lunes, 31 de octubre de 2022

TRANSMITIR LA FE A LAS NUEVAS GENERACIONES. Diez retos para la educación

 

Por Emmanuel Sicre, SJ 



La intención es reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones. ¿Qué nutrientes necesita la tierra nueva de la infancia y juventud actuales para ser capaces de acoger la fe de nuestros antepasados? ¿Qué disposiciones habremos de cultivar en el interior de cada persona en crecimiento para que la encarnación del Dios de Jesús halle un pesebre para nacer? ¿Cómo ir allanando el camino para la manifestación del Cristo interior en la vida de quienes nos continuarán en el tiempo? 


1. Saber demorarse, durar, detenerse, para percibir más allá de las cosas 

Cada vez más se torna necesario ofrecerles tiempo a las cosas para que revelen su sentido, su aura, su ser profundo al contacto con nuestra sensibilidad. Los niños/as y jóvenes, muchas veces, sufren de un inmediatismo que termina en sedentarismo. Al ver la fugacidad de lo que transmiten las pantallas sin detenerse quedan absorbidos. La posición estática del cuerpo tirado sin movimientos contrasta con la inquietante masa de información, atracciones, entretenimientos, destrezas que se proyectan desde el uso casi exclusivo de las manos y la mente. También la acumulación de tareas, de deportes, talleres con una u otra habilidad, de cosas por hacer, desde temprana edad, para que los padres puedan trabajar, va generando una sensibilidad hiperquinética, pero sedentaria; hipermental, pero sin manejo de las emociones; hiperfísica, pero desconectada con la interpretación de sí mismos. 

La infancia y juventud actuales necesitan tiempo para explorar el mundo de afuera y de adentro por medio del aburrimiento, del ocio creativo, del no hacer nada productivo o que le traiga algún rédito en su formación inmediata, a fin de que las cosas también los atraigan desde su propia irradiación y no solo desde estimulación permanente. Hay un desequilibrio que ajustar en esto. 

Se hace imperativo desarrollar pedagogías del contacto sensible y duradero con las realidades más próximas por un tiempo prolongado. Por ejemplo, permanecer en el latido del corazón humano, percibir la propia respiración con atención, asombrarse con los datos de los sentidos en contacto con una cosa por vez. 

Esta continua percepción del “mientras” que está entre la percepción de algo y el mensaje que trae, necesita de la capacidad de espera que por la multiplicidad de estímulos y tareas desde tan pronta edad estamos aniquilando. 

La fe requiere de este ejercicio porque no responde a provocaciones, sino a la capacidad de percibir lo que está latiendo más allá de todo lo sensible. Lo divino se percibe en esta vuelta a las realidades humanas que permiten caer en la cuenta de ese plus de ser. De ahí la necesidad de que a la infancia y la juventud les ayudemos a que aprendan por sí mismas a explorar el misterio de Dios en el mundo con una mistagogía adecuada a cada etapa evolutiva. 

No se trata de entregar datos, informaciones, nociones de la fe, de la Biblia, del catecismo, etc. como se dan cosas; sino como indicios de algo más profundo, como símbolos que van más allá de lo concreto y despliegan su semántica evangélica en la búsqueda del corazón anhelante de sentidos. Por ejemplo, para acercarnos al misterio de la Palabra de Dios en la tradición del libro, necesitamos abrir al misterio del libro, su peso, su volumen, su dimensión sagrada, su funcionalidad, sus colores, su multiplicidad de mensajes…


2. Reiterar, repetir, volver una y otra vez

La reflexión como capacidad propiamente humana de la conciencia es un regreso, una flexión, a las cosas y situaciones que se suceden en nuestra vida. Debemos introducir pacientemente en la repetición de actos, de hábitos saludables, de rituales sanos como una de las novedades más necesarias para alcanzar algo bueno para la vida. Vivimos a golpes de novedades, de noticias de “último momento”, de dispositivos en constante renovación dando la sensación de caducidad permanente. Todo envejece rápidamente sin que el tiempo llegue a convertirlo en algo de peso histórico, de relevancia. Las novedades aparecen y se esfuman sin densidad en el aire de la desintegración de la información, de los datos, de las “cosas que pasan”. Todo pasa como sin dejar huellas. Por eso se necesita volver sobre lo andado para saber más sobre lo que Dios hace en la historia de los eventos humanos. 

La antigüedad, lo añejo, el pasado es algo, para quienes están en la niñez y la juventud de la era digital, algo muy reciente, vacío y sobre lo que no vale la pena retornar. Sin embargo, lo divino en la tradición judeocristiana se da transhistóricamente cuando se hilvanan el kayrós con el crónos en el tapiz de la historia de salvación. 

El ejercicio de “bucle” sobre las cosas es necesario para resignificarlas, para extraer sus múltiples posibilidades de entregar sentido nuevo al contacto con el paso del tiempo, de las circunstancias históricas en su contexto. Mientras a los niños/as y jóvenes no les ayudemos a descubrir que en la repetición hay algo nuevo siempre, seguiremos acentuando el desprecio por lo usado convirtiéndolo en descartable, inútil, sin sentido. Repetir no siempre es algo negativo, una consecuencia de malos actos, como repetir el curso, muchas veces es necesario para crecer más y mejor, para aprender al ritmo propio, para asentarnos y ganar aplomo. 

Es necesario mostrar el valor del reiterar, del insistir. Es lo propio de los rituales cívicos, deportivos y religiosos que nos configuran socialmente y dan identidad.

Sin embargo, hay que advertir un tipo de relación con el pasado en la que solemos incurrir más de lo que conviene y que puede llegar a tener mayor raigambre en la medida en que se acentúe esta tendencia a despojar las cosas de la historia dadora sentido. Se trata de la nostalgia como deformación perniciosa del recuerdo. El virus de la nostalgia apresa la memoria en la jaula de oro de un lamento por “lo que fue y ya no es” creando mentalidades tristes y amargadas, idealizadoras del pasado y llenas de incapacidad para descubrir sus sentidos para el presente. Para la nostalgia la historia no es maestra de vida como para los sabios, es una carcamana de museo que presenta una colección de objetos viejos sin lustrar para evocar emociones que de un pasado que ya nadie podrá vivir. Debemos combatir la nostalgia como una amenaza a la fe. 


3. Compartir silencios y gestos sin explicación

El silencio es de esas realidades humanas capaz de convocar unificando interiormente. Quienes comparten momentos de silencio, habitándolos, reciben una sintonía común. El silencio acuna lo que somos sin mostrar nuestras diferencias. De hecho, al velarlas, las reúne en un mismo regazo sin necesidad de ser descubiertas. El silencio es unión y tiene su semántica propia fuera de la palabra dicha. En muchas ocasiones, cuando ya no hay de qué hablar, actividades como dormir, jugar, trabajar, oír, en silencio compartiendo el mismo espacio psíquico generan comunión. 

Los gestos simbólicos o rituales a los que asistimos no se explican, se vivencian, se ejecutan, se llevan a cabo y ya. Un gesto como ponerse de rodillas con los ojos cerrados en silencio dice mucho más que cualquier explicación sobre la oración y el recogimiento, habla por sí mismo sin palabras llamando a ser vivenciado. Querer explicar todo puede ser la tentación de querer controlarlo todo. 

La pedagogía del silencio y el gesto sin palabras, ante un contexto cargado de ruidos y ademanes torpes como el que vivimos, abre una puerta de acceso a la posibilidad de cultivar la fe. La fe se encarna como palabra de vida eterna en el alma silenciada de los alaridos emocionales a los que exponemos a los niños/as y jóvenes sin descanso. Estas personas en camino de madurez necesitan silencios significativos, estructurantes, amalgamadores de vínculos. Silencios y gestos profundos que propongan la pregunta por el misterio del Verbo hecho carne para que puedan oírlo.


4. Descansar de la información

Debemos aprender a descansar de la información constante sobre algo. Los datos sólo se acumulan para darnos la sensación de estar informados o conectados, pero cada vez estamos menos informados y más incomunicados. Ya se habla de la intoxicación por información -“infoxicación”- como una posible patología, y esto debería hacernos pensar en la necesidad de desarrollar hábitos que nos permitan consumir información sólo tanto cuanto la necesitemos.

En el caso de los niños/as y las juventudes es posible que esta inmensidad de datos e informaciones sólo esté colaborando en el desdibujamiento de las jerarquías de valoración de las mismas. Todo está en el mismo nivel: la guerra, el chisme, la noticia falsa, el análisis, la moda, el deporte, etc. Les estamos enseñando que la información es siempre en exceso, posiblemente falsa e inútil al fin de cuentas para la vida práctica. De ahí que se hace necesario ayudar a gestar mecanismos de aprendizajes orientados a la búsqueda crítica de la información necesaria en torno a algo de interés para la sabiduría de vida. Nuestras currículas educativas padecen el mismo defecto que la información desjerarquizada. Tantos años de formación en las escuelas con un método de picoteo de datos, de saber descuartizado, de mosaicos desfragmentados, sólo puede ser dañino para las búsquedas profundas de muchas juventudes ansiosas por saber a qué vinieron al mundo. 

La fe es una buena noticia para la vida de quien cree, ¿cómo hacer para que no sea una información más? ¿Cómo debería ser la información sobre las cosas de la fe para que no caiga en el mismo saco roto? ¿Acaso la revelación de Dios será más buena noticia si se la testimonia antes que si se la informa? 


5. Tratar cosas con delicadeza, atender a los movimientos con lentitud, coser, zurcir, tejer.

Vivimos una sociedad violenta y dividida. No es novedad. Nos acostumbramos a manosear las cosas, los vínculos, la propia interioridad y a separar, clasificar, formar trincheras, bandos, grietas. Destratamos la naturaleza, la devastamos y la manipulamos sin control ni medida. Hemos roto el hilo que une las cosas con sus orígenes, hemos declarado nulo el matrimonio de la interrelacionalidad del cosmos. Por ejemplo, los alimentos que de tan industrializados carecen de la sacralidad propia del tiempo que los hacen ser diferentes, únicos, originales, pero pertenecientes al conjunto. Los mecanismos de producción masiva de bienes de consumo borran separando cualquier singularidad al hacer parecer la serie de productos algo infinito e idéntico.

De esta manera no hay relación sagrada con los objetos porque, al perder su aura de sacralidad, no despiertan ningún respeto ni solemnidad. No hay maridaje. Los podemos profanar con una aparente inocencia. 

Lo mismo sucede con las personas entre sí. Se convierten en objetos más o menos manipulables o temibles, pero pocas veces en seres sagrados. De ahí que nos hiramos tanto y que hiramos de la misma manera en que fuimos heridos. El bullying en las escuelas no deja de ser el drama de la guerra silenciosa y terrible que puede acabar con la vida de alguien que no encuentra refugio alguno en sus pares, o en redes de contención familiares o institucionales. 

Esta rotura del lazo social debe encontrar en la experiencia sensible una posibilidad. ¿Qué tal si todos tuvieran en algún momento de su semana un tiempo para zurcir algo roto, para coser dos pieza de tela uniéndolas y formar algo nuevo, para suturar una herida abierta? Hay muchas experiencias diseñadas para romper, dividir, analizar, atacar y pocas para restaurar, reparar, recuperar, sintetizar. 

Respecto de los elementos litúrgicos, por ejemplo, la búsqueda de cercanía como contrapeso tal vez a un exceso de distancia, en algunas catequesis, los desencantó, les quitó el misterio que los envuelve, los desnudó demasiado. También ha sucedido que el trato hacia las cosas sagradas de los ministros se tornó algo desacralizador y mundano, o demasiado artificioso y puntillista Así, llevan a desnaturalizar la familiaridad con el misterio de las cosas generando una relación disarmónica que es extraña a la niñez tan amiga del misterio, de lo maravilloso. 

La educación en la fe debe tender siempre a la mistagogía que es la pedagogía del misterio, la búsqueda de ofrecer un camino de iniciación a las cuestiones divinas, a los rituales sagrados, a las conversaciones sobre lo trascendente y espiritual que nunca tienen una respuesta completa.


6. Poner el cuerpo, ser cuerpo con otros, vincularse

La pandemia ha retraído el cuerpo, lo ha puesto en entredicho y, de alguna manera, lo ha ocultado. Con el término ‘cuerpo’ decimos presencia de la persona. Somos cuerpo y nos hacemos presentes al mundo en esta porción de carne espiritualizada o de espíritu encarnado. Es con el cuerpo y sus manifestaciones que nos relacionamos con los demás. 

La experiencia de reclusión a la que nos vimos sometidos en la pandemia vino a desarrollar una nueva forma de presencia que podía prescindir del cuerpo. Las plataformas de comunicación digital nos hacen presentes al otro desde la intencionalidad en el mejor de los casos, pero no es posible sostenerla a largo plazo. Mientras no podíamos encontrarnos, sólo podíamos estar digitalmente con quienes deseábamos realmente estar en un “como si presente me hallase”. Pero el resto de las participaciones detrás de las pantallas para los niños/as y jóvenes no resultaban una “prolongación” de su presencia física en el mundo digital por medio de la intención. 

Con el tiempo nos fuimos presencializando cada vez más y volvimos a ciertas normalidades, pero el retraimiento, la timidez ante el otro, la facilidad de no hacerse cargo de lo que digo porque no estoy frente a la otra persona, el comprender al otro más como un contacto o un perfil digital más que como un ser de carne espiritualizada, hicieron que muchos no sepan cómo relacionarse. Hay una crisis en la vincularidad por excesos y por carencias. 

No hemos desarrollado aún las pedagogías necesarias para fortalecer la vinculación saludable con quien no soy yo, pero me configura por reflejarme. Este reflejo que toda subjetividad necesita sólo se da en la presencia física del otro. Imaginemos que alguien tiene mal aliento o una altura maravillosa, ¿cómo podría saber que eso es configurante en su personalidad sin un otro que se lo refleje?

Para la fe el cuerpo es Cristo mismo en los hermanos y hermanas. ¿Qué sería de una fe solamente espiritualizada? No quedaría nada más que la búsqueda del bienestar interior como un bien de consumo más que puede conseguirse en una experiencia diseñada. Pero el cristianismo encuentra en el otro su salvación. Dios ama vehiculizarse, hacerse de medios, encarnarse para llegar al corazón del hombre concreto. El cuerpo de Cristo es la comunidad, el vínculo, la comunión, la sinergia de amor posibilitada en la experiencia de ser unos con otros. La encarnación de Dios en Jesús se completa en la pasión, muerte y resurrección de la carne al cristificar toda realidad. 


7. Narrar historias, aprender a heredar una tradición.

En la capacidad de contar historias se juega la permanencia en el tiempo. El cristianismo es un relato viviente que se transmite de generación en generación gracias a la narrativa de lo que Dios hace en nosotros por medio de su Espíritu. Debemos ayudarles a los niños/as y jóvenes a narrar su propia historia, a relatar los acontecimientos de su existencia, a encontrar las metáforas y analogías apropiadas para decirse en palabras porque es allí donde podrán acrecentar su capacidad de interpretación de la vida. 

La minimización de la mensajería prearmada convertida en íconos, emoticones y stickers, así como la aceleración del audio de WhatsApp o la posibilidad de eliminar lo dicho generan inestabilidad porque no aseguran la comprensión del comunicado, sino que la dejan librada al supuesto tono con que es dicha tal o cual cosa, a la asincronicidad, a la falta del cuerpo del receptor que con sus gestos y emotividad completa mejor el circuito comunicativo. 

Paradójicamente, la minimización del mensaje se topa con la magnificación de la mensajería. Desde todas las plataformas casi se puede enviar un mensaje directo. Podemos multiplicar las conversaciones tanto como podamos en un lapso de tiempo imposible para la presencialidad. Esto genera la creencia de que nos estamos comunicando mucho, pero en realidad estamos quizá solo despachando cartas. 

La tradición cristiana es una herencia viva que seguirá viva por la fuerza del Espíritu Santo, pero la misión de encontrar a Dios en todas las cosas y todas las cosas en él se da en el marco de una historia que nos es propia en tanto nos cuenta cómo Dios redime. Si no desarrollamos en los niños/as y jóvenes las estrategias comunicacionales apropiadas para ser receptores activos del mensaje nos quedaremos hablando entre nosotros nomás. 


8. Descansar el yo en un nosotros, pertenecer

La necesidad de rescatar las antropologías relacionales y devolverles su profundidad nace de la certeza de que no existe un yo sustancialmente puro que luego entra en contacto con otros. Nuestra identidad subjetiva está hecha de relación. Su esencia más originaria es la relación de la cual proviene y su destino final. 

La inflamación del ego a la que estamos sometidos todo el tiempo a causa de la tentación, pero aumentada por el culto al yo circundante destruyen el nosotros, vencen los lazos sociales destruyéndolos hasta convertirse cada quien en su propio mundo donde rigen las leyes propias. Sólo el nosotros nos salvará de esta tragedia del ego desmesurado. 

Por eso necesitamos alentar todo tipo de situaciones pedagógicas que generen comunidades, vínculos compartidos, encuentros, historias comunes. La fe cristiana es comunitaria, no solitaria. Se recibe de la comunidad y vuelve a ella por la acción configurante que la comunidad misma logra en cada persona abriéndola e invitándola a la donación de sí. 

Tenemos que continuar la tarea de despojar el yo, depotenciarlo al punto de que descubra su hebra más profunda: la relación con el otro. Sólo así Cristo podrá ocupar el centro vital de nuestras opciones personales que nunca serán individuales, sino transidas por la comunidad que sostiene a cada ser en su singularidad.


9. No buscar saberlo todo dejando paso al misterio

El enciclopedismo cientificista aún persistente en nuestros deseos de control de la realidad por medio del conocimiento nos jugó una mala pasada para la transmisión de la fe, sobre todo en la modernidad. Lo curioso de este tiempo posterior a esa etapa tan marcada es que la búsqueda no es sólo de saber, conocer, comprender en profundidad algunas realidades, sino de quererlo todo: saber y no saber, conocer y desconocer, profundidad y superficialidad combinadas y al mismo tiempo. 

Las sensibilidades contemporáneas no aceptan el límite, el borde, lo finito. Y no sólo lo transgreden, sino que ni siquiera lo conciben por momentos. Pareciera que la digitalidad, al superar el tiempo y el espacio físicos, inauguraran nuevas formas de límites digitales más borrosos e indistinguibles. Esto crea la sensación de la extensión casi infinita de las cosas, por ende, del propio deseo. 

En la capacidad de reconocernos limitados nos jugamos el lugar justo para relacionarnos con el misterio de Dios. Sin esa ubicación en la pequeñez humana no habrá asombro ante la inmensidad de lo divino. La pedagogía del asombro justamente busca que nuestra limitación no se convierta en un obstáculo frustrante, sino en un trampolín hacia lo inefable, lo misterioso, lo desconocido que nos sostiene. 


10. Saber cortar, cerrar, concluir. 

Tal como sugiere esta última clave hay que saber decir adiós. Dar vuelta de página, respetar los ciclos de la vida que tanto hemos alterado con la manipulación a la que nos acostumbramos desde que la electricidad llegó a la vida moderna, por ejemplo. No se trata de un desprecio por los avances de la ciencia, sino de sopesar cuánto cada progreso puede ayudar o no a que vivamos mejor y con sentido la vida que nos toca. 

Los niños/as y jóvenes deberían ser ayudados a vivir los duelos de cada etapa de sus vidas, a celebrar cada uno de los eventos significativos para darles cierre, a despedir personas que mueren, a desvincularse sanamente con lo que no puede ser. Porque si no el resabio, la cola, aquello pendiente vuelve como un karma inconcluso que reclama espacio en los momentos de fragilidad e incertidumbre poniendo todo en cuestión nuevamente. Y como la labilidad es una tendencia propia de estas nuevas subjetividades la omnipotencia infantil se ve desafiada y no quiere soltar nada para quedarse, paradójicamente, sin nada: el vacío de una vida sin decisiones. 

La fe necesita evolucionar, crecer, desarrollarse y esto sólo es posible si se logra superar una etapa, si se da cierre, si se concluye y no se espera regresivamente que vuelva lo que nunca volverá o se enquista mágicamente en un punto fijo y sin vida. La vida exige que optemos por aquello que intuimos es lo nuestro, lo que Dios nos invita a vivir. Pero no podremos hacer una elección sana sin cortes, sin rupturas. En definitiva, sin muerte, no habrá resurrección. 



(publicado en La Civiltà Cattolica del 6 ag/3 set 2022)