jueves, 12 de enero de 2023

HERMANOS Y HERMANAS, ¿DE QUIÉNES?

 Tres criterios para una fraternidad imposible (1)


Por Emmanuel Sicre, SJ (ARU)


Que necesitamos vivir desde una fraternidad humana no es ninguna novedad. Que es urgente, tampoco. Menos aún que ha sido un grito proclamado por los siglos desde la voz de varones y mujeres que han dado la vida por este ideal. Lo que sí requiere siempre una novedad es el cómo hacerlo en cada contexto. Necesitamos pedirle al espíritu que nos enseñe con fidelidad creativa qué nuevos caminos, qué pedagogías pastorales actualizadas, qué inspiraciones frescas podrán ayudarnos a crecer en esta utopía a la que la fe nos invita y nuestros líderes religiosos nos convocan. 

Propongo entonces, desde mi experiencia, 3 criterios pedagógicos y pastorales para que pensemos cómo acercar a nuestros hermanos y hermanas a sentir esta utopía como propia y sumemos a la construcción de tan anhelado proyecto para nuestros días. 


  1. UNA PEDAGOGÍA DEL LINAJE ABIERTO  


Cada uno de nosotros pertenecemos a un linaje (> línea) determinado, venimos de alguna cadena histórica de relaciones de la que somos eslabón. Las conozcamos o no, nuestras genealogías impregnan la configuración de nuestra identidad por virtud y por defecto. Somos lo que hacemos con lo que heredamos a nivel genético, familiar, cultural, personal, e ignorarlo es una imprudencia antropológica seria

Pedagógicamente, debemos ayudar a hacernos conscientes de esta memoria histórica inscrita en nuestra personalidad para que no caigamos en la trampa, propia de una subjetividad desbordada, de creer que todo comienza con nuestra libertad. El enraizamiento en las fibras nutricias de nuestras relaciones funda la posibilidad de sembrar, a conciencia, el horizonte de sentido que esperamos del mañana. 

En efecto, una pedagogía del linaje abierto -personal y familiar- debe hacernos palpar con nuestra indagación el momento en que nuestro árbol genealógico se pierde, al fundirse, en el amplio río de la sangre común de los seres humanos. Tenemos que proponer, de diferentes maneras y sobre todo a quienes van creciendo, hacer el viaje de lo particular de “mi” historia personal a lo universal de “nuestra” historia humana. 

A diferencia de la tentación de quienes buscan encontrar, desde un paradigma sustancialista de la realidad, la pureza de la sangre, el abolengo de un apellido, la perla de una casta social determinada, la prosapia de una historia familiar o el decoro de una estirpe, la puntilla de una cuna o la singularidad de una raza; necesitamos abrir nuestro linaje para comprendernos, desde una antropología relacional, como humanos más allá de la sangre. Todos sabemos que estas discriminaciones insanas que buscan hacer prevalecer un origen sobre los demás son las que nos enemistan al punto de llevarnos a guerras siempre absurdas, ¿por qué cultivar más fratricidios?

Es decir, evitando la mentalidad celosa del clan, necesitamos ayudar a reconocer nuestra identidad personal y familiar enhebrada en la identidad humana compartida por todos sin distinción. Sólo así podremos llegar a decir con Pablo a los gálatas: “no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos son uno en Cristo Jesús.” (Gal 3,28). 

Si esta mentalidad del linaje abierto calara profundo en nuestros proyectos pastorales y educativos, quizá podríamos colaborar con una forma de vernos a nosotros mismos más profundamente humana, relacional, y menos librada al instinto de autopreservación animal que desconoce al otro, o peor aún, lo concibe como amenaza a la supervivencia de mi manada, mi grupo, mi tribu. Esto sin ignorar que un tipo de mentalidad humanizada respecto del otro/a incluso podría sumar a la lucha contra los poderes que amenazan de verdad la existencia humana de los grupos más vulnerables

En efecto, para los creyentes ver a las demás personas como hermanos y hermanas no es optativo, es todo un proyecto de crecimiento en la vida de fe. “La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, especialmente las más necesitadas y pobres.” (2)

En este sentido, ante la irrupción cada vez más insistente de sostener y promover identidades cerradas en sí mismas o diluidas en la nada del individuo atomizado, debemos destinar esfuerzos para lograr perforar los mundos privados en los que nos refugiamos (Cf. FT 199) y crear condiciones de posibilidad, desde la temprana edad, para generar encuentros que ayuden a concebir a los demás como distintos, pero iguales, haciéndonos eco del llamado a formar en una ciudadanía global (3) y sabiendo que “sólo la verdadera fraternidad «sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno» (EG 92).” (4)

Es cierto que corremos los riesgos del abrirnos –como lo sería al cerrarnos- y al aceptar el modelo de una sociedad globalizada que desdibuja orígenes y horizontes comunes en una “hipercultura” (5), pero también es cierto que la revolución tecnológica cultural, el Game como lo llama Baricco, ¿no nos exige un humanismo acorde a las circunstancias y abierto al modo en que viven la realidad las nuevas generaciones? (6). Y quienes conocen la pedagogía ignaciana saben que desconocer el contexto es fracasar en la acción y la transformación. 


  1. UNA PEDAGOGÍA DE LA FILIACIÓN ADOPTIVA


A esta propuesta de un humanismo que se redescubra hermanado en la sangre común de los mortales le hace falta un padre. Sólo la filiación engendra hermandad. Hijos e hijas, pero ¿de quién?

Si bien es posible coincidir, en parte, con algunos diagnósticos de diversas disciplinas humanísticas sobre nuestra atmósfera cultural cuando sostienen que nos encontramos ante una disolución de la figura del padre, en tanto ley, estructura, simbólica, referencia (7); y que, además, problematiza la imagen de Dios en las generaciones actuales y futuras llegando al extremo de la indiferencia o la evaporación del concepto de Dios (8); creo que nos encontramos ante nuevas posibilidades de pensar y entender la fraternidad de la familia humana.

En una sociedad de hijos/as únicos/as que habilita la sensación del control absoluto del propio mundo personal deseando ser todos el “padre/madre” del otro en tanto ordenamiento; pero también de cierto sentimiento de orfandad institucional, afectiva, humana, que licúa las estructuras psicológicas de la subjetividad; resulta interesante preguntarnos cómo podría resolverse esta doble carencia desde una pastoral que atienda la dimensión relacional constitutiva del ser humano. En este sentido, se hace necesario profundizar en antropologías menos sustancialistas y más relacionales, que expliciten que somos un entramado diverso de vínculos, no una identidad pura sin “contaminaciones”. Y que el otro, con su presencia, me constituye en lo que voy siendo en un contexto determinado. 

Este modo de concebirnos como seres relacionales llamados por nuestra fe a la fraternidad, nos lleva indefectiblemente a plantearnos el tema de la familia. La actualidad de este concepto no radica sólo en la crisis en la que se encuentra el modelo tradicional (9), sino en la transformación misma del concepto de familia. Y no es que haya que cambiar el modelo tradicional por uno “mejorado”, sino acoger de verdad el bello misterio propuesto por Dios en aquello a lo que llamamos familia para que todos vivan su derecho a crecer en una. En este sentido, tal vez se nos esté invitando a percibir el surgimiento de una nueva manera de vinculación que aglutina, siguiendo el arquetipo de la orfandad, a hermanos y hermanas que generan vínculos de amor más fuertes que la sangre. Ante esta realidad cultural ¿no se hace más realista el mandato del Cristo: “a nadie llamen padre” (Mt 23,9)? (10) Por eso, es indispensable reflexionar teológicamente y con radicalidad evangélica sobre las consecuencias pastorales que conlleva asumir la familia como lugar de manifestación de Dios. (11)

Con todo, descubrir un camino para la filiación adoptiva es llevar a cabo la pedagogía mistagógica que Cristo mismo ha buscado revelar en su proyecto de mostrarnos el verdadero rostro de la divinidad, hacerse nuestro hermano en la cruz y revincularnos en el misterio del amor redentor del Padre con su resurrección. 

Esto implica, reconocernos primeramente humanos, como ya dijimos, pero, además, hermanados en la condición de hijos e hijas, único vínculo del que nadie puede renegar. Por eso, nuestras palabras, catequesis, clases, conversaciones espirituales, acompañamientos, práctica sacramental, deben estar al servicio de mostrar que Dios no es la magnificación de nuestros padres (12), sino el Padre que Jesús nos regala gratuitamente para que “todos seamos una sola familia para gloria suya”, como reza la plegaria eucarística para niños. 

Lo resumo de la mano de Rupnik: “nosotros podemos constatar, incluso a un nivel psicológico superficial, que el crecimiento de los hijos pasa por momentos de rebelión, de “dar el portazo” a los padres, para firmarse a sí mismos. Pero, al mismo tiempo, el camino de la autoafirmación del adolescente antes o después se acaba, y los hijos vuelven a una relación más madura con sus padres. Aspecto frecuente de la maduración humana indica que hay un cliché arcaico que constituye una especie de paradigma para el hombre. Parece que la realidad más difícil es precisamente la de ser hijo del padre. No hablo desde el punto de vista psicológico o psicoanalítico, que en todo caso es un aspecto superficial, sino en sentido estrictamente teológico. Parece que el pecado ha dañado tan trágicamente la verdad del hombre, desfigurando la imagen de Dios como padre, que prácticamente la vida del hombre se puede ver como este difícil camino de descubrimiento de la propia verdad de hijo, a la luz de la verdad de Dios como Padre. Si miramos la Sagrada Escritura vemos que toda ella converge hacia el nombre de Dios pronunciado por el hijo en Getsemaní: Abbá. Al mismo tiempo, toda la Biblia nos hace ver el drama humano, transmitido de generación en generación, causado por el hecho de que el hombre no se ve como hijo. Y nos muestran que la salvación consiste en que el verdadero hijo de Dios, no creado sino engendrado del Padre, se hace hombre para vivir como hijo y en él se abre a los hombres el camino de la filiación. Se puede ver toda la Biblia como un lento, progresivo y dramático paso de la esclavitud a la libertad, de siervos a ser hijos. Todavía hoy en la Iglesia se diría que para nosotros la dificultad mayor está en descubrir y vivir la libertad de los hijos de Dios. El hombre tiende continuamente a crearse condiciones de esclavitud: esclavitud a las propias ideas, doctrinas, estructuras, leyes, reglas… Como si tuviésemos un innato e incontrolado miedo a ser hijos y a ser libres. El demonio del miedo mantiene el hombre en la esclavitud.” (13)


  1. UNA PEDAGOGÍA DEL HERMANAMIENTO CONCRETO


Humanos por naturaleza, hijos e hijas por adopción filial de la divinidad, hermanos y hermanas por elección. 

Tenemos que apostar por una pedagogía que nos vincule a los demás y a las cosas creadas con un espíritu de hermanamiento a lo Francisco de Asís, tal como nos lo propone Fratelli Tutti del otro Francisco. Este hermanamiento brota de una relación positiva con lo divino, de un desborde de conciencia filial, creatural, que se hace respuesta concreta: “hermano sol…”. La familia humana que nos hermana sólo es viable reconociendo a un Padre/Madre como el que nos mostró quien es humano y divino al mismo tiempo: Cristo. Es decir, una divinidad que asume nuestra contradicción como ningún otro ser creado es capaz y nos invita a hacerlo nosotros mismos en la medida de nuestras posibilidades. 

Se trata de proponer aquella lógica tan preciosa que experimentó Etty Hillesum en el contexto del campo de concentración nazi que la llevó a expresar: “Amo tanto al prójimo porque amo en cada persona un poco de ti, Dios mío. Te busco por todas partes en los seres humanos y a menudo encuentro un trozo de ti. Intento desenterrarte de los corazones de los demás”. (15 septiembre de 1942). (14)

Sin embargo, asumir la alteridad del otro siempre supone superar la “fenomenología del me gusta” que la cultura digital sugiere y hacer experiencia del otro, de su negatividad que despierta mi espíritu y lo saca de la autorreferencialidad de muerte (15). Esto es igual a decir que sólo nos salvamos por la alteridad que nos altera. De ahí que la negación del otro tenga sus mitos arquetípicos del fratricidio desde siempre en las culturas (16). En la tradición israelita el relato de Caín matando a Abel porque no ha podido resolver su deseo de exclusividad ante el padre y, por tanto, está en conflicto consigo y los demás, inaugura una serie de desencuentros entre hermanos que se prolonga en todo el AT (17). 

La actual atomización cultural a la que nos vemos expuestos como sociedad nos está llevando a desconocernos al punto de quedar atrapados en nuestros propios fragmentos ideológicos y espaciotemporales. Estamos asistiendo a una cadena de desencuentros humanos muy profunda intensificada con la cultura del descarte y del consumo que acelera el tiempo que es el otro. Por eso, necesitamos un hermanamiento concreto que rompa el solipsismo del fragmento y nos revincule con los demás y con el espíritu de las cosas creadas. 

Pastoralmente, esto sería apostar por crear espacios reales de vinculación donde el tiempo compartido ayude a tejer relaciones, a zurcir generaciones, a remendar historias rajadas por el odio y la violencia, a coser heridas causadas por la pobreza y la marginación, a contemplar la vida común como una condición de posibilidad para nuestro futuro próximo sin distracciones. 

Necesitamos experimentar la adopción de los hermanos y las hermanas, más allá de la consanguinidad, al proponer una fraternidad nacida de la amistad como vínculo fundamentalmente cristiano: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Esto es destruir la dialéctica del amo y del esclavo al reconocer que el otro y las demás creaturas son mi hermano o mi hermana y quien nos restauró en el vínculo con el Padre/Madre ya no nos llama siervos, sino amigos (Cf Jn 15,15). En definitiva, amigarnos con lo que se nos ha regalado gratuitamente y desde ahí hacer lo que nos toca desde donde podamos. 


CONCLUSIÓN

Es posible que esto nos parezca imposible, ¡y lo es! Pero como es del buen Dios y “para Dios nada es imposible” (Lc 1,37) nos toca confiar en que Él lo está haciendo a su manera. Creo que si asumimos estos tres criterios pastorales como pedagogías (caminos) concretas de crecimiento y formación, especialmente de las generaciones futuras, pero no sólo, habremos contribuido mucho. Es cierto, se trata una utopía que requiere paciencia orante y apertura mental, al mismo tiempo que los sentidos espirituales bien despiertos para percibir cómo muchas de las cosas que necesitamos para vivir desde una fraternidad humana ya se están dando en el espíritu del mundo de manera muy sutil. Sólo hay que saber “espiar” con los ojos amorosos del Padre/Madre a sus hijos es hijas mientras caminan hacia una forma nueva de saberse hermanados por el amor. 



1. Artículo para el Centro Virtual de Pedagogía Ignaciana. Selecciones abril-mayo 2021. “La fraternidad y amistad social en la educación jesuita”. Boletín Nº 66 – Número Especial. Disponible en: www.pedagogiaignaciana.com. Y para Civiltá Cattolica: https://www.laciviltacattolica.com/whose-brothers-and-sisters/

 2. Así comienza el Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común firmado a dos manos entre Su Santidad el Papa Francisco y el Gran Imán de Al-Azhar, Ahmad Al-Tayyeb y que inspirará posteriormente la última carta Encíclica del Papa, Fratelli Tutti.

3. “Ciudadanía Global: Una Perspectiva Ignaciana”. En: https://www.educatemagis.org/es/global-citizenship-an-ignatian-perspective/

4.  Mensaje del Santo Padre Francisco con ocasión del 150 aniversario de la proclamación de san Alfonso María de Ligorio como Doctor de la Iglesia. En: https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/pont-messages/2021/documents/papa-francesco_20210323_messaggio-santalfonso.html#_ftnref3 

5.  “La hipercultura se encuentra dispersa. […] La hipercultura se diferencia también de la multicultura en tanto que esta tiene menos recuerdos sobre la procedencia, la ascendencia, las etnias y los lugares. Y a pesar de esta dinámica, la hipercultura se basa en una yuxtaposición densa de ideas, signos, símbolos, imágenes y sonidos diferentes; es una especie de hipertexto cultural. La transculturalidad no posee justamente esta dimensión del hiper. La cercanía de la yuxtaposición espaciotemporal, y no en la distancia del trans, caracteriza la cultura de hoy. Ni el multi ni el trans: el hiper (acumulación, conexión y condensación) representa la esencia de la globalización”. HAN, Byung-Chul, Hiperculturalidad. Cultura y globalización. Barcelona: Herder, (2018), p. 84. 
6.  “Más que cualquier otra cosa, el Game necesita humanismo. Lo necesita su gente, y por una razón elemental: necesitan seguir sintiéndose humanos. El Game los ha empujado a una cuota de vida artificial que puede ser compatible con un científico o un ingeniero, pero a menudo es antinatural para todos los demás. En los próximos cien años, mientras que la inteligencia artificial los llevará aún más lejos de nosotros, no habrá bien más valioso que todo lo que haga sentirse seres humanos a las personas. Por muy absurdo que pueda parecernos ahora, la necesidad más extendida será la de salvar una dignidad de la especie.

No es el Game el que tiene que volver al humanismo. Es el humanismo el que debe compensar un retraso y alcanzar al Game. Una restauración refractaria de los ritos, del saber y de las élites que relacionamos de forma instintiva con la idea del humanismo, sería una pérdida de tiempo imperdonable. En cambio, tenemos prisa por cristalizar un humanismo contemporáneo, donde las huellas dejadas por los humanos tras de sí sean traducidas a la gramática del presente y situadas en los procesos que generan, cada día el Game. Es un trabajo que estamos haciendo. Hay toda un área de memoria, imaginación, sensibilidad y representaciones mentales en la que los habitantes del Game se han puesto a recopilar las huellas dactilares de su condición humana. Tampoco hacen demasiadas distinciones entre un tratado filosófico del siglo XV y un sendero en las montañas. Buscan en el hombre, y donde lo encuentran, tomar nota. Descartan algunas cosas, muchas otras las conservan. Lo traducen todo. Y esto lo hacen con una intención muy lúcida: terminar de construir el Game de una manera que sea adecuada para los seres humanos. No sólo producido por los humanos: adecuado para ellos.” BARICCO, Alessandro, The Game. Barcelona: Anagrama, (2019), p. 330-331. 

7. Cf. Por ejemplo: SINAY, S. La sociedad de los hijos huérfanos. Cuando padres y madres abandonan sus responsabilidades y funciones. Buenos Aires: Ediciones B. (2007); RICOLFI, L. “La società senza padri”. Il Messaggero. (2017, noviembre) En: http://www.fondazionehume.it/societa/la-societa-senza-padre/. RECALCATI, M. ¿Que queda del padre? La Paternidad en la época hipermoderna. Barcelona: Xoroi. (2015). Entrevista: “Alla ricerca del padre perduto. Dialogo sulla possibilità di un’educazione oggi.” (Costanza Miriano, giornalista Tg3 Franco Nembrini, rettore dell’Istituto “La Traccia” (Bg) Antonio Polito, editorialista Corriere della Sera) En: http://www.standard1932.it/risorse/alla-ricerca-del-padre-perduto.pdf. DOMÍNGUEZ MORANO, C. Creer después de Freud. Córdoba: EDUCC. (2010).
8.  “No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo, en el mundo occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión disuasoria de los mass media en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con confianza”. BENEDICTO XVI, Audiencia General, 30/01/2013.
9.  De esto hay un muy buen análisis en la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia (AL), del papa Francisco, en el capítulo II: “Realidad y desafíos de las familias” [31-60]. 
10.  SICRE, Emmanuel. “La familia que Dios quiere”. En: https://emmanuelsicre.blogspot.com/2016/08/la-familia-que-dios-quiere.html
11.  Cf. DOMÍNGUEZ MORANO, Carlos. “Capítulo 9: A nadie llaméis padre” En: Creer después de Freud. Córdoba: EDUCC. (2010). pp 255-288. 
12.  Cf. DOMÍNGUEZ MORANO, Carlos. “Capítulo 1: La paternidad de Dios” En: Experiencia cristiana y psicoanálisis. Córdoba: EDUCC. (2005). pp 55-91. 
13.  RUPNIK, Marko. Le abrazó y le besó. Madrid: PPC, (1997), p 36-37. El destacado es propio. 
14. HILLESUM, Etty, Una vida interrumpida. Los diarios de Etty Hillesum 1941-1943. Buenos Aires: Javier Vergara, 1985, p 228.
15.  Cf. HAN, Byung-Chul, En el enjambre. Barcelona: Herder, 2014, p 80. 
16.  Cf. CANILLAS DEL REY, Fernando, “Caín y Abel: iconografía del primer fratricidio”. Revista digital de iconografía medieval, ISSN 2254-7312, Vol. 11, Nº. 21, 2019, págs. 131-156.
17.  “la relación entre hermandad y violencia es como el hilo conductor que recorre las historias del primer libro de la Biblia. Los polos son bien notorios a lo largo de toda la trama: la violencia se manifiesta en la rivalidad casi instintiva en el seno de la madre (Gn 25, 23); en el grito desgarrador de indignación del hermano burlado (Gn 27, 32-34) o en la confabulación de los hermanos mayores (Gn 37, 18-20). La reconciliación y el futuro de paz y colaboración son descritos con tintes hermosos en el reencuentro de los hermanos (Gn 33, 8-11), en el llanto del padre al recobrar al hijo perdido junto a sus hermanos (Gn 46, 28-30), o mejor aún, en la sabiduría de leer el conflicto entre los hermanos en clave de permisión divina para la salvación de la familia (Gn 45, 1-5 // 50, 18-21).” FERRADA, Andrés. “Una lectura narrativa de Gn 4, 1-16: hermandad y violencia”. Teología y Vida, vol.57, No.3, Santiago: set. 2016. En: https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0049-34492016000300002#nb37 

lunes, 2 de enero de 2023

ANTENCIÓN Y ESMERO, bisagras entre lo que se va y lo que viene

Por Emmanuel Sicre, SJ

Llegar a este momento del año y sopesar su trascendencia para nuestra vida es un ejercicio que exige de nosotros atención y esmero justo cuando nuestras fuerzas están en declive. Sin embargo, se trata de un tipo de atención que, más allá de que podamos, o no, ejercitarla en unos días de retiro o en unas horas de silencio, merece la pena, el esfuerzo, darle su lugar en nuestra mente y en nuestro corazón. Atención y esmero se convierten, así, en una clave para descubrirnos en el tiempo, las relaciones, y los espacios que habitamos, pero, sobre todo, para poder percibir cómo es que la presencia de Dios se ha colado en los entresijos de nuestros ritmos vitales.

Saber que Dios ha elegido, libre y gozosamente, nuestra existencia para compartirla es un misterio tan grande que no siempre resulta fácil de aceptar. Es demasiado. ¿Cómo un Dios nacido de una mujer que no ha conocido varón, envuelto en pañales y recostado en un pesebre, puede ser nuestra paz y nuestra esperanza? ¿Por qué un hombre, en principio, común resulta el más especial de todos a través de sus gestos y palabras? ¿De dónde un Dios crucificado, envuelto en una sábana y puesto en un sepulcro virgen puede darnos la certeza de la resurrección de todas nuestras muertes? Realmente un misterio inabarcable, pero no por eso imperceptible a nuestra humanidad.

En efecto, considerar la relevancia de lo vivido en este año es dejarme encontrar por cuanto tuvo de encarnación y de pascua lo que me ha tocado transitar. Dicha consideración es la que requiere atención y esmero. Pero ¿Cómo hacerla?

Los ritmos vitales

Tomar consciencia de lo que estamos viviendo puede acercarnos al misterio de Dios que ha donado a nuestra vida el código genético de la muerte y la resurrección. Por eso, al preguntarnos, por ejemplo: ¿en qué momento de mi historia me encuentro? ¿Qué han dicho mis gestos y palabras de esta vida que vivo? ¿Qué nació y fue envuelto en pañales durante este año? ¿Qué tuve que cuidar como a algo recién nacido? ¿En qué momento de mi propia historia podría decir que me encuentro? ¿Qué está muriendo o ya cerró su ciclo? ¿Qué debo dejar partir y no retener más? ¿Cuáles han sido las muertes de este tiempo que debo aceptar, hacer duelo y dejar en manos de Dios? Es fundamental reconocer que los términos de las cosas que nos tocan vivir nos dan pie para continuar y no quedar atrapados en el pasado, en lo que no será. Nuestra existencia se vuelve terca y melancólica cuando no aceptamos la muerte.

Por eso, ¿qué presiento que vendrá después de esto que ya no está o que se va yendo de mis días? ¿Es negativo o positivo? Si confiamos en que Dios hace nuevas todas las cosas deberemos renunciar a la idea de que siempre vendrá lo peor, para darle paso a lo contrario: lo mejor está por venir.

Es entonces cuando se gesta algo. Dejar a la vida abrirse camino en medio de las dificultades es aceptar ese código genético inscrito por Cristo al salir del sepulcro y manifestarse a quienes creyeron en la promesa. Promesa que Dios nos hace en cada una de nuestras vidas al modo de una vocación, de un llamado concreto a vivir la propia vida según el deseo profundo de nuestra libertad tocado por la fascinante y tremenda invitación de Dios a vivir en plenitud. Aun cuando las cosas no hayan salido como queríamos o cuando sintamos que de todo lo soñado queda muy poco. Aun así, Dios es capaz de soplar sobre nuestros huesos secos y darles su espíritu. (Cf. Ez 37).

Por tanto, prestar atención con esmero para reconocer que aquello que murió en nosotros y que ha dejado paso a algo nuevo puede ayudarnos a confiar más en los ritmos vitales, no pretender controlar el tiempo y dejar a Dios ser Dios en nuestra propia historia.

Foto: Cielo Abigail-Cathopic

La realidad habitada por su misterio

No nos resulta tan sencillo creer que Dios está siempre con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). De hecho, las cosas que pasan a diario a nuestro alrededor dan más bien la sospecha de que Dios puede haberse olvidado de su Creación y la ha dejado librada a su suerte. Lo cierto es que independientemente de lo que nosotros percibamos su acción en y por el mundo nunca se detiene. Lo que sucede es que nuestra ansiedad, nuestros miedos y ambiciones, también nuestras heridas y fracasos, nos ubican en su lugar haciéndonos creer que la vida depende, la mayor parte del tiempo, de nosotros. Pero esto no es verdad.

Si queremos dejarnos asombrar por el misterio de Dios habitando la historia deberemos nuevamente recurrir a la atención y el esmero. Al decir que es necesario prestar atención, por momentos, creemos que debemos concentrarnos haciendo fuerza para exprimir algún tipo de relación intelectual sobre las cosas. Pero no. El tipo de atención que demanda el misterio de Dios carece de tensión nerviosa. De hecho, no consiste en una interminable y agotadora búsqueda de varias cosas a la vez, de llenar la cabeza de un sinnúmero de nociones.

Nuestro esmero por percibir a Dios en la vida necesita de una atención desapegada que se centre más bien en lo recibido que lo pretendido; en lo que nos ha sido dado que lo que se ha esperado; en lo que emerge como sorpresa más que en lo que descubrimos como fruto de una investigación. Por ello, la atención que la realidad merece es más despojada de lo que creeríamos. Es un tipo de atención a la espera de ser encontrada, no de encontrar algo. Es una atención descansada, consciente y abierta a dejar que, desde cualquier espacio, en cualquier momento, ante cualquier realidad y circunstancia Dios se nos presente como una presencia amorosa, como un giño de su amistad, como un consuelo inefable, como la comprensión de algo que no tenía sentido hasta entonces.

A esta manifestación de Dios llamada Epifanía por la tradición cristiana la sostiene nuestra fe en que Dios se ha hecho carne en la realidad humana de Cristo al punto de que, como dice san Pablo en la Carta a los colosenses: “en él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles… Todo fue hecho por él y para él.” (Cf. Col 1,16ss). ¿Y vamos a desconfiar?

¿Cómo reconocer que Dios habita de esa manera misteriosa en nuestras realidades tan complejas? Dejando que nuestros sentidos se aquieten y se presten a este tipo de atención que espera a escuchar, sentir, oler, ver, tocar a Dios en lo cotidiano. Debemos destaponar nuestras conexiones vitales con el mundo para que de él venga lo que de Dios tiene y no lo que nosotros le hemos colgado con nuestras proyecciones narcisistas, nuestras teorías y elucubraciones. ¿Qué puede venir de Dios en medio de tanto sufrimiento, dolor, hambre y desesperación que vive nuestro mundo?

Si conservásemos estas preguntas en nuestro corazón al estilo de María los años nos harían más sabios. Pero no es fácil, queremos rellenar los casilleros de nuestras definiciones sin poder convivir con lo inexplicable. Sin embargo, esta es una condición de posibilidad para creer. Quien se anime, por ejemplo, a recibir todo lo que viene de dolor de alguna de estas situaciones del mundo próximo o lejano, verá brotar en sí un sentimiento que será necesario examinar cómo es que Dios le ofrece un mensaje para que trabaje con él para la realidad, incluso un rostro nuevo de Su imagen siempre susceptible de ser desfigurada.

Lo que sucede es que no nos damos tiempo para sentir lo que sentimos o dramatizamos una emoción. Rápidamente pasamos a otra cosa y no prestamos la atención que merece. La lógica de infoxicación, por ejemplo, nos hace perdernos en un mar de información inconexa que no encuentra en nosotros ningún caldo de cultivo adecuado. Nos mareamos de informaciones sobre lo que pasa al tiempo que ignoramos lo que nos pasa. Esta confusión pisotea la percepción de lo divino en el mundo porque nos desconecta con la fuente y nos introduce en la autosuficiencia de creer que el mundo es nuestro.

Es necesario retomar el camino de las altas dosis de silencio, de serenidad, de desacelere. Ir a nuestro monte a orar. Entregar minutos conscientes a hacer algo por detenernos y bajar a lo profundo del “monasterio interior” donde recuperamos las fuerzas cuando se agotan, allí donde el Dios más íntimo que nuestra intimidad nos espera para restaurar nuestra imagen y semejanza cristiana.

Sólo habiendo retornado de esas profundidades de lo que somos estaremos disponibles para percibir al Dios de Jesús en este tiempo y siempre. Sólo desde ahí podremos contemplar la realidad con ojos resucitados como los de quienes creyeron en la promesa; con oídos libres como los de quienes escuchan la Palabra creadora; con la lengua lista para “sentir y gustar internamente” al decir de san Ignacio; con el olfato renovado para oler el perfume de Cristo en la inmensidad de buenas acciones; y con el tacto sensible a la textura del misterio revelado a quienes se confían por entero a su Dios.