domingo, 4 de marzo de 2018

¿ES DIFÍCIL DISCERNIR?


“¡Oh!, ¿y ahora quién podrá salvarme?”

Por Emmanuel Sicre, sj
Como toda cuestión compleja de la vida no se puede responder del todo sí, ni del todo que no. Podríamos decir, en principio, que discernir es algo habitual en nuestra vida. Es un proceso que llevamos a cabo a diario cuando tomamos decisiones más o menos importantes, que van desde elegir un lugar de vacaciones, escoger un plato del menú, o con qué amigos salir; a qué carrera estudiar, cómo decir ‘perdón’ a alguien, o dónde declarar tu amor a quien amas. Todo el tiempo estamos tomando decisiones al son de un cierto discernimiento circunstancial que nos lleva a “darle vueltas” a las cosas que nos pasan adentro y arribar a una concreción de eso que venimos pensando y sintiendo. Hasta aquí podríamos decir que, sin mucha técnica, la mayoría de los seres que conocemos hacen su discernimiento.


Sin embargo, no resulta tan fácil con las decisiones de “vida o muerte” que conllevan un proceso mucho más doloroso o definitorio como una separación en la pareja, un alejamiento de la familia por convicciones personales, una cuestión de salud compleja, una opción que afecta la libertad de otras personas, o de cómo aceptar la muerte de un ser querido. Aquí la cuestión merece una atención diferente. Es entonces cuando necesitamos escuchar las voces que resuenan en nuestra conciencia con mayor paciencia.
Escuchar esas voces es lo que complejiza el proceso de discernimiento porque no siempre cantan a un mismo tono. Hay voces –positivas y negativas- que vienen de las personas que nos rodean; voces que vienen de mandatos sociales –como el éxito, la negación del dolor, etc.-; voces que proceden de nuestra historia –a veces con notas más estridentes, otras con notas más dulces-; voces que vienen de nuestra propia conciencia que, según el concierto que la fue formando –porque nuestra conciencia es relacional, no aparece como una realidad pura e inmaculada- tendrá más o menos fuerza para enfrentarse a las decisiones fuertes de la vida. Estas muchas voces que resuenan en nuestro interior tienen que ser ubicadas, distinguidas y reconocidas para saber de dónde vienen y a dónde nos quieren llevar en nuestro proceso de elección de lo que deseamos.
EL DISCERNIMIENTO ESPIRITUAL
Este proceso sí es difícil, sí cuesta, sí inquieta y muchas veces paraliza. Emerge, entonces, como decía Chespirito un: “¡Oh!, ¿y ahora quién podrá salvarme?” Bueno, la salvación viene del arte de escuchar la voz del Dios de Jesús.
¿Cómo? En primer lugar, metiéndonos en lo secreto del corazón y dándole un tiempo al diálogo sincero de lo que estamos experimentado frente a lo que deseamos o lo que nos pasa con Jesucristo. Se trata de un diálogo que nos ayuda a salir de nuestro mundito y nos lleva a relacionarnos con Alguien que nos ama y busca lo mejor para nosotros. Por eso, si cuando oramos se nos viene una voz fea, culposa, amarga y destructiva, sepamos que no se trata del Padre de Jesús.[1] 
La voz de Jesús siempre se percibe con tonos de esperanza, de auxilio, de claridad, de calma, de paciencia, de impulso a la paz, la justicia, el amor. En cambio, las voces que no nos ayudan y que pueden venir del mal espíritu, o de nuestro entorno mezclado con lo que creemos, nos llenan de negatividad, de cerrazón y aislamiento, de opacidad, de impaciencia, desesperación, de mutismo y paralización, autoengaño, envidia celosa del bien de los otros.  En efecto, es posible distinguir la voz de Dios de la que no lo es, en todas las cosas que nos pasan como un signo de su presencia, de su continua ayuda para que crezcamos en un bien que se expande a todos sus hijos.
Escuchar la voz de Jesús en lo que vamos viviendo es hacer discernimiento espiritual. Se trata de poder RECONOCER en nuestro mundo interior nuestros pensamientos, sentimientos y emociones; INTERPRETAR sus mensajes, y ESCOGER lo que más conduce a lo que soñamos para nosotros y para todos los que nos rodean. Sería un error pensar que este proceso no está exento de la posibilidad de equivocarse, pero lo cierto es que más de una vez contamos con personas que pueden ayudarnos a vislumbrar en lo que nos pasa adentro lo que viene del espíritu de Dios, de aquello que apaga nuestro deseo de amar, de vivir y servir.
Una última cosa. Debemos saber que el primer interesado en mostrarnos con claridad su proyecto de amor en nuestras vidas es el mismo Cristo. Por eso, sólo basta animarse a escucharlo y ejercitarse en el arte de distinguir las voces que nos habitan. Sólo así podremos caminar sobre las aguas movedizas de nuestra propia existencia compartida en un mundo muchas veces herido de superficialidad y narcisismo. Sólo así podremos afinar la puntería para elegir lo que haga que nuestra realidad se parezca más al corazón del buen Dios.  




[1] Es cierto, muchas veces sentimos que hemos hecho algo mal y nos lo reprochamos. La diferencia está en que la voz del Dios de Jesús, cuando quiere corregirnos, lo hace con una ternura inmejorable, sin la condena ni la amenaza que nosotros sí estaríamos dispuestos a aplicarnos. Algo así como cuando le dice a la mujer que estaba por ser apedreada por su adulterio: “¿quién te condena?”, “nadie”, le respondió ella, “yo tampoco” le dijo Jesús. “Vete y no peques”. (Cf. Jn 8, 3-11).


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