Por Emmanuel Sicre, SJ
En
el contexto de la desmedida cultura del entretenimiento, de la banalización de
las tradiciones, de la autoridad deslucida de los relatos fundadores de
identidad, y de la inflación de un ego desilusionado de sí mismo, la misa se encuentra
rodeada y cuestionada. Especialmente, por los espíritus más jóvenes. Lógico,
son ellos los que reclaman el sentido a los mayores y los que señalan las
grietas de la realidad que están heredando.
La misa viene sufriendo desde hace tiempo los efectos del contexto de manera contundente. El hecho de que en más de una celebración nadie conozca, ni le interese conocer muchas veces, a nadie, se llama individualismo. Que la misa sea un acto particular al que cada uno va a hacer lo suyo y no mueve un pelo del compromiso social, se llama privatización de fe. Que todo esté centrado en el sacerdote y el resto sólo pueda participar ayudándole a algo que él podría hacer perfectamente solo, se llama clericalismo. Que nadie comprenda bien el porqué de cada movimiento, de cada palabra, de cada gesto y se limite a repetir automáticamente, se llama ritualismo. Que uno vaya a misa pudiendo no haber ido y sentirse igual al salir, se llama pasividad. Que algunos sientan el peso de tener que ir por precepto, o sentir culpa por no ir, o enojarse porque no quieren que los presionen a hacer algo que no quieren, se llama obligatoriedad. Que se controle las conciencias, se llama impiedad. Que algunos atribuyan a la misa efectos mágicos al encerrarse en el templo olvidándose de los demás, se llama devocionalismo. Que aún se pague por misas a difuntos u otras cuestiones, que se les rece una determinada cantidad, o que el cura reciba por cada misa celebrada un estipendio, se llama mentalidad administrativa. Que el marco formal de cada memoria patria o familiar incluya una misa porque toca, se llama ‘misismo’. Que el cura someta a los fieles a escucharlo incansablemente, se llama autoritarismo. Y así…
Ante
este panorama se hace evidente que hay
que cambiar de paradigma, y atender a que el culto debe ser una expresión antropológica
de la existencia humana. Hay que llevar a cabo una liturgia que sea fuente y
culmen de una vivencia personal y comunitaria. Es necesario tener la experiencia
de celebrar el sentido que renueva la historia cotidiana. Es decir, pasar de la misa a la eucaristía.
Este
cuestionamiento al que nos lleva el contexto actual nos remite a la pregunta
tan refrescante por los orígenes de la eucaristía. ¿De dónde viene? ¿Qué se
hacía en ella? ¿Acaso Jesús también aburría con sus ‘misas’?
Lo humano de la eucaristía: comer y beber juntos
Pensar
que la eucaristía cayó del cielo como el maná del Antiguo Testamento no puede
ser más que una metáfora. La raíz de la eucaristía encuentra en las acciones
humanas del comer y beber juntos su realidad más próxima.
En
este sentido, todo comenzó compartiendo la mesa. Y un acto tan cotidiano como
el de comer y beber juntos es el fundamento de toda humanización. Porque no comemos solo para alimentarnos biológicamente,
sino porque en la mesa también nos nutrimos de la vida compartida.
La
mesa, además, es símbolo de socialización
porque nos hace ir más allá de nosotros mismos como seres individuales. (Todo lo
contrario al fast food de la cajita feliz personal). El compartir una
mesa larga de domingo entre amigos y familiares, sin tiempo, hace para todos la
casa feliz.
Lo
impresionante de esta realidad del convivir en la mesa, es que se trata de algo
que va más allá de las culturas que son las que le dan el color particular a un
hecho global como es sentarse a comer y beber. En efecto, esto es lo que hace
que dicha vivencia sea algo que nos lance a una experiencia religiosa y
profundamente trascendente, por eso la
mesa es símbolo de celebración, de fiesta, de conmemoración, de encuentro,
entre quienes tienen un vínculo real.
El comer y beber juntos de Jesús
Sin
embargo, nos preguntamos ¿qué relación tiene la mesa de cada día con la
celebración de la eucaristía? ¿Qué tiene que ver Jesús aquí? ¿Es la eucaristía un
invento de la religión? ¿Por qué la última cena de Jesús con sus discípulos?
Siendo
fieles a la historia, sabemos por lo que nos cuentan Pablo, primero, y los evangelios
después, que la última cena de Jesús fue
un hecho histórico. Más allá de los énfasis de cada uno, la cuestión es que
Jesús tuvo una cena de despedida con sus amigos en donde pasó algo muy significativo
que no se ha perdido de vista hasta ahora. ¿No llama la atención que desde hace
dos mil años se esté conmemorando este hecho? La verdad que sí.
Resulta
que la última cena de Jesús con sus
seguidores fue la parábola más clara de lo que había sido toda su vida. ¿Por
qué? Porque es en aquella mesa donde Jesús se pone a servirles indicándoles que
Dios ha venido perdonar a los arrepentidos, a incluir a los marginados, a curar
a los enfermos, a llamar a los necesitados de amor, justicia y paz. Porque es
en aquella mesa donde el pan se parte y se reparte señalando cómo es que él
quería quedarse entre ellos, haciéndolos una comunidad de hermanos y hermanas.
Porque en aquella cena comenzó a girar el vino haciendo que todos bebieran de
la misma copa, y con este gesto se revelaba que, para vivir en alianza con él,
hay que compartir la misma suerte de entrega absoluta a los demás. Con esta
cena se condensaba todo el sentido de su anuncio del Reino de Dios.
Comer y beber juntos después de Jesús
Los
primeros creyentes en Jesús después de su muerte y resurrección comenzaron a reunirse
y a recordar a su maestro. Una vez que
había pasado la angustia de la pasión, sintieron la memoria viva del Señor como
una presencia clara de Jesús resucitado. Fue esta experiencia la que los
llevó a congregarse en pequeñas reuniones a las que llamaban comunidad de mesa
para compartir y celebrar la herencia recibida en el mensaje y la vida del resucitado.
Fue
así que, según donde se iba regando la noticia de un tal Jesús por la acción de
los misioneros como Pablo, se constituían
comunidades de creyentes en esta nueva noticia de Dios que había venido en la
persona de Cristo a salvarlos de sus debilidades. Fue en estas reuniones
donde comenzaron a comprender que lo de Jesucristo no había sido un sacrificio
expiatorio de autoinmolación violenta al que su Padre lo había obligado; sino
que era un ofrecimiento de amor gratuito
de un hijo agradecido y de autodonación generosa para restablecer el vínculo de
Dios con los seres humanos, que sus propias fragilidades habían dañado. Por
eso, la muerte y resurrección de Jesús es el punto de inflexión de toda la historia.
La
eucaristía de las primeras comunidades recogía en la mesa la acción de gracias
por este servicio tan grande y definitivo que Jesús había hecho; a la vez que celebraba su presencia resucitada, anunciaba la buena noticia que él había
anunciado a través de los relatos de su vida (la Palabra), y les hacía vivir lo que él les recomendó
hasta que volviera: la fraternidad, el
ser hijos de un mismo Padre. Sin embargo, desde los inicios no fue fácil
comprender esto y Pablo los regaña porque las mesas se habían convertido en
motivo de borracheras y olvido de los más necesitados de la comunidad. (Cf. 1Co
11).
Comer y beber juntos hoy: sin vínculo no hay eucaristía
Hasta
aquí el contraste con el planteamiento inicial pareciera irreconciliable. ¿Qué
de comunitarias tienen nuestras eucaristías? ¿Qué de todo esto celebran nuestras
misas preocupadas, muchas veces, por superficialidades? ¿Qué nos queda de la
eucaristía como banquete del Reino de amor, justicia y paz? ¿No sería vital
pasar de la misa a la eucaristía? ¿No estaría bueno acaso que nuestras reuniones
eucarísticas tengan esa fragancia de abrazo, de comunión, de entrega para vivir
la vida cotidiana de una manera más luminosa para el mundo?
Decimos,
sin miedo a equivocarnos, que sin
vínculo no hay eucaristía. Si la vida, muerte y resurrección de Jesús
restableció nuestro vínculo con Dios para siempre, la eucaristía es el símbolo
incompleto de esta realidad. Incompleto porque hasta que todos no puedan
compartir el banquete del Reino de Jesús ya sea por hambre, por injusticia,
ignorancia, o cerrazón, en la fiesta nos faltan seres por querer. Por eso es
necesario descubrir la íntima unidad que hay entre la mesa compartida y la
justicia social, entre la vida vivida y la celebración litúrgica, entre la
experiencia religiosa y la sed de alianza con el Dios de Jesús. Esta es, en
términos antiguos, la verdadera sustancia del cuerpo y sangre de Jesús: vivir
la entrega hasta dar la vida para que seamos la familia humana que el Buen Dios
soñó desde siempre.
(En acción de gracias por lo estudiado en la Javeriana con Víctor Martínez, sj)