Por Emmanuel Sicre, SJ
Llegar a este momento del año y sopesar su trascendencia para nuestra vida es un ejercicio que exige de nosotros atención y esmero justo cuando nuestras fuerzas están en declive. Sin embargo, se trata de un tipo de atención que, más allá de que podamos, o no, ejercitarla en unos días de retiro o en unas horas de silencio, merece la pena, el esfuerzo, darle su lugar en nuestra mente y en nuestro corazón. Atención y esmero se convierten, así, en una clave para descubrirnos en el tiempo, las relaciones, y los espacios que habitamos, pero, sobre todo, para poder percibir cómo es que la presencia de Dios se ha colado en los entresijos de nuestros ritmos vitales.
Saber que Dios ha elegido, libre y gozosamente, nuestra existencia para compartirla es un misterio tan grande que no siempre resulta fácil de aceptar. Es demasiado. ¿Cómo un Dios nacido de una mujer que no ha conocido varón, envuelto en pañales y recostado en un pesebre, puede ser nuestra paz y nuestra esperanza? ¿Por qué un hombre, en principio, común resulta el más especial de todos a través de sus gestos y palabras? ¿De dónde un Dios crucificado, envuelto en una sábana y puesto en un sepulcro virgen puede darnos la certeza de la resurrección de todas nuestras muertes? Realmente un misterio inabarcable, pero no por eso imperceptible a nuestra humanidad.
En efecto, considerar la relevancia de lo vivido en este año es dejarme encontrar por cuanto tuvo de encarnación y de pascua lo que me ha tocado transitar. Dicha consideración es la que requiere atención y esmero. Pero ¿Cómo hacerla?
Los ritmos vitales
Tomar consciencia de lo que estamos viviendo puede acercarnos al misterio de Dios que ha donado a nuestra vida el código genético de la muerte y la resurrección. Por eso, al preguntarnos, por ejemplo: ¿en qué momento de mi historia me encuentro? ¿Qué han dicho mis gestos y palabras de esta vida que vivo? ¿Qué nació y fue envuelto en pañales durante este año? ¿Qué tuve que cuidar como a algo recién nacido? ¿En qué momento de mi propia historia podría decir que me encuentro? ¿Qué está muriendo o ya cerró su ciclo? ¿Qué debo dejar partir y no retener más? ¿Cuáles han sido las muertes de este tiempo que debo aceptar, hacer duelo y dejar en manos de Dios? Es fundamental reconocer que los términos de las cosas que nos tocan vivir nos dan pie para continuar y no quedar atrapados en el pasado, en lo que no será. Nuestra existencia se vuelve terca y melancólica cuando no aceptamos la muerte.
Por eso, ¿qué presiento que vendrá después de esto que ya no está o que se va yendo de mis días? ¿Es negativo o positivo? Si confiamos en que Dios hace nuevas todas las cosas deberemos renunciar a la idea de que siempre vendrá lo peor, para darle paso a lo contrario: lo mejor está por venir.
Es entonces cuando se gesta algo. Dejar a la vida abrirse camino en medio de las dificultades es aceptar ese código genético inscrito por Cristo al salir del sepulcro y manifestarse a quienes creyeron en la promesa. Promesa que Dios nos hace en cada una de nuestras vidas al modo de una vocación, de un llamado concreto a vivir la propia vida según el deseo profundo de nuestra libertad tocado por la fascinante y tremenda invitación de Dios a vivir en plenitud. Aun cuando las cosas no hayan salido como queríamos o cuando sintamos que de todo lo soñado queda muy poco. Aun así, Dios es capaz de soplar sobre nuestros huesos secos y darles su espíritu. (Cf. Ez 37).
Por tanto, prestar atención con esmero para reconocer que aquello que murió en nosotros y que ha dejado paso a algo nuevo puede ayudarnos a confiar más en los ritmos vitales, no pretender controlar el tiempo y dejar a Dios ser Dios en nuestra propia historia.
La realidad habitada por su misterio
No nos resulta tan sencillo creer que Dios está siempre con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). De hecho, las cosas que pasan a diario a nuestro alrededor dan más bien la sospecha de que Dios puede haberse olvidado de su Creación y la ha dejado librada a su suerte. Lo cierto es que independientemente de lo que nosotros percibamos su acción en y por el mundo nunca se detiene. Lo que sucede es que nuestra ansiedad, nuestros miedos y ambiciones, también nuestras heridas y fracasos, nos ubican en su lugar haciéndonos creer que la vida depende, la mayor parte del tiempo, de nosotros. Pero esto no es verdad.
Si queremos dejarnos asombrar por el misterio de Dios habitando la historia deberemos nuevamente recurrir a la atención y el esmero. Al decir que es necesario prestar atención, por momentos, creemos que debemos concentrarnos haciendo fuerza para exprimir algún tipo de relación intelectual sobre las cosas. Pero no. El tipo de atención que demanda el misterio de Dios carece de tensión nerviosa. De hecho, no consiste en una interminable y agotadora búsqueda de varias cosas a la vez, de llenar la cabeza de un sinnúmero de nociones.
Nuestro esmero por percibir a Dios en la vida necesita de una atención desapegada que se centre más bien en lo recibido que lo pretendido; en lo que nos ha sido dado que lo que se ha esperado; en lo que emerge como sorpresa más que en lo que descubrimos como fruto de una investigación. Por ello, la atención que la realidad merece es más despojada de lo que creeríamos. Es un tipo de atención a la espera de ser encontrada, no de encontrar algo. Es una atención descansada, consciente y abierta a dejar que, desde cualquier espacio, en cualquier momento, ante cualquier realidad y circunstancia Dios se nos presente como una presencia amorosa, como un giño de su amistad, como un consuelo inefable, como la comprensión de algo que no tenía sentido hasta entonces.
A esta manifestación de Dios llamada Epifanía por la tradición cristiana la sostiene nuestra fe en que Dios se ha hecho carne en la realidad humana de Cristo al punto de que, como dice san Pablo en la Carta a los colosenses: “en él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles… Todo fue hecho por él y para él.” (Cf. Col 1,16ss). ¿Y vamos a desconfiar?
¿Cómo reconocer que Dios habita de esa manera misteriosa en nuestras realidades tan complejas? Dejando que nuestros sentidos se aquieten y se presten a este tipo de atención que espera a escuchar, sentir, oler, ver, tocar a Dios en lo cotidiano. Debemos destaponar nuestras conexiones vitales con el mundo para que de él venga lo que de Dios tiene y no lo que nosotros le hemos colgado con nuestras proyecciones narcisistas, nuestras teorías y elucubraciones. ¿Qué puede venir de Dios en medio de tanto sufrimiento, dolor, hambre y desesperación que vive nuestro mundo?
Si conservásemos estas preguntas en nuestro corazón al estilo de María los años nos harían más sabios. Pero no es fácil, queremos rellenar los casilleros de nuestras definiciones sin poder convivir con lo inexplicable. Sin embargo, esta es una condición de posibilidad para creer. Quien se anime, por ejemplo, a recibir todo lo que viene de dolor de alguna de estas situaciones del mundo próximo o lejano, verá brotar en sí un sentimiento que será necesario examinar cómo es que Dios le ofrece un mensaje para que trabaje con él para la realidad, incluso un rostro nuevo de Su imagen siempre susceptible de ser desfigurada.
Lo que sucede es que no nos damos tiempo para sentir lo que sentimos o dramatizamos una emoción. Rápidamente pasamos a otra cosa y no prestamos la atención que merece. La lógica de infoxicación, por ejemplo, nos hace perdernos en un mar de información inconexa que no encuentra en nosotros ningún caldo de cultivo adecuado. Nos mareamos de informaciones sobre lo que pasa al tiempo que ignoramos lo que nos pasa. Esta confusión pisotea la percepción de lo divino en el mundo porque nos desconecta con la fuente y nos introduce en la autosuficiencia de creer que el mundo es nuestro.
Es necesario retomar el camino de las altas dosis de silencio, de serenidad, de desacelere. Ir a nuestro monte a orar. Entregar minutos conscientes a hacer algo por detenernos y bajar a lo profundo del “monasterio interior” donde recuperamos las fuerzas cuando se agotan, allí donde el Dios más íntimo que nuestra intimidad nos espera para restaurar nuestra imagen y semejanza cristiana.
Sólo habiendo retornado de esas profundidades de lo que somos estaremos disponibles para percibir al Dios de Jesús en este tiempo y siempre. Sólo desde ahí podremos contemplar la realidad con ojos resucitados como los de quienes creyeron en la promesa; con oídos libres como los de quienes escuchan la Palabra creadora; con la lengua lista para “sentir y gustar internamente” al decir de san Ignacio; con el olfato renovado para oler el perfume de Cristo en la inmensidad de buenas acciones; y con el tacto sensible a la textura del misterio revelado a quienes se confían por entero a su Dios.
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