Por Emmanuel Sicre, SJ
El fuego que le quema por dentro a este hombre inmenso no podría venir sino de Dios. Con sólo 46 años de vida, este jesuita del siglo XVI, ha captado la admiración de los siglos posteriores, al asumir en su obra las empresas de quienes llegaron antes que él y trazar para el futuro las grandes líneas de la estrategia misionera.
Gracias a los Ejercicios Espirituales que su amigo Ignacio de Loyola logró hacerle gustar en los tiempos de estudiantes universitarios en París, Javier vio claro en su interior el sueño que Dios le había sembrado. Sin embargo, no conoció inmediatamente el destino definitivo que le tenía reservado el Señor.
Considerado el apóstol de las Indias y del Japón en 12 años de viajes, y con los escasos medios de su tiempo, recorre cerca de 100.000 kilómetros para hacer conocer a Cristo. Su estrategia de discípulo consistió en volcar toda su fuerza, su inteligencia y poder de seducción al servicio de la Iglesia caminado en la tensión que va de los más influyentes a los más débiles.
Si bien tenía una mirada puesta en las élites políticas, era en beneficio de todo el pueblo. Su sueño conjugaba lo grande y lo pequeño. Lavarse su ropa, entregarse a los enfermos, a los miserables, a los oprimidos que le atestiguaban un amor extraordinario, enseñar el catecismo a los esclavos, consagrarse sin reserva al bien de las más humildes castas de la India y Japón. Y también ayudar a los colonizadores a mostrarse menos violentos y licenciosos, convencer a las autoridades políticas para que no persiguieran a las nuevas vidas convertidas al cristianismo.
Apuntaba siempre a la cabeza, bien persuadido de que no se logra nada durable si no se alcanzan y transforman las instituciones y a quienes están al frente de ellas. Javier penetraba en el interior de las culturas con la precisión del hombre de acción que sabe lo que quiere y va derecho al fin: mostrar el camino a Dios.
Gracias a una red formada por los compañeros unidos a él con el vínculo fuerte y flexible a la vez de la obediencia logra cuidar amorosamente de las cristiandades nacientes y hacer que perduren más allá de él.
Adelantándose tres siglos a la consagración oficial de sus deseos, Javier piensa ya en el clero indígena y en las liturgias traducidas en las lenguas locales.
Su fecundidad y virtud provocan admiración, pero su fuego evangelizador nos despierta ardientes deseos de seguir Cristo y entregarnos al sueño misionero que él mismo ha puesto en nuestro corazón.
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