Por Emmanuel Sicre, SJ
Tomaremos, en la medida de
lo posible, con gran respeto, dedicación y simpleza un tema complejo que merece
provocar reflexión, conciencia, y
atención espiritual: la situación de conflicto con la sexualidad de algunos
jóvenes cristianos. Lo más probable es que no abarquemos todo lo que este
tópico implica, y también puede suceder que quizá no satisfaga todas las
demandas que surgen al respecto.
La cuestión es tan importante que a lo
largo de la historia reciente, sobre todo a partir de la revolución sexual de
los años sesenta, se han intentado abordajes muy diversos de parte de los
ámbitos religiosos, psicológicos, biológicos, pedagógicos. Algunos más
acertados que otros, pero siempre resulta un tema que conlleva debates, miedos,
exageraciones o retrocesos dado que se trata de la vida en su plano de la intimidad.
Comencemos a preguntarnos de manera
radical: ¿evitaremos pensar con responsabilidad en algo que nos constituye como
personas en nuestro nivel de desarrollo bio-psico-afectivo-religioso-sexual?
¿Dejaremos que los tabúes, la ignorancia biológica y teológica condicionen
nuestros comportamientos y comprensiones de la vida sexual? ¿Relegaremos a la “pornografía” y a ciertos textos silenciosos la educación en este campo? ¿Quitaremos la vista de las
consecuencias que trae para la vida de todos y cada uno este tema si
no lo tomamos en serio? ¿Ignoramos acaso
que muchas vidas inocentes terminan porque sus padres no supieron qué hacer con
su sexualidad? Las culpas poco sanas que se generan al no poder abordar
este tema con naturalidad, seriedad y habilidad, nos llevan a los extremos de
una represión disfrazada de discreción, procesos adictivos y de un libertinaje pintado de libertad.
Es necesario crecer en este aspecto de comunicabilidad porque si no sigue
ganándonos el mal espíritu.
No podemos olvidarnos, siguiendo la lógica
del mercado del entretenimiento sexual, por ejemplo, de que el exceso de estímulos eróticos destinados
a provocarnos placer en todo nivel: biológico, psicológico, social, espiritual,
buscan que evitemos la reflexión de la
conciencia, porque así se logra que sean los instintos, en desconexión con el
resto de las dimensiones de la vida, los que gobiernen nuestras decisiones. Por
eso se da con tanta frecuencia, un encuentro genital precoz respecto de la
madurez psicológica y una paternidad temida y no deseada. Sin la mediación de
la reflexión y de la apropiación del propio proceso de desarrollo no hay
posibilidad de crecimiento auténtico en el placer de la vida. Porque el placer
que proporciona esta lógica inmadura dura muy poquito.
El conflicto
¿En qué nivel se da el conflicto de los jóvenes cristianos que han recibido
una educación religiosa en tensión “negativa” con lo que experimentan
sexualmente? La
dificultad se plantea a partir de la experiencia de una doble moral, es decir,
de un doble comportamiento en el cual sostengo racionalmente algo aprendido (y hasta
puedo llegar a reproducirlo), pero no puedo vivirlo en la dimensión afectiva de
mi vida. Más específicamente sería: debo respetar mi cuerpo y el de los demás
porque son creación a imagen de Dios; no debo consentir en pensamientos
impuros; debo casarme para procrear y elegir a una sola persona para toda la
vida; no debería tener relaciones prematrimoniales; pero me cuesta no
masturbarme con pornografía o prostitución, ni usar el cuerpo del otro o el
propio en una noche de salida, no puedo controlar mis fantasías, no sé bien cuál
es el drama de usar métodos anticonceptivos como el preservativo o las
pastillas mientras estoy en pareja, no sé cómo ser fiel al otro y tengo
problemas de celos y autoestima.
Muchos de los jóvenes cristianos buscan respuestas en lo que “dice” la
religión pero sólo encuentran trabas a su situación. No esto, no aquello. Otros no conocen tampoco qué es
exactamente lo que se dice, pero intuyen que es algo que los coarta, por lo que
prefieren prescindir de saber y hacer su propio camino más aisladamente.
Las consecuencias de este conflicto son múltiples: me termino alejando de la fe porque es un corsette que no me deja ser libre, Dios
se me convierte en un ser que vigila y castiga mis pensamientos y
comportamientos sexuales, pierdo mi sentido espiritual del encuentro con el
otro y aquella experiencia de fe que decía tener ha quedado como algún pueblo
visitado en el pasado de mi vida. Hay quienes buscan sostener su fe en un grupo
o personalmente permaneciendo en la religión, pero deciden resolver el conflicto
perpetuando una doble vía paralela donde Dios-fe-religión-espíritu (asociado a
pureza-claridad-limpieza-inmaculado) van por un lado, y sexo-genitalidad-afectividad-erotismo
(asociado a pecado-sucio-cochino-oscuro)
van por otro y ni por casualidad se pueden entrelazar. ¿No es esto una verdadera “esquizofrenia moral”? Situación que se
da en muchas interioridades estén o no cerca de la fe cristiana porque responde
a un problema de nuestra cultura.
De hecho, la tradición en la que hemos
sido formados nos constituye como personas y es desde allí donde nos relacionamos
con los demás y con la vida. Pero, en la historia, las tradiciones de educación
son vastísimas al nivel de que en una misma familia se dan modos de comprender
el mundo y a las personas distintos. ¿No
plantea un problema a la conciencia humana que se está formando el hecho de que
no pueda cuestionar sus propios fundamentos por miedo o pudor? ¿Qué clase
de temor es aquél que anula una reflexión sobre determinada conducta,
pensamiento, análisis, evitando meditar, reflexionar, contemplar, e incluso,
orar, las propias bases sobre las que se asientan las creencias que tenemos
sobre la vida, y en este caso sobre la sexualidad?
Es evidente que necesitamos formarnos,
grandes y jóvenes, en una visión sobre
la sexualidad que responda a los cuestionamientos reales del mundo, sin miedo a
que nos roben nada. Con una mirada positiva y cristiana sobre el cuerpo, la
sexualidad, los afectos y el amor. Si no, cómo pretendemos que la vida en
abundancia que nos promete el Dios de Jesús penetre nuestra realidad presente y
futura.
¿Qué hacer?
Es evidente que tenemos que preguntarnos “qué
hacer”, para ser fieles a nuestro objetivo inicial de provocar reflexión, conciencia, y atención espiritual sobre este
tema.
Reflexionar sin
temores y desplazar el sentimiento de culpa predominante (reconocido o no) en
la mayoría de los casos, por uno de confianza en la vida que nos circula. Tomar
mi ser sexuado, mis pulsiones, mis afectos, mis fantasías, mis represiones, el
otro, mis sueños, mis placeres, mis preocupaciones, mi genitalidad, mis dudas y
conflictos; y ponerlos delante de mí mismo. Conocerlos, no taparlos, mirarlos y
describirlos para mí mismo. ¿Qué me pasa con esto? De a poco irá bajando la
tensión que pueden llegar a provocar estas cosas. Y cuando esté preparado
comenzar a comunicar lo que vivo con alguien que me dé confianza y no me
juzgue.
Preocuparse por
conocer más sobre una vivencia plenificante de la dimensión sexual y de la fe
en Jesucristo, que no están nunca en conflicto. Porque cuando nos dice “he
venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10) está
hablando a cada una y a todas las personas del universo, en todas las
dimensiones de ser humanos. Tenemos que saber que el conflicto se da porque por sobre el nivel de la experiencia de mi
sexualidad y mi genitalidad, se han “añadido” normas religioso-morales sin
ser reflexionadas de verdad, sobre su fundamento real, por eso carecen de
sentido vital y no me dicen nada más que “prohibición”. Evidentemente esta
reflexión no es sencilla, hace falta leer algo, preguntar, formarse; pero no
hacerlo es una negligencia que se paga con infelicidad culposa y reproducción
de esquemas de injusticia respecto de las conciencias. Hay que buscar visiones
diversas sobre estos temas de tal manera que pueda hacerle preguntas apropiadas
a mi interior para crecer. Porque quien
responde al amor de Dios no es la norma que asumo, sino la conciencia con la
que discierno.
Darnos tiempo para una atención espiritual sobre mi sexualidad.
Es decir, animarme a discernir lo que vivo en esta
dimensión de mi vida con el Espíritu de Dios que habita en mi carne. Sabiendo
que Dios no se espanta de nada, que nada podrá separarme de su amor (Rm 8, 35ss), que soy su hijo y que
quiere que viva con gozo esta vida aquí y ahora, que nunca excluyó el placer
sexual de la vida del espíritu, y que la vivencia plena de mis búsquedas está
acompañada por el amor que me tiene. Esto significa comprender que no hay
nada que no esté habitado por la presencia amorosa de Dios, incluso lo que nos parece lo último, porque esta es la Buena Noticia que
nos trae Jesús con su encarnación, al poner por sobre todas las normas al
hombre que vive, al hombre real, no al hombre idealizado y perfecto. Es
fundamental tomarse este tema con una espiritualidad que discierna a
conciencia, sin culpas malsanas, sin autocastigos ni penitencias egocentradas.
Y confiar. Confiar en la vida que nos
circula por dentro, en los deseos de fecundad que nos mueven, en el ánimo para
amar y entregarse, en el placer y el gozo de dejarse amar y conquistar por el
cariño de otros. Confiar con esperanza
que no hay nada de mí que no sea un buen trampolín para encontrarme con el Dios
del amor. Porque Dios está a la puerta y llama, incluso a la puerta de tu
sexualidad, si lo oyes y le abres, entrará, y cenarán juntos en el banquete de
la vida. (Ap 3, 20)