Por
Emmanuel Sicre, sj
La
experiencia de oración tiene una puerta de ingreso: la reverencia. Sólo cuando llamamos a esa puerta se nos permite entrar
al misterio del encuentro con Dios. ¿Es que acaso se trata de una reverencia
superficial o protocolar como si nos encontráramos ante una autoridad religiosa
o política? Nada de eso. La reverencia de quien ora parte de una delicadeza de
actitud que no viene marcada por una decoración espiritual, sino por la finura
de la honestidad del propio corazón ante el misterio. Es decir, cuando logramos
estar ubicados en la perspectiva correcta: él es Dios y yo soy un hombre. Esta actitud supone, como es
evidente, haber soltado el control de la situación. Si quiero estar con Dios,
debo despojarme de todas mis defensas: psíquicas, físicas y espirituales con
las que ando habitualmente. Y comenzar a caminar detrás de quien sabe el
camino.
De
allí en adelante todo pareciera conducir a una condición para entrar en
contacto con la fecundidad de Dios. Que el Dios de Jesús sea fecundo en mí
depende de que le sea dado un lugar real de nuestra alma, un espacio geográfico
con buena tierra, una región verdadera. La
condición, entonces, es que le demos el lugar que tiene siempre nuestro ‘yo’ y
nos mudemos. Sí, hay que dejar que ese elemento de propiedad privada que
tanto protegemos y que en los momentos más duros y difíciles es lo único que
nos queda, se quiebre. No es fácil, para nada. Menos aún cuando las únicas
formas de disminución del yo que conocemos son violentas. Ya porque las
padecimos desde niños o porque aprendimos a infligírnoslas a nosotros mismos
con un dejo de masoquismo interior disfrazado de ‘humildad’. Pero, justamente,
“la humildad consiste en saber que en lo que se denomina ‘yo’ no hay ninguna
fuente de energía que permita elevarse” (Simone Weil).
La
forma en que Dios busca su espacio en el alma para poder trabajar en la
disminución del yo es otra muy distinta, se llama misericordia. Funciona así. Una vez que hemos decidido darle parte
a Dios, su bondad nos va desvelando nuestra contradicción cotidiana con los demás, con lo creado, con nuestra
historia y con nosotros mismos. Entonces, cuando caemos en la cuenta de que
hicimos lo que hubiéramos preferido evitar, comienza a florecer una bella vergüenza y un sentimiento de confusión que nos demuestra que el
placer de algunas cosas se evapora dejando una sequía. En ese momento en que la
contradicción te hace ver en el espejo de aquellos a quienes tanto criticaste,
en ese momento es que viene en rescate el perdón
para aliviar tu carga y decirte que dobles la cabeza para poder dejar tu
orgullo, reconocerte frágil y aceptar ‘el quiebre del yo’. Así es que se
comienza a cantar y bendecir: “Gracias,
Señor, por los que me han perdonado en el silencio de su corazón”.
Pero
hay otro punto más de encuentro que se divisa luego de esta experiencia. Si la reverencia es la puerta de la oración,
y la contradicción es la de la misericordia, tiene que haber otro acceso para
ir cada vez más hondo en la relación con Dios donde él pueda transformarnos.
Hasta aquí no ha pasado más que la aceptación del hombre del perdón que el Buen
Dios le ofrece siempre. Pero como Dios no ha querido simplemente ser un
dispensador de faltas, decidió ser uno más con nosotros para darnos una vida mejor, de mayor calidad, más viva.
Es entonces que se hace hombre, se encarna, se hace historia humana.
Quizá lo curioso no sea la opción de Dios
de hacerse hombre, sino la manera.
Cualquiera podría pensar que para tener una vida así hay que habérselas con un método
muy eficaz. Bueno, sí, pero depende con qué ojos se mire. La estrategia de Dios es irracional, rompe con toda lógica humana: Dios se hace fracaso, fragilidad, pobreza y
desde allí promete y da la salud, la justicia y la paz.
Que
más de uno diga que esto es imposible, no sería raro. Porque lo es. Pero para
nosotros. Así es que hemos descubierto la
tercera puerta de acceso a Dios: la imposibilidad.
Simone Wiel: “La imposibilidad es la puerta que da a lo sobrenatural. No queda
más remedio que llamar a ella. Otro es el que abre”. Y el que abre es un Niño con una Cruz. Es entonces cuando
comprendemos que la vida es enorme y a la vez muy pequeña, que es una paradoja
fascinante. Tal es así que ante el Recién Nacido se nos descubren nuestras
irreverencias, ante un Justo que sufre se nos abre la tapa de nuestras
contradicciones y ante la Cruz que redime queda delatada la prepotencia de
nuestro yo inflado.
Toda
la itinerancia misionera de Jesús, toda su pedagogía de Dios y su Reino, sus
curaciones, liberaciones y bendiciones contadas por los evangelios, reflejan el
apuro y la preocupación porque participáramos en este misterio de Dios que ha
venido a transformar la vida del hombre. Por
eso el Reino tiene una atracción irrefrenable porque invierte la lógica del
mundo para invitarnos a la locura del amor al otro hasta dar la vida. Pero
ni los discípulos que estuvieron con Jesús, ni nosotros hoy podemos comprenderlo
si no es con los ojos nuevos de la Pascua. Sólo la fuerza liberadora del
sufrimiento de la cruz redimido nos hace capaces de ver con otros ojos la vida
nueva que está en nosotros y a la que nos invita incansablemente el Dios de
Jesús.
NOTA:
agradezco a los lectores de este blog en América Latina, Centroamérica y el
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