Amanece
y ya está ladrando.
Al
despertar mis ojos sólo figuran un mate reposando humeante al borde de mi mesa
de luz. Ella, la luz, encendida. Desperezarse puede ser todo un arrebato de la
voluntad o una inconciencia de la mañana. El sol aun no aparece por la ventana y
una luz de la ciudad hace eco en las puertas del placard.
Descubrí,
ingenuamente, no hace mucho tiempo que el primero de los sentidos que se
despierta es el oído y con él el sexto oriental, la mente. Todas las mañanas
irreversiblemente ella ladra. Es un aullido monótono atormentante continuo
(más, más, más) aturdidor que cesa sólo por pequeños tiempos. La posición del
hocico siempre hacia arriba, según lo testimonia el naranjo del fondo, me da la
pauta de una espera, triste, obviamente.
Varias
veces me he asomado a verla. Es algo parecido a un oso, pero de menor tamaño.
Tiene algo de águila, pero no se le parece en nada. Mide menos de un metro y
ladra en círculo como si quisiera tomar la cola entre sus dientes, pero sin
querer hacerlo porque le impediría cumplir su anunciado ladrido. Cuenta con dos
amigas impávidas e indolentes a su lado que no hacen más que virar, muy de vez
en cuando, su cabeza y esbozar un gesto que pareciera decir “qué mierda te
pasa”.
Amanece
y ya está ladrando.
Imaginé
muchas formas de asesinarla que sin duda se hicieron realidad salvo una de
ellas por vez, pero sin que hubiese una anterior.
Tomé
una soga que envolvía su tórax la atraje hacia la medianera y le inyecté,
progresivamente, un fármaco que la haría morir de a poco. Escuché sus ladridos
cada vez más pausados hasta que sus ojos se cerraron y la respiración se le
voló.
Algo
más metafísico fue poner burletes a las ventas de mi habitación para acallar su
ladrido y matarla de una manera menos escandalosa y “sacrificial”.
Cuando
tomé el arma con el frenesí que la desesperación impone, descubrí un instinto
asesino imposible de eludir y que me pertenecía. Sobre una silla plástica y en
puntas de pie apunté a su cabeza erradamente y dile en la pata trasera. Su
imposibilidad para moverse me permitió arremeter con éxito nuevamente. La
sangre parecía brotar del suelo mismo haciéndola parte de una tina colorada
arraigada en la tierra mal cuidada y llena de escombros. Con felicidad tórrida,
bajé de la silla.
Varias
veces osé tirarle con piedras. Y creer que callaba apaciguaba mi ánimo. Pero la
idea que más me consoló fue la de alimentarle el buche con algo venenoso. Tiré
un pedazo de pan, una albóndiga, etc.
Amanece
y ya está ladrando.
“Ése es
mi mal. Soñar.” (R. Darío)
Era
en un amanecer nubloso que hizo al sol salir sólo en una franja de 10 cm . que destellaba en el
horizonte como una pátina mal dada, cuando la vi asomarse vestida de negro. Su
hocico destilaba no sé que aire pestilente y oscuro. Sus amigas la acompañaban
como un séquito único que inundaba el fondo del frío azabache de una mañana de
invierno sin luz. Primero, sus ladridos
a lo lejos terminaban la escena; luego, cada vez más aturdidores se lanzaron a
mis oídos anunciando una patética imposibilidad de movimiento. La miraba como
se mira caer una tonelada de alquitrán sobre sí, como si al acercarse más y más
a mí me diera la pauta de que ella era quien emitiría el último sonido (cabe
aclarar que mis gritos también fueron escuchados por ella). Competíamos con
charlatanismo maquinal y no dejábamos de insultarnos uno al otro, ella en su
fraseología canina y yo, pobre, en un lenguaje burdo, soez, pero vasto, “perra
mal cogida”…, “la puta que te parió”…, “me cansaste, la concha de tu madre”…
Amanece
y ya está ladrando.
Hoy
la vi detrás de las rejas verdes que la separan del contacto “social” y la
ponen en una especie de receptáculo arreglado para incomodar a todo ser que
permanezca cerca de ella. Me “habló”. Sus amigas también. Con sigilo levanté
nuevamente la cabeza. La miré. La contemplé de arriba abajo en sus quejumbrosos
movimientos. Y con la paciencia que no me caracteriza la desprecié como si se
tratara de un ser que odio, o, mejor, dicho que me cae antipático. Creí que de
mis ojos salían congelados y destellantes chispazos de aborrecimiento, de
rencor, de animadversión que se le incrustaban en los suyos y la hacían sufrir
lo que sus ladridos a mí en la mañana temprano.
Me
retiré con calma del lugar. Como si con este gesto lírico la hubiese echo
pedazos. Esta noche soñaré que habrá de venir, pero esta vez, vestida de toronja
y con su lengua colorada lamerá mis mejillas diciendo “perdón”, “sólo son
ladridos que esperan una respuesta”. Yo acariciaré su lomo y recibiré su
arrepentimiento como un premio a mi ojeriza.
Quien no quiso alguna vez matar a un perro, o pajaro imprudente que interrumpe el merecido descanso!!!!
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