Por Emmanuel Sicre, SJ
No toda reunión de personas hace una comunidad. Podemos compartir una causa, una actividad, un espacio y hasta un lenguaje, pero eso no garantiza que hayamos sido reunidos por el mismo espíritu. La comunidad de los creyentes no nace de afinidades ni de acuerdos, tampoco de votaciones parlamentarias ni de instancias consensualistas, sino de una Palabra/Voz bastante misteriosa y escuchada interiormente que nos convoca y de una experiencia fundante que nos ha marcado hondamente. ¿Cuál podría decir que es mi experiencia en esta comunidad de fe? ¿Qué me hace llamar con ese nombre a mi comunidad?
En ese sentido, la comunidad no la inventamos ni la organizamos: la recibimos como un don, como un fuego que nos precede y que, sin embargo, nos elige para mantenerlo encendido. ¿Has pensado alguna vez que estar aquí forma parte no sólo de tu elección deliberada, sino de saberte elegido/a? Así lo vivió el pueblo de Israel, por eso se llamó el pueblo elegido, que descubrió su identidad al recordar que había sido llamado por Dios para caminar con Él en medio del desierto de todos los tiempos: Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios: él te eligió para que fueras su pueblo y su propiedad exclusiva entre todos los pueblos de la tierra. El Señor se prendó de ustedes y los eligió, no porque sean el más numeroso de todos los pueblos, al contrario, tú eres el más insignificante de todos. Pero por el amor que les tiene, y para cumplir el juramento que hizo a tus padres, el Señor los hizo salir de Egipto con mano poderosa, y los libró de la esclavitud y del poder del Faraón, rey de Egipto.” (Dt 7, 6-8). Así es también como lo entendieron los primeros creyentes en Jesús, que se sabían reunidos por el Resucitado al partir el pan y al escuchar las Escrituras: “Y estando a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron… Y se decían: ‘¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?’” Lc 24,30-32 (Emaús).
Por eso, decimos que una comunidad no se sostiene solo por la intención de sus miembros, ni por la calidad de sus vínculos exclusivamente, sino por la memoria compartida de lo que Dios ha hecho con nosotros. Esa memoria se convierte en identidad, en un relato que da sentido, en símbolos que nos nombran, en gestos que nos hacen cuerpo. ¿Qué historia conozco que nos trajo hasta aquí? ¿Cuál es el relato de fundación de esta comunidad? ¿Cuáles son esos elementos que me hacen decir: “así es mi comunidad”? Al hacer memoria de mi pertenencia en esta comunidad, ¿qué siento me viene de Dios al estar aquí?
La palabra iglesia —ekklesía, en griego— nos lo recuerda: no somos una institución sin alma ni un proyecto humano más, sino una asamblea de llamados desde lo profundo de nuestra existencia por la voz del Espíritu que nos saca de lo disperso, de la fragmentación habitual, para hacernos cuerpo, para darnos una forma. ¿De dónde creo que me sacó el Espíritu de Dios al convocarme en esta comunidad? ¿Qué siento que ha visto en mí Dios para llamarme a estar en esta comunidad? ¿A qué siento que me invita Dios al ser parte de esto?
Otra palabra que nos puede ayudar a contemplar la comunidad es la eucaristía. La Eucaristía —eu-charistía, “buena acción de gracias”— nos recuerda que la vida de la comunidad se sostiene en la acción de gracias por el don recibido y no en la fuerza de nuestras propias manos. ¿Cuáles son aquellas cosas que celebro de esta comunidad y me dan ganas de decirle a Dios: gracias por esto? En ella aparece también la palabra communio, que no viene primero de “común-unión” como solemos decir, sino de co-munus: los que comparten la misma tarea, el mismo munus o misión, encargo dado por Dios. Esta diferencia es decisiva: no se trata de buscar un “común” que disuelva las diferencias en un molde único todos prolijitos, sino de asumir juntos la misión que el Espíritu reparte en diversidad de dones y carismas (cf. 1 Co 12,4-7).
La comunión no es uniformidad sino armonía; no es perder la voz propia sino dejar que el Espíritu la integre en una sinfonía. El riesgo está en creer que lo común se logra haciendo a todos iguales. El Evangelio, en cambio, nos muestra que lo común se da cuando cada uno, reconociéndose, ofrece su forma de vivir el don recibido. Cristo mismo inaugura esta comunión cuando pone sobre la mesa su propio cuerpo atravesado por la Pascua: pan partido, sangre derramada, signo de que la verdadera unidad sólo nace al dejar que el Espíritu una en sí lo que el mundo dispersa y destruye. En cada Eucaristía escuchamos de nuevo esa convocatoria: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19), es decir, entren en la dinámica de una comunión capaz de sostener la diversidad sin miedo y de abrazar lo fragmentado hasta hacerlo cuerpo. ¿Qué tensiones, pasiones, vivo en la comunidad? ¿En dónde me cuesta ofrecerme, entregarme? ¿Cuáles son mis mezquindades por las que impido o disminuyo lo de Dios que viene de mí y es para todos?
Este misterio es el que queremos contemplar hoy juntos. No para definirnos con etiquetas ni para encerrarnos en una historia ya escrita, idealizada y momificada; sino para reconocer la obra de Dios en lo que somos y hacemos, y discernir hacia dónde nos llama como comunidad. Hay algo de Él que sólo puede decirse a través de este grupo concreto, con sus heridas y su luz, con su camino recorrido y con su deseo de seguir sirviendo. Por eso los invito a orar desde la memoria, el agradecimiento, el deseo y la escucha. Que este momento nos ayude a recibir de nuevo el don de nuestra identidad, y a dejarnos enviar con la libertad de quienes saben que su vocación nace de una historia compartida en la que Dios ha dicho —y sigue diciendo— algo muy bueno.