Por Emmanuel Sicre, SJ
No es difícil experimentar el silencio de Dios en nuestras vidas. Muchas veces nos encontramos con la necesidad de escucharlo, de sentirlo, de recibir su consejo… y nada. Silencio, vacío, aparente mudez, sensación de abandono. Jesús también lo vivió así antes de morir. “Mi alma está muy triste, hasta la muerte…” (Cf. Mt 26, 38)
El Dios del Génesis que crea con su Palabra, que resuena en los profetas y responde enérgico en los reclamos orantes, el que dispone del tiempo y de la historia, comienza a sumirse en el silencio de la pasión. Cada vez más callado, Jesús, apenas responde, enigmático, contemplativo ante los tribunales humanos. Lo cierto es que, a medida que se acerca al umbral de la muerte, podrá regenerarlo todo de nuevo.
Es por medio de ese silencio pascual que nos va diciendo que se queda en cada realidad para siempre, que permanece silente para percibir con toda su humanidad el dolor de las criaturas, el nuestro, y encontrar en ellas mismas el soplo originario del Dios que les dio la vida con su Palabra. Es decir, se reencuentra consigo mismo que es el Verbo Encarnado.
Con la Pascua Dios calla para que podamos callar con él, silenciarnos y percibir su “estar llegando” a todas las cosas para sembrarse en ellas. Por eso, el ruido es la negación de que Dios está. El ruido del griterío del pueblo, el ruido de la música atronadora, el ruido en las comunicaciones desencontradas, el ruido de todo lo que condenamos injustamente a sufrir con nuestro estruendo más atroz: el egoísmo endiosante que nos hace creer hijos e hijas únicos y dioses de los demás.
Por el silencio de la Pascua es que somos convertidos en lo contrario de nuestro ego posesivo y endiosado. Se nos transforma en hermanos y hermanas de las criaturas hechas de Dios por el espíritu que Cristo, al descender a nuestros infiernos, sopló en el interior de todo ser para que, como en el camino de gestación, el viacrucis, entráramos a vivir en el útero de Dios. De modo tal que podamos ser dados a luz a la vida de las personas nuevas que buscan la fraternidad y la justicia que solo quienes han sido libres del infierno de su miseria necesitan comunicar a los demás para que gusten de quien salva.
El silencio de Dios en la Pascua es el laboratorio de la Nueva Creación donde se elabora la medicina para nuestras heridas de muerte, donde el aceite del consuelo ha encontrado su textura justa para regenerar el tejido llamado a ser cicatriz en mí y en la sociedad. En ese laboratorio del Silencio Pascual es donde Dios ha definido la misteriosa fórmula de toda felicidad humana: el amor entregado sin condiciones.
Por eso cada vez que Dios calla nuestra confianza tendría que arder como pasto seco, porque sabe que se han puesto en marcha las transformaciones necesarias para nuestro ser. Si Dios calla, si lo percibimos silente, como distraído de nuestras demandas, estemos en paz porque está trabajando en la carpintería de nuestra intimidad. Quizá por eso de José no conocemos más que su silencio.
El silencio de Dios en la pasión es el silencio que nos visita en nuestras propias pasiones personales y sociales, para que, cuando los efectos de la resurrección lleguen a nuestras vidas, seamos lanzados al mundo cual cupidos, cual sembradores desprevenidos del terreno, pero generosos con la semilla, cual mujer alegre con sus vecinas al encontrar la moneda que se le había perdido.
Hagamos silencio para espiar a Dios librando la lucha por quedarse en nuestra vida para siempre y desplazar el mal que debilita las fibras divinas de las estamos hechos.
¿En qué zonas de mi vida me gustaría escuchar a Dios pero lo siento callado?
¿Ante qué situaciones no me queda más que el silencio contemplativo que no comprende pero confía?
¿Qué me gustaría oír hacer a Dios en el silencio de mi intimidad y en lo secreto de nuestra sociedad?
Jesús en el silencio de mi propio desamor...
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