Mirada esperanzada de una realidad
inesperada
Por Emmanuel Sicre SJ
Más
de una vez nos sucede que las cosas toman un rumbo inesperado, poco deseado,
que no nos gusta. Si miramos la política internacional no pareciera que haya en
realidad un esfuerzo por acabar la guerra o el hambre. Al observar nuestros
países vemos que un manto de indignación encubre nuestros ojos, tanta
corrupción, tanto revanchismo, tanto egoísmo y desmemoria.
Y así nos vamos acercando a nuestro
mundito. Las condiciones en las que trabajamos podrían mejorar, pero a menudo se
estancan y nos quedamos en una especie de mediocridad ambiente. Las personas
con las que vivimos no son como quisiéramos que fueran. Sin miedo a
equivocarnos podemos recodar más de un proyecto por el que apostamos buena
parte de nuestras mejores energías mentales, espirituales y físicas, y nada. Se
cayó, fracasó o simplemente salió el tiro para otro lado. Como cuando rezamos
para que alguien se cure, y pasa todo lo contrario. Entonces, nos invade un
sentimiento como de bronca, de hastío, de resignación... Aunque en el fondo quizá
sea un dolor no aceptado.
Este sinsabor amarga nuestra
sensibilidad que poco a poco se va endureciendo para no volver a pasar por lo
mismo. Nos ponemos más bien defensivos, toscos contra la realidad y los demás,
y nos involucramos cada vez menos en procesos personales, sociales o
estructurales de transformación.
El mal espíritu nos sopla al oído que
"siempre me pasa lo mismo", o "a mí nunca me salen bien estas
cosas", " a los otros siempre les va bien", “siempre lo mismo”.
Y así es que nos suspendemos hasta que aparece algún otro proyectito que nos
entusiasme de nuevo. Pero vamos precavidos, como quien se quemó con leche y ve
una vaca y llora. A veces tan cautelosos que lo dejamos pasar. Y con los años
hasta se llega a adormecer la capacidad de soñar. Todo
bien condimentado con el sarcasmo, la ironía y el escepticismo.
¿Qué
puede decirnos esta situación?
Quizá
que el fracaso y la decepción no son tan malos como parecen porque pueden llegar
a convertirse en una fuente de sabiduría interesante. Experiencias de ruptura
son las que nos detienen a pensar, a reflexionar sobre nosotros mismos y sobre
los demás, aún con el riesgo de caernos dentro de nuestro ego desilusionado.
En
verdad, lo que ha pasado cuando fracasamos es que en algún momento nos
adueñamos de la realidad y pretendimos controlarla de tal manera que nos
comimos el cuento de que éramos todopoderosos de nuevo, como cuando niños.
Alguna
vocecilla traviesa nos dijo que podíamos hacer y deshacer a nuestro antojo, y
lo creímos. Por eso, el fracaso en verdad nos cura de la omnipotencia infantil
y nos redirecciona hacia lo real mismo. Hacia aquello que no nos pertenece,
hacia la necesidad de despojarnos para quedarnos con aquello que es invisible a
los ojos.
¿Y entonces…?
Es
el momento de agachar la cabeza y empezar de a poco a juntar los pedacitos de
nuestro interior herido para rearmarse con paciencia.
Es
el momento en que aceptar con humildad ser parte de la realidad y no sus amos
nos da la certeza de que caminamos hacia la madurez.
Es el
momento de dejar que nuestro pretencioso ‘yo’ se desinfle y descanse en los
brazos de quien puede darle paz.
Es
el momento de evitar todo autocastigo alejando cualquier sentimiento de culpa malsana
que pueda llegar a hundirnos en la depresión de jugar al todo o nada.
Es el
momento de sentirnos pequeños e insignificantes para dejar que sean los
vínculos con quienes nos aman de verdad los que nos sostengan y ayuden a
pararnos.
Es
el momento de reconocer la fragilidad que intentamos maquillar y acariciarla
diciéndole: “vamos de nuevo”.
Es
el momento de abrirnos y dejar pasar el consuelo de Dios que se va filtrando
lentamente por nuestras grietas como un bálsamo que todo lo regenera.
E insistir,
e insistir, e insistir…