por Emmanuel Sicre, SJ
Muchas veces cuando me encuentro con alguien de
manera despejada alcanzo a percibir su ventana interior. Un espacio con ángulos
de abertura móviles como librados a la intensidad del viento. Y si me quedo
allí, al son de la escucha atenta de su historia, de sus frases, de sus gestos,
logro vislumbrar que el buen Dios me saluda haciendo una breve reverencia desde
adentro.
Dependiendo de las palabras que compartimos y el amor con que son
dichas, la ventana se abre más o se entorna.
Debo confesar que, más de una vez, esa ventana
del otro ha estado tan abierta que Dios ha salido de allí y me ha acariciado el
rostro. Sólo el silencio es testigo de que entonces mi propia ventana se abrió
de par en par para abrazar y aceptar las ventanas que somos cada uno con su
historia a cuestas.
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