Por Emmanuel Sicre, SJ
¿eras tú el publicano que oraba sabiéndose pecador,
quien a distancia no podía ni levantar los ojos al
cielo
y golpeaba su pecho en el templo (Lc, 18 9-14)? ¿Eras tú, Zaqueo?
¿Fue esa certeza existencial de tu pequeñez
la que te subió al árbol que le devolvería altura
a tu vida?
¿Fue esa fuerza de la oración que,
combinada con la mirada de Jesús desde abajo,
te hizo abrir las puertas de tu casa para
dejar que un intrépido Dios convirtiera
tu soledad en apertura,
tu traición en mano tendida que comparte,
tu injusticia en generosidad,
tu curiosidad en amistad,
tu impureza en familia con Dios?
Y tú,
multitud que murmuras,
¿qué miedo te da que Jesús venga a cumplir la
promesa de su Padre?
¿por qué te enojas con quien quiere cambiar?
¿por qué te arrogas un juicio que sólo a Dios
corresponde?
¿por qué te complaces en condenar a quienes son
tus hermanos?
¿qué amor se te ha negado para que sientas
desprecio por quienes buscan entre las sombras la luz?
Vamos, multitud herida,
Deja que Dios te salve con la fuerza de su ternura
Capaz de besar tus llagas…
Capaz de llamarte desde el fondo de tus pecados…
Capaz de amarte con el único mérito de dejarte
mirar por su misericordia…
Y tú, Jesús,
Ven a mi casa, a mi hogar.
Transfórmalo todo
Siéntate a la mesa
Mírame
y seré nuevamente hijo y hermano…
Zaqueo, el pequeño, siempre me lo imagino, tratando de ver y con miedo de ser visto!! Imagino el cruce de sus miradas y la toma de conciencia del pequeño Zaqueo, sintiendo la grandeza que esa mirada le otorga. No mas subir a un árbol, El, El Señor me llama a bajar, al encuentro personal y cercano. Que belleza, Señor, ven a hospedarte en mi casa enseñame a despojarme de todo lo que no me permite ser libre.
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