domingo, 18 de septiembre de 2016

CRISIS DE VOCACIONES: el problema del número

Por Emmanuel Sicre, SJ

“¿Nos es lícito pagar el tributo al César o no?”
(Lc 20,22)

Como es sabido la baja en el número de consagrados y consagradas en el mundo occidental es un poco alarmante si se piensa en prospectiva de aquí a unos años.[1] Muchos institutos probablemente deberán cerrar sus puertas, o fusionarse con otros, e innumerables obras de religiosos están ya extrañando su presencia. Las promociones para atraer nuevas vocaciones si bien gozan de una audacia y entrega en alza, los resultados están en las manos de Dios. Sin embargo, quizá sea necesario desenfocar un poco el problema del número para ir más allá. ¿Acaso no hay un mensaje del Dios de Jesús mucho más grande, más amplio, más desafiante para los creyentes de hoy en este momento?

 Pensar en números, sin discernir el presente

El cambio de época que transitamos está resultando todo un reto a enfrentar el conflicto de la escasez de vocaciones. La mayoría de las obras de la Iglesia que está a cargo de religiosos o sacerdotes, comienza a resentirse por la falta de sucesores. Entonces, surgen las estrategias para hacer el mismo trabajo con menos gente hasta el punto de que se llega a “estrujar” al pobre que le toca administrar lo imposible. Y una persona con tanto trabajo, reza menos, come menos bien, descansa poco o mal, y su estrés muchas veces le juega malas pasadas. Si a esto le sumamos las dificultades propias de toda vida, como la convivencia y la relación con el tiempo, el panorama se torna complejo. Gracias a Dios, su generosidad nos sigue sosteniendo y aún podemos tirar del ovillo generacional. Pero, ¿hasta cuándo?
En muchos casos se ha comenzado a dar un nuevo lugar a los laicos, un espacio distinto y protagónico. Bien, la realidad nos indica que su capacidad de gestionar las obras con celo apostólico y entrega son dignas de aplauso[2]. Sin embargo, como se ha denunciado más de una vez, existe el riesgo de la clericalización[3]. Pero ¿no nos estará diciendo este tiempo que la clericalización del trabajo evangelizador sigue siendo tan dañina como siempre, pero ahora ya no nos quedan movimientos en el tablero? Quizá si se sigue pensando más jerárquicamente, y no tanto “redárquicamente”, si se me permite el neologismo, seguiremos dependiendo de una sola persona para todo. Persona a la que podremos echarle la culpa de las cosas que no salen –parte del proceso de infantilización que muchas veces se vive dentro de la vida de la iglesia.

Pero volvamos al tema de los números. “Sin vocaciones no hay futuro”, se suele oír. Sin embargo, el problema es, tal vez, que estamos delegando en el destino lo que no nos animamos a soñar con Dios. Es decir, lo que él mismo inspira en nuestra vida, y más todavía a partir de nuestra fragilidad tan evidente. Por eso la realidad nos “llena de goles”. Si en vez de estar calculando tanto los números, las cantidades, los edificios y las proyecciones, pusiéramos el foco en lo importante, ¿qué pasaría?
¿No resultaría interesante trabajar unos con otros –sea cura, monja, religioso, o laico cada uno desde su vocación- por la calidad evangélica de nuestra vida, en la búsqueda de aceptarnos como somos en vez de buscar lo que nunca seremos? –abandonando el esquema de perfección. ¿No sería interesante que quien se pregunta por la vida sacerdotal o religiosa dijera con amor: “a pesar de ser débil y vulnerable, la verdad es que esta vida me muestra a Dios y por eso quiero hacer lo que él o ella hacen por los demás”? –abandonando el superhéroe omnipotente.
Si seguimos pensado cómo tapar agujeros, cuando llegue la tormenta nos habremos hundido. Y ojalá no hayamos perdido la esperanza de que el Señor nos regañe y nos diga como a Pedro: “hombre de poca fe, por qué temes” (Mt 8, 26).

Volver al origen, una metáfora del momento presente

Es probable que en esta reducción del número se nos esté diciendo algo muy bello: es necesario volver al origen, a la fuente. Y es que en el origen del cristianismo –pero también de cada comunidad cristiana a lo largo de los siglos- es en el único lugar donde podremos ir a beber del pozo como samaritanas de mil maridos que buscan el agua viva.
Quizá, no lo sé, sea el tiempo para volver a ser el movimiento de los creyentes en Jesús -unos doce, o veinte, o cien… no muchos más[4].
Quizá sea el tiempo en que nos tendremos que dejar de andar defendiendo el propio rancho –catolicismo- y salir al encuentro de lo que ese galileo judío que reconocieron como el Cristo nos quiere decir.
Quizá sea el tiempo de ver al crucificado (que tal vez seamos nosotros mismos) y contarnos de nuevo la historia para que emerja con fuerza el Espíritu que nos llevará a “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).
Quizá sea el tiempo, de una vez por todas, de abandonar tanta cristiandad que tenemos enquistada en el cerebro del corazón, y nos dejemos apasionar por el cristianismo que nunca se apagó en el corazón de los más pobres, en la mentes más honestas, en los santos más olvidados.
Quizá sea el tiempo de prescindir de aquello que con tanto esfuerzo hemos conseguido, para que el Señor, se nos dé sin los estorbos que le ponemos a nuestra relación con él. Que era aquello por lo que, en definitiva, elegimos entrar en la vida religiosa o servir con el sacerdocio: estar a su lado.
Y entonces, sí. En un lugar donde Dios vive, muchos querrán venir a vivir con él, porque habrán hecho suya esa hermosa pregunta: “maestro, ¿dónde vives?” (Juan 1,38).










[1] Excepto en ciertos institutos de características “militarizadas”.
[2] La reciente beata argentina Mama Antula es preclara señal de esta entrega. Una laica dedicada a los Ejercicios Espirituales en la época de la expulsión de los jesuitas. Más en: https://www.youtube.com/watch?v=1cCAFk0uFoE
[3] «Me repugna el clericalismo y comprendo que —junto a un anticlericalismo malo— hay también un anticlericalismo bueno, que procede del amor al sacerdocio, que se opone a que el simple fiel o el sacerdote use de una misión sagrada para fines terrenos» (San Josemaría Escrivá, Conversaciones, 47).
“No podemos reflexionar el tema del laicado ignorando una de las deformaciones más fuertes que América Latina tiene que enfrentar —y a las que les pido una especial atención— el clericalismo. Esta actitud no sólo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente. El clericalismo lleva a la funcionalización del laicado; tratándolo como “mandaderos”, coarta las distintas iniciativas, esfuerzos y hasta me animo a decir, osadías necesarias para poder llevar la Buena Nueva del Evangelio a todos los ámbitos del quehacer social y especialmente político. El clericalismo lejos de impulsar los distintos aportes, propuestas, poco a poco va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios (cfr. LG 9-14) Y no solo a unos pocos elegidos e iluminados”. CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO AL CARDENAL MARC OUELLET, PRESIDENTE DE LA PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA (https://w2.vatican.va/content/francesco/es/letters/2016/documents/papa-francesco_20160319_pont-comm-america-latina.html).
[4] RATZINGER: «De la crisis actual –afirmaba– surgirá una Iglesia que habrá perdido mucho. Será más pequeña y tendrá que volver a empezar más o menos desde el inicio. Ya no será capaz de habitar los edificios que construyó en tiempos de prosperidad. Con la disminución de sus fieles, también perderá gran parte de los privilegios sociales». Volverá a empezar con pequeños grupos, con movimientos y gracias a una minoría que volverá a la fe como centro de la experiencia. «Será una Iglesia más espiritual, que no suscribirá un mandato político coqueteando ya con la Izquierda, ya con la Derecha. Será pobre y se convertirá en la Iglesia de los indigentes». (http://www.lastampa.it/2013/02/18/vaticaninsider/es/vaticano/la-profeca-olvidada-de-ratzinger-sobre-el-futuro-de-la-iglesia-3SHxeEueLAMehXcDynN1UO/pagina.html).

domingo, 4 de septiembre de 2016

EL USO ESPIRITUAL DEL MANDALA EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES IGNACIANOS

Por Emmanuel Sicre, sj


En la experiencia espiritual suceden de manera muy integral, por no decir compleja, cosas que muchas veces no nos esperamos. Acostumbrados como vivimos generalmente a controlar casi todas las situaciones de nuestra vida se nos pasa que esto resulta ser sólo una fantasía. ¿Por qué? Bueno, porque si miramos con más detenimiento nuestra vida interior, pero también lo de afuera, empezaremos a notar que es más aquello que sucede fuera del control de la conciencia que lo que pasa dentro de los contornos de lo evidente.


En este sentido, quisiera que pudiéramos caer en cuenta con humildad de que nuestras acciones en verdad tienen un fondo vinculado a muchísimos aspectos de la realidad que se nos escapan. Desde lo más hondo y desconocido del inconsciente (aquél 90% del que hablan algunos entendidos), hasta los movimientos estelares del universo donde la noche llama al día y viceversa, pasando por la misteriosa contingencia de la libertad de los seres humanos que habitamos el planeta, todo se amalgama en un entramado realmente imbricado de matices. Este conjunto dinámico en donde todo está conectado con todo, resulta un apasionante modo de comprender el mundo y nuestro lugar de criaturas en él. 

Desconectarnos de este conjunto hace que perdamos fuerza para caminar en nuestra vida.
Sin embargo, nuestra cabeza siempre busca dar unas explicaciones a determinados aspectos de la realidad para poder vivir. Entonces, están las teorías que dan una mirada lógica a un campo visual de intereses. Sería tonto despreciar el valor de la teoría, pero más tonto sería pensar que puede explicar, por lógica y acabada que sea, toda la realidad. Por ello la teoría que cree que puede decirlo todo se convierte en una ideología, es decir, en un sistema cerrado, desconectado. No todo es susceptible de control gracias a Dios.
En la vida espiritual pasa algo parecido. No todo lo podemos conceptualizar, definir, clasificar. Sólo alcanzamos a través de los años a poner algunos nombres que ayudan a movernos por una cierta zona de seguridad, mientras que el resto se lo dejamos al trabajo de vivir de la confianza en la providencia del buen Dios que obra en el tiempo.
En ese campo del no control, pero de la vivencia sin nombres claros y distintos, se ubica una serie de actividades que ayudan a disponer el corazón, la mente y el cuerpo a una experiencia espiritual integradora. Aquí podríamos mencionar por ejemplo, el taichí, el chi kung, la biodanza, sembrar, podar, hacer deportes, cantar y la técnica de pintar mandalas[1], entre otras.

A esta última del mandala, si se la utiliza como instrumento puede llevarnos a un buen puerto en la vida de oración. Más allá de la rica simbólica del color en relación con las emociones vividas y de la historia en sus diversos contextos, pintar mandalas en los retiros ignacianos o Ejercicios Espirituales nos permite abandonar dulcemente la zona de control para dejar aflorar un segundo nivel más profundo.

Este nivel más hondo es el taller del Espíritu de Dios. Él está siempre trabajando en lo secreto de nuestra intimidad reparándonos los pliegues heridos del alma. Allí el buen espíritu sana, cura, bendice, anima y alza nuestro pobre yo para que pueda emerger en su lugar el cristo interior que somos. Entonces, cuando nos entregamos a la pintura del mandala comenzamos a ceder en nuestros controles y censuras conscientes para conectarnos con este segundo plano de la interioridad donde se fragua la vida del espíritu en nosotros.

Pintando de afuera hacia adentro es que enviamos a nuestro centro vital la señal de ingresar allí. En efecto, si queremos tocar la puerta de esa habitación espiritual profunda conviene ir lentamente dejando que el colorido diseño nos vaya conduciendo despacio hacia el punto de fuga que todo lo une en el centro del mandala. Si una música oportuna y placentera acompaña la experiencia de la pintura, sumaremos un elemento más que nos permitirá seducir la conciencia con ternura para que sea ella misma la que se sume al movimiento de ir hacia lo desconocido a encontrarse con su propia fuente.

Pintando de adentro hacia afuera la señal que enviamos es la contraria, es decir, la de salida del interior profundo al afuera de la realidad compartida con los demás y que vivimos cotidianamente. Una vez que hemos tomado contacto con nuestro centro vital podremos salir al encuentro de la realidad donde convivimos con otros y ofrecerles del agua con la que hemos calmado nuestra sed espiritual.

En este sentido, la técnica del mandala nos muestra el movimiento de Dios en nuestra propia vida. En efecto, Dios está siempre trabajando en lo más íntimo de nosotros mismos (como decía san Agustín) aun cuando dormimos (por eso los sueños siempre traen mensajes que nos ayudan a interpretar lo que vamos viviendo de cara a lo que Dios nos pide o nos quiere decir para nuestro bien); y de allí pide salir al encuentro de nuestro yo profundo, de los demás y de la creación para volver a ligar los hilos que nos unen a él en las cosas que él mismo nos ofrece en su grandeza.  

El resultado de la experiencia de pintar mandalas está en la misma dirección del espíritu en los Ejercicios Espirituales. Me refiero a que no trabaja en lo inmediato como nos acostumbra el mundo del consumo, el entretenimiento y la retribución, sino en el proceso de transformación. Un mandala cada día al despertar, cada noche al ir a dormir, o en un momento de tensión puede ayudarnos a descender al pozo de la vida espiritual, o a salir del miedo y la confusión con fortaleza y confianza.

De a poco, nuestro camino de adentro hacia fuera y viceversa se convierte en un sendero conocido para el discernimiento de lo que nos pasa, y que nos puede ligar nuevamente con aquello que se nos quiebra en el diario contacto con lo real. Y así dejar que brote como un tallo el cristo interior que nos habita.