por Emmanuel Sicre, sj
Un trabajador mañanero de esos
que esperan al sol con el mate salió esa madrugada como siempre. Acorralado en
un colectivo lleno de personas iba a cumplir con su rutina. Mientras dejaba
pasar miles de pensamientos por su mente, lo visitó una promesa que había
escuchado desde niño en labios de su abuela. Dicha promesa rezaba: “todo va a
cambiar alguna vez para nosotros y seremos felices”. Con certeza podía decir
que la vida no había sido fácil. Extrañado aún de haber recordado aquellas
palabras, sintió que desde lo más hondo del corazón le brotó un inexplicable deseo
ver a Dios. Y entonces su viaje comenzó a tomar otro cariz. Empezó a mirar a
todos a su alrededor como si fueran sus hermanos. “¿Qué tal si todos hubiésemos
compartido la misma infancia, los mismos juegos, los mismos padres, los mismos
sueños? ¿Y si todos escucharon a la abuela pronunciando la promesa?”, se decía
mientras su ánimo recobraba un vigor propio de un joven enamorado o de un niño
esperando a los reyes magos. Sin embargo, no le faltó la sospecha horrenda de
que la promesa de la abuela o era demasiado grande para ser verdad, o era un
cuento de hadas. Ambas, le provocaban cierto temor. Fue entonces cuando, en el
medio del tumulto pegajoso del transporte público, el calor de diciembre, y el
estresante clima político del momento, vio entrar a una mujer con una niña muy
chiquita en sus brazos. “Mmm, ¿y ahora?”, se dijo para adentro. Estaba
demasiado lejos como para ayudarle a encontrar un asiento. De repente, todos en
el colectivo hicieron un silencio asombroso y prestaron atención a la escena. Un
tipo de auriculares apagados se paró y le cedió el puesto con dulzura. Fue, por
lo menos y en estos tiempos que corren, algo raro. Todos tranquilos volvieron a
concentrarse en su viaje. Pero la sorpresa no acababa allí. Los tres extranjeros
que venían a su lado hablando con orgullo una lengua incomprensible apuntaron
para el asiento de la madre y su niña. Otra vez silencio. Todos expectantes. Sin
mediar palabra le acercaron una botella de agua fresca que sudaba, una toalla limpia
para secarle la transpiración del rostro y un sonajero de campanitas de colores
que sonaba tan armónico que todos los que venían escuchando música suspendieron
sus aparatos. “Ahora sí”, se dijo a sí mismo. Y es que en el momento en que la
bebé sonrió a carcajadas y todos en el colectivo rieron con ella, descubrió que
la promesa de la abuela no sólo era real, sino que todos la habían escuchado
alguna vez.
Que Dios nos regale escuchar la
promesa, abrir los sentidos y dejar que lo de siempre se convierta en camino a
Cristo que viene.
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