“Yo dije: ¡‘Aquí estoy, aquí estoy!’”
Is
65, 1
por Emmanuel Sicre, sj
Cuando
uno ora goza de una pobreza inusitada. La desnudez es total. Y por mucho que se
cubra tarde o temprano queda desvelado. Orar es de esas experiencias que no se
pueden explicar totalmente, sólo hay que tomar coraje, paciencia y entrar en la
embajada de Dios en el propio interior.
Una
vez que aceptamos el generoso ofrecimiento de asomarnos a lo inefable del
Misterio, conducidos por la búsqueda, habitamos la relación que tenemos con él.
Entramos en su Carpa. Muchas veces decimos que es necesario profundizar nuestra
relación con Dios, pero cuando el deseo se convierte en realidad, es decir,
ingresamos y nos dejamos misionar, todo se vuelve más complejo por su
simplicidad. Lo más genuino de dicha experiencia es perder el control de casi
todo. Nuestro ser se confunde con el ser de Dios. Entonces, no podemos sujetar
los pensamientos, la imaginación desacatada va y viene, las emociones aparecen
sin distinción, los discursos a veces son monólogo, otras, diálogo, los
sentimientos son conocidos pero se mezclan con la novedad del momento, la cabeza
comienza a querer llevar la situación tomando distancia, pero no alcanza. Nada
parece muy claro. Y sin embargo, cuando permanecemos allí (y no cedemos) la
presencia invisible de Dios resulta de alguna manera u otra. Algo comienza a tomar forma. Encontramos,
por pura gracia, la punta del ovillo y se comienza a tejer con las agujas del
alma la relación con Dios. Se da que estamos
con Él. Habitamos con Él el aquí de un mismo espacio que es un no-espacio
(lo infinito) y discurrimos el ahora
de un tiempo que es también un no-tiempo (lo eterno). Emerge desde nosotros el
Cristo interior que, con los remos del Espíritu, nos lleva al Padre para
asemejarnos más y más a Él.
Como
toda relación se construye de a dos. Pero no en un cálculo retributivo de
cincuenta y cincuenta. Con el Dios de Jesús, todo es ciento por ciento. Su cien
y mi pobre cien, siempre rescatado por Él. Así es como la relación de ambos
transita por escenarios diversos. Como cuando viajamos con un amigo. Sucede que
este particular amigo es el que debe llevar el mapa porque conoce la cartografía
de mi código psico-espiritual mejor que yo. Hay que dejarse guiar, no queda
otra. Eso cuesta, y hasta duele. No hay costumbre. Pero su ternura deviene una
brújula certera. Para relatar este periplo no hay palabras adecuadas. Unas
veces uno migra desesperado buscando refugio, otras es un peregrino pacífico,
otras un niño temeroso, y hasta un fanfarrón engreído. Lo cierto es que si Él
direcciona el timón la cosa avanza.
Entonces la gratuidad, acunada por el silencio, se hace alabanza. Me
explico.
En
verdad no hay un porqué al acercamiento de Dios a la conciencia de nuestra
vida, no hay un porqué nos ama tanto, no hay un porqué lo deseamos, ni siquiera
hay una razón convincente para que estemos buscándonos de este modo. Es porque
sí. Se da y listo. Una vez tocados por el aguijón del Misterio quedamos
prendados, como seducidos. Es cierto que podemos rechazarlo. Sí, hasta ahí
llega la gratuidad, pero ya no se puede ser más inocente. Hemos perdido la
‘virginidad espiritual’ para comenzar a dejarnos fecundar por el don de Dios.
Hemos advertido lo Otro que nos desarma el círculo de nuestra mirada egoísta
hacia nosotros mismos y nuestros intereses mezquinos, y nos conecta con aquello
que da la vida: el encuentro con el otro.
De
allí florecen todas las cosas positivas que podremos hacer en nuestra vida. De
allí brotan las palabras, los versos, las rimas, las imágenes, los íconos. De allí salen los recuerdos, la memoria, el reconocimiento. De allí
surgen cada uno de los deseos arrolladores por cambiar el mundo. De allí germinan
la paciencia, la pequeñez, el perdón, la compasión y la alegría. De allí la
fuerza para luchar. De allí viene, también, el silencio. Sin él no somos nada. Él
es la cuna de la palabra, pero también la madre, el alimento, la sintonía de la
música de Dios, el cincel con el que el Carpintero talla su rostro en nuestra
madera. El silencio aprendido de lo natural nos humaniza de tal modo que somos
capaces de dirigir nuestra mirada a las geografías interiores de nuestro
cuerpo, para que el Cartógrafo Jesús haga el milagro de transformarnos. El
silencio es como una partera que nos ayuda a dar el grito de bienvenida a la
Vida verdadera. Por eso repito: sin silencio no somos nada.
Y
cuando algo de esto sucede, llega, como donada de lo más alto y desde lo más
hondo, la alabanza. No hay cómo no alabar, dar gracias, dejarse admirar por el
don de lo que somos, de lo que hemos recibido, de lo que deseamos hacer por los
demás. Allí descubrimos que el amor lo atraviesa todo, lo conecta y lo armoniza
todo, y al caer en la cuenta, reverencia, canta, adora.
Hermoso Emma!!!!!!!!
ResponderEliminarMe encantó, gracias por compartirlo....
Gracias, Fer!!! Abrazo
EliminarSublime! como el encuentro con Dios mismo.
ResponderEliminarGracias por tu comentario! Saludos
EliminarThanks for sharing, nice post! Post really provice useful information!
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