Fundamento antropo-teológico del hombre pleno: ser imagen de Cristo
Por Emmanuel Sicre, sj
“Decimos, en efecto, que Dios y el hombre se sirven mutuamente de modelo
el uno para el otro, y que Dios se humaniza para el hombre, en su amor por el
hombre, en la misma medida en que el hombre, fortalecido por la caridad, se
transforma por Dios en dios”.
Máximo en Confesor 662 d.C.
Cuando hacemos la pausa que san Ignacio nos recomienda
al terminar alguna actividad tomamos contacto con algo muy importante: lo que
somos y Dios siendo en nosotros, en la historia, en el mundo. De allí que el
hábito del examinar nos dé alguna novedad sobre nosotros mismos, o una
confirmación de algo que está pasando en nuestra vida, o alguna invitación a
crecer. Se trata de un ejercicio de autonocimiento y, al mismo tiempo, de
reconocimiento de Dios. Por eso, para quien está en conflicto con la fe, lo
primero es más fácil que lo segundo. Sin embargo, el hábito del examen al
buscar el cuidado de la interioridad, de la dimensión espiritual de cada uno,
puede convertirse en una acción más de siembra a largo plazo que una
constatación directa de la vida de fe.
En efecto, una vez que uno haya hecho la indagación
por el ser del hombre y habernos asomado a su misterio, esto es, al entramado
de hilos diversos que constituyen su condición de posibilidad, cabe
preguntarse: ¿Por qué el hombre anhela conocerse a sí mismo? ¿Por qué la fuente
de la sabiduría radica en la verdad de su ser? ¿Qué hace al hombre ser un
buscador de sentidos a su existencia? En definitiva, ¿por qué el hombre?
Desde una comprensión antropológica integral que
abarque la mayor cantidad de vínculos constitutivos del hombre y su
circunstancia -como la que pretendemos en la educación ignaciana, nos llega la
certeza de la complejidad de relaciones que nos atraviesan y constituyen, pero,
al mismo tiempo, brota el asombro por la belleza de lo que es el ser humano. ¡Qué
increíble ser es el hombre! ¡Qué admirable!
Esta paradoja que somos está en plena sintonía con la
tradición judeocristiana cuando ve a Cristo como la plasmación de Dios en el
hombre por medio del Espíritu. Es decir, cómo el Espíritu realiza en el hombre
la nueva creación que nos es dada en Cristo Resucitado y entonces descubre el
sentido de su vida en este mundo. Cristo es el hombre vincular pleno hecho
carne, esto es, hecho historia. Él es el hombre que vivió el vínculo con sus
cuatro dimensiones (con el mundo, con él mismo, con los demás y con Dios)
plenamente vivo y, si bien sufrió la tensión que corta el vínculo, nunca se
dio, gracias al amor del Padre y la fuerza del Espíritu que siempre circuló por
los canales de su ser.
La nueva creación que inaugura Cristo con su
entrega de la vida por amor al hombre manifiesta cómo es que Dios revela el ser
del hombre en su plenitud. Cristo es el hombre nuevo, Cristo es el ser humano
integral que ha restaurado todos los vínculos que sostienen el ser del hombre.
Por medio de él es que ahora sabemos cuál es el hombre que Dios crea a su
imagen y semejanza: el hombre pleno. Por esto, toda nuestra vida tiende a estar
tensionada a dejarnos salvar en nuestros vínculos constitutivos, para que
podamos ser imagen de la Imagen por la que fuimos plasmados al venir al mundo.
¿Para qué? Bueno, para que podamos hacer lo que hace
Cristo y que nos es comunicado por la Palabra de los Evangelios: dar, entregar,
ofrecer la vida por amor sin esperar nada a cambio. Por eso, la fuente de la
sabiduría radica en el hombre mismo, porque al buscarse a sí mismo encuentra la
imagen del Cristo interior que es y desde la cual Dios le comunica su sostén,
su gracia, su vida.
Cuando la ruptura de los vínculos obtura los canales
por donde circula el ser del hombre y lo encierra en sí mismo, la percepción
del Cristo interior plasmada en lo más íntimo del ser humano queda disminuida o
muerta. He aquí la dificultad de sentir y creer en la dignidad propia y del
hermano, en la del mundo como creación y no sólo mera naturaleza, en la del
amor como fuente y destino del ser del hombre. Sólo esa dignidad es la que le
permite al hombre creer que un Dios como el de Jesús sea real, verdadero y
divino. Por eso, cuando nos enamoramos de la dignidad del hombre, del mundo y
del amor, nace en nosotros el deseo de ofrecer la belleza de nuestra vida por
la verdad.
A mi me gustaría que lo explicaran con palabras más sencillas y claras
ResponderEliminarImagina que somos un lago y deseamos con todo el corazón saber qué hay en el fondo. Nos disponemos a bucear y después de atravesar con algún esfuerzo el agua no siempre muy clara, nos encontramos con el Rostro de Cristo. Entonces le hallamos el sentido al para qué de nuestra vida porque al descubrir eso sentimos que podemos amar y ser amados.
EliminarGracias por tu comentario, Anónimo!
Saludos
Sencillamente Ignaciano. Sencillamente de Dios. Gracias por el artículo. Gracias por la explicación sencilla pero profunda. Eso de buscar a Dios en nuestro interior dejándolo transformar nuestra vida en plena humanidad para tender poco a poco en la vinculación con Él a lo Divino... me toca hondo..
EliminarGracias Emmanuel
Gracias Cinthia! Saludos!
EliminarMuy bueno!!!! saludos desde Resistencia Chaco.
ResponderEliminarRomán Luis.
Muchas gracias por tu comentario, Luis! Saludos!
EliminarMe encanto la reflexión. Muchas gracias!!!! En todo amar y servir
ResponderEliminarAgradecido. Muy ilustrativo y sencillo. Por eso es valioso tu aporte. Lo incluiremos en mis talleres de Espiritualidad y deseo pedirte si puedo publicar tu artículo en mi pagina:RemaMarAdentro. org
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir.
ResponderEliminarSiempre podemos profundizar y encontrar nuevas respuestas.
"Pausa"
Luis Javier García Urdiales standardidiomas@gmail.com