Cada época deja entrever sus polaridades. Es como si la historia mostrara, cada dos por tres, su dualidad constitutiva. Dualidad que también es antropológica, es decir, nuestra como personas. Pero plantando bandera en el número dos sólo recibiremos nostalgia del uno, porque como dice Marechal: “con el número dos nace la pena”.
Hoy es época de tiranteces polares muy intensas, cansadoras, preocupantes. Siempre aparecen cuando el materialismo inmediatista toma el control de las conciencias y diseca, en la cultura, su espíritu que es quien reúne lo disperso, quien une la diferencia, quien hace la unidad. Por eso tenemos que pasar al tres (Dios) que es quien hace nuevas todas las cosas con su espíritu.
En la Iglesia también estamos peleándonos fuerte. Y por eso les quiero compartir un texto de Michel de Certeau, SJ (1925-1986), gran pensador del siglo XX que ha puesto mucha luz a la hora de pensar épocas y cosas difíciles. Me encontré hace unos días por casualidad con L’étranger ou l’union dans la différence (1969), un texto bello, hondo, provocador e hice una traducción de un fragmento que sentí que podría ayudarnos a transitar un poco nuestro momento de divisiones. Quizá haya muchas más cosas para leer, incluso en este libro, sobre el tema también, no cesemos de buscar solución al problema. "De qué te sirve tener razón si pierdes la paz", me dijo un viejo sabio, y agregaría: "o pierdes a tu hermano o hermana".
Realmente me duelen mucho las agresiones de personas dentro de la Iglesia que pierden el control de sus emociones y las lanzan a los demás. Intuyo que estamos todos muy cansados por la cultura que hemos generado, por los cambios que no podemos controlar, por tantas cosas que abruman la mente, secan el corazón y endurecen los puños. Siento que no pensamos, sólo nos defendemos. Tal agresividad no puede sino venir de una vida sin espíritu, sin lugar para el amor de Dios que está esperándonos siempre.
El mejor remedio para que el espíritu haga su trabajo de unificación es ofrecerle un corazón dispuesto a contemplar su obra, no un ego buscando reafirmarse en sí mismo con comentarios desproporcionados y ofensivos hacia los demás. Hagamos de lo que no nos gusta, nos molesta, nos cuestiona o enoja una posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos y con Dios que nos ayudará a comprender mejor y a amar con sabiduría aún en la cruz de nuestras contradicciones humanas.
Buena lectura y mejor reflexión...
Emmanuel Sicre, SJ
LA DIVISIÓN EN LA IGLESIA
Michel de Certeau, SJ
El cristiano vive de la fe sólo si se convierte en la exigencia de la situación precisa en la que se encuentra, y si se compromete a responder a esta llamada. Al tomar una posición, experimenta de manera irreductible su propia verdad. Su decisión significa una renovación personal y una lectura espiritual del misterio envuelto en los hechos; es conversión e interpretación inseparablemente, porque transforma al creyente en y con su situación. Por tanto, implica, a la vez, una docilidad a la realidad y un cambio en el estado actual de las cosas. Y por ser transformadora, rompe la engañosa tranquilidad de las apariencias, busca bajo equívocos la verdad de las palabras, sacude el orden establecido en nombre de lo que pretende asegurar (el bien común, la igualdad de los ciudadanos, la vida del espíritu).
De esta manera, a veces enciende el fuego y siembra discordia; pero es el sufrimiento del cristiano como el del profeta: "¡Ay de mí, madre mía, que me engendraste hombre de contienda y hombre de discordia para toda la tierra!" (Jr 15,10). ¿Qué apóstol no experimentó el peso intolerable de una misión que suscita discordia para "construir la verdad"? ¿Por qué, entonces, este sufrimiento? En primer lugar, porque se pone en duda en su misma misión. Lo que su gesto significa para él, no lo es para otro católico; no es reconocido por otro testigo del mismo Espíritu; se opone a la decisión de que un hermano, discípulo de Jesucristo, haga su confesión de fe. La hermosa seguridad que animó el celo del apóstol no puede ser alcanzada. Por un lado, se arriesga a buscar un acuerdo en detrimento de lo que fue su experiencia espiritual y, por cobardía, prefiere la seguridad superficial a los caminos de su acceso personal a la verdad. O, por el contrario, ¿rechazará cualquier significado religioso como obstáculo de una concepción católica contraria, para poner toda su confianza en los medios técnicos que le permitirán reducir por la autoridad, disuadir por la razón, u olvidar por temor al adversario cuya pretensión amenaza la suya?
DE LA DIVISIÓN A LA CONVERSIÓN
Rechazar la realidad de una tensión propiamente religiosa es ignorar el choque que significa para el creyente el dinamismo de su fe. El juicio de un católico sobre la decisión de su hermano revela una falla interna en la posición de todos. Lejos de ser un accidente desprovisto de sentido e interés para la fe, o un hecho que simplemente revela la inautenticidad espiritual de uno de los compañeros, o la prueba de que la unidad es ajena a la realidad concreta de la experiencia cristiana, esta división exterior revela en cada uno una división interior.
Y los cristianos emprenden realmente el camino de la unidad cuando cada uno de ellos descubre como problema interior la cuestión planteada por un antagonismo; cuando cada uno discierne, gracias al juicio de los demás, el juicio que el propio progreso de la fe le obliga a emitir sobre sus acciones; cuando vive su desacuerdo con sus hermanos y su lucha interior como el mismo misterio. A partir de entonces, lo que lo separa de su hermano, lo encuentra en sí mismo como una distancia de Dios, ya sea en cuanto reconoce que la verdad que afirma juzga su propia vida, o porque su posición, tomada en nombre de la verdad, exige ir más allá de lo que ya defendía. La división está en él.
Básicamente, es de quien habla Pablo cuando discierne "dos hombres" en él (Rm 7,14-25). Esta lucha interna no se cierra con la fe que justifica, no obstante, escribe a los gálatas: "Porque los malos deseos están en contra del Espíritu, y el Espíritu está en contra de los malos deseos. El uno está en contra de los malos deseos. otros, y por eso ustedes no pueden hacer lo que quisieran". El antagonismo aumenta incluso con la autenticidad de la experiencia espiritual: cuanto más el cristiano se siente personalmente comprometido por la verdad que afirma, más debe confesar también: "No soy veraz”. ¿Y cómo llega a esta nueva confesión de fe sino porque recibe ante Dios, aunque sea de forma indirecta o ignorándolo, el juicio que otros han hecho sobre sus acciones como creyente?
Así, en su propia vida, los testigos continúan encontrándose con quien juzga sus palabras y desafía de frente sus acciones, desenmascarándolas, hoy como ayer, de sus generosas ideologías y de sus consideraciones generales sobre el cristianismo. El Espíritu, que les da el derecho de juzgar hechos o acciones, los obliga, a través de otros cristianos, a juzgarse a sí mismos. El desacuerdo entre católicos suscitado por la afirmación de su fe los llama a reconocer la solidez de este Evangelio del que dan testimonio, y a discernir en ellos, con la espada del Espíritu, lo que viene de Dios y lo que no es conforme a Él.
DIFERENCIAS Y DISCERNIMIENTO
En la experiencia, el antagonismo surge del testimonio mismo. Es cierto, cada cristiano hace bien en juzgar y tomar partido, incluso en materia religiosa: el derecho de su consciencia está fundado sobre el don del Espíritu que lo envía, por el sacramento de la confirmación, a testimoniar a Dios en actos y en palabras. ¿Pero le asiste la razón para hacer ese juicio y tomar partido por eso? Conforme a su conciencia de cristiano, ¿su decisión en tal sentido es conforme al Espíritu? Y, por otro lado, si no tiene un conocimiento verdadero de los hechos, ¿qué peso puede tener el testimonio apoyado sobre la interpretación que hace? Lo que afirma, ¿se le impone a él en nombre de su fe o en nombre de los hechos?, o de uno u otro lado, ¿qué garantía tiene de no estar en una ilusión?
Por un lado, el testimonio que Jesús puede dar de sí mismo porque él es veraz, ¿cómo podría su discípulo acordar con él? Aquello que Jesús testifica con sus actos humanos, él lo es; es también evidencia de su veracidad. Este no es el caso de un cristiano: aquello de lo que es testigo no es él mismo; él no lo ve, él lo cree. Él no puede identificar la exigencia de su conciencia como derecho de verdad. Entre el Espíritu y la experiencia del creyente hay una brecha: el no-saber de la fe. Pero este no-saber se presenta ante todo como el saber de otro creyente, como la experiencia religiosa sobre la cual otro católico funda su propia decisión.
Por otro lado, sabe que la manifestación de una conciencia es vana si no va acompañada con los hechos, que el profeta no anuncia a Dios sino aclarando la realidad que, en suma, no alcanza con que uno sea un cruzado, sino que todavía falta batirse delante de Jerusalén y no contra los molinos de viento. Pero, ¿su juicio puede ser tenido como una interpretación exacta de los hechos en los que cree discernir un llamado de Dios? Cuando se designa un contenido religioso no reconocido por los otros, los hechos llegan ya constituidos en las interpretaciones colectivas: así, el latín se inscribe en los hábitos de un medio en función de las convicciones identificando unidad religiosa y uniformidad lingüística; un paro particular es vivido enseguida como un nuevo frente en una lucha centenaria, o bien considerada una ideología sobre la justa causa de la clase oprimida, un programa escolar pone en marcha inmediatamente los sistemas de defensa en torno a la juzgada autonomía indispensable para la enseñanza religiosa, etc. Estas realidades han sido amasadas por las concepciones recibidas, cuando un católico allí descifra un llamado de Dios y una urgencia de su fe. Hay ahí, aún, una brecha entre su accionar y lo que sabe de la situación en la que interviene. Esta brecha le ha sido revelada por un enfrentamiento entre cristianos que ven las cosas de otra manera, que las interpretan y las viven de otro modo, y que, sin embargo, definieron juntos esta realidad siempre postulada, continuamente creada y perdida, progresivamente reconocida y rehecha por los hombres en la sociedad.
Bajo estos aspectos, de una naturaleza bien diversa, la división pone constantemente en la mira la realidad a través de la relación de cada creyente consigo mismo y con los demás. Pero, sea por un desacuerdo entre católicos o por antagonismo interior, esta división inaugura una revisión de vida y un progreso en la verdad. No es negativa, sino como lo es todo trabajo con respecto a lo dado anteriormente, o toda evolución en relación a una etapa pasada. Tampoco se presenta a la manera de un cuerpo extraño o de un desafortunado accidente, como si se tratara de hechos de por sí evitables que permitirían no tomarse en serio las oposiciones. Es un combate espiritual gracias al cual se percibe mejor el sentido del testimonio propio, revela cómo el desequilibrio significa movimiento. La breca que descubre nos enseña quién es aquel al que respondemos efectivamente, y qué dilatación se anuncia en cualquier decisión particular.
Tal es la unidad que la división misma designa: el futuro está implicado en el presente; lo universal es la ley interna de una postura particular; la fe abre desde adentro aquello en lo que se realiza; la vida del Espíritu, como savia, hace estallar lo que ha formado. En sus decisiones, sus tareas y sus luchas, los creyentes descubren así, poco a poco, las tensiones internas en acción (pero también como un devenir, como progreso o como profundización), la presencia del Verbo que se encarna y la obra del Espíritu que lo manifiesta.
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