Por Emmanuel Sicre, SJ
La libertad es uno de esos temas imposibles de
abarcar, pero que siempre viene de visita y hay que atenderlo. No podemos
despedirlo sin más, es parte de nosotros. Constituye el núcleo fundamental de
toda vida humana. Por eso, en su gran
mayoría las personas afirmamos ser libres y con derecho a ejercer la libertad.
Pero al mismo tiempo ¿no nos encontramos a
nivel interior con la paradoja de querer ser libres sin poder experimentarlo, de
desear la libertad y no poder conseguirla, de anhelar ejercerla y no lograr
hacer lo que queremos en verdad por temor? ¿Qué sucede cuando más libres
queremos ser y más presos nos sentimos? ¿Qué será aquello que viene a la mente
cuando pensamos en nuestra posibilidad de ser libres? ¿Qué
pasaría si fuéramos libres en serio?
Una libertad simplemente humana
Lo que sucede con frecuencia es que creemos
que la libertad es algo abstracto, filosófico o político. Y resulta ser algo
más bien concreto y tangible en más de una ocasión. Si alguien nos dijera:
“¿Eres libre de hacer, pensar, o decir esto o aquello? Probablemente diremos a
la ligera que sí, pero cuando nos detenemos con honestidad se advierte que
dicha libertad no es tan cristalina y pura como pretendemos. Si no ¿por qué
hacemos cosas que no queremos? ¿por qué nuestros pensamientos y sentimientos
más de una vez nos dominan? ¿por qué decimos cosas que hubiésemos preferido
callar o viceversa? Esto indica que hay algo en el fondo de nuestra libertad
que le hace contrapeso y no la dejar ser libre. ¿Qué es aquello que “opaca”
nuestra libertad?
La herencia platónica nos ha hecho pensar que
existe una idea de libertad absoluta, pero lo cierto es que no existe la
libertad como tal sin seres humanos. No hay libertad, hay hombres libres. Y los
seres vivimos en un contexto concreto, delimitado por una historia y una
geografía, tenemos ciertas características psicológicas y personales heredadas
e intransferibles, habitamos un mundo con otros seres tan personas como tú y yo,
pertenecemos a instituciones que tienen reglas, soñamos con un futuro que nos
motiva a seguir caminando en la vida. Cada uno de estos elementos multiplicados
por la cantidad de seres humanos del mundo y de la historia forman parte de eso
que llamamos libertad personal y colectiva. Complejo, sí, pero humano,
encarnado y real.
Esto da la pauta de que quien quiera conocer
cuál es la intensidad de su libertad personal deberá cuestionarse, al menos,
sobre quién es, de dónde viene, cuál es su contexto, quiénes habitan su vida y
cómo lo afectan, cómo es su carácter, su debilidad y su fortaleza. Habrá de
preguntarse cómo es el mundo que le toca vivir, cómo es aquel sueño que lo
invita a seguir vivo.
Si no, seguirá pensando que su libertad es
algo abstracto que lo lleva a reclamar todos los derechos y a no cumplir con
ninguna obligación que no le guste, creerá la falacia de que su libertad
comienza donde empieza la del otro marcando el territorio como si los demás
fueran sus enemigos, tendrá las fantasías del niño omnipotente que puede solo
contra el mal, sentirá que él es su propio fundamento y que no le debe nada a
nadie, pensará que todos gozan del mismo grado de libertad y le reclamará
mezquinamente a los demás que se ajusten a su parámetro de análisis de la
realidad.
Vivir desde una libertad liberada
Cuando interiormente se nos va dando comprender
lo que significa ser libres pasa algo genial. Desaparecen los miedos y temores
al desatarse los nudos de nuestra historia. Y entramos a la vida como hijos y
hermanos. Las cosas comienzan a ubicarse en su lugar y nos despojamos de lo que
entorpece la felicidad. Sentimos que los demás no son una amenaza a mi parcela
de “libertad”, sino que caemos en la cuenta de que o somos libres todos, o
nadie puede serlo. Nos anima la posibilidad de que seamos cada vez más las
personas liberadas de condicionamientos, porque nosotros hemos sido honestos
con los nuestros.
Sabernos libres nos hace capaces de luchar
hasta dar la vida por los otros sin miedo, como hacen las madres y los padres
valientes. Respondemos con frescura a la pregunta de para qué ser libres. Crece
el valor de la vida, el servicio y la compasión con los que temen, sufren y
viven maniatados. Disminuyen las “obligaciones” y aumentan las motivaciones
para hacer las cosas bien. Se vive con coraje la tensión de custodiar nuestro ser
libre de las estructuras, ideologías y personas que nos esclavizan, y no dejan
que nuestro espíritu participe del misterio de la verdadera vida donde la
esperanza lo llena todo.
Entonces, comprendemos aquello que quiere
Jesucristo para el hombre: hacerlo tan libre como él para que esté con sus
hermanos cada vez más cerca del Padre.