jesús había resucitado en y por ellos y por eso comprendieron que no había de qué tener miedo. Se les abrieron los ojos y descubrieron que el Dios de Jesús era un Dios de esperanza, de amor, de servicio y de entrega sin límites, porque había vencido el límite al que tanto temían: la muerte. Y así es que desde que Jesús murió, Dios vivía cada vez más cerca de ellos. Y podían hablarle, y contarle sus cosas, y alabarlo, y celebrarlo, y compartirlo. Así fue que les contaron a todos que sus vidas habían quedado transformadas, porque tenían un Amigo que les enseñó muchas cosas, que lo mataron, pero que no se había muerto porque aún vivía en ellos resucitado.

Y los que escuchaban esta Buena Noticia inaudita, quedaban transformados por la experiencia de un Dios que invita a todos, a quienes caminamos en la tierra y a quienes nos anticipan en el camino de lo que llamamos Cielo, a vivir la fiesta de la Vida aquí para seguir allá donde nos esperan los que tanto extrañamos.


¿Qué sucedería si nos dejáramos tocar por un Dios así de cercano y esperanzador? 

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