sábado, 11 de octubre de 2025

LA MENTALIDAD INFANTIL EN EL ADULTO

Breve reflexión sobre la mentalidad infantil del adulto en relación a la autoridad en la misión educativa.



Por Emmanuel Sicre, SJ

Nos pasa a todos, aunque no siempre lo reconozcamos que, aun siendo adultos capaces, responsables de familias, de profesiones o de instituciones, llevamos dentro huellas de la infancia que vuelven a despertar frente a la autoridad. No es un defecto si se trata, ni una carencia si se crece, sino parte de la condición humana. Alguna vez fuimos niños o niñas que buscaban seguridad, temían el castigo, que necesitaban aprobación. Ese modo de sentir, tan natural en su tiempo, puede reaparecer aun cuando la vida nos haya dado experiencia y madurez en otros ámbitos.

Por eso, no sorprende que un adulto formado, incluso con un cargo importante o con la paternidad/maternidad a cuestas, a veces sienta inseguridad frente a un superior, dude de lo que hace o calle su opinión por temor a equivocarse y recibir un regaño. Aparecen frases interiores que todos conocemos: “Decime lo que hay que hacer, y lo hago, pero no me pidas mucho más”, “... ¿y si sale mal?”, “Mejor no digo nada…”. Lo que ocurre es que seguimos escuchando dentro la misma voz que alguna vez nos corrigió en la infancia: muchas veces la voz con la que nos tratamos a nosotros mismos es la voz que tememos afuera. Así funciona ese “guardia interior” que disciplina con los mismos tonos y gestos que aprendimos en nuestra historia.


Lo curioso es que esto sucede aun en contextos que no son necesariamente autoritarios. Una institución puede buscar ser cercana y dialogal, pero quien lleva interiormente esta lógica la vive como si hubiera un juez vigilando y exigiendo. La paradoja es profundamente humana y espiritual: lo que determina no es tanto la autoridad real, sino la manera en que la interpretamos desde dentro. En ese espejo se proyecta también nuestra imagen de Dios: a veces como juez temido o fiscalizador de conductas, cuando en realidad se nos revela como Padre y Amigo que libera, como Espíritu que acompaña y salva.

No se trata, entonces, de negar al niño que llevamos dentro porque es parte de nuestra historia y merece ser escuchado empáticamente. El camino es dejar que, poco a poco, nuestra vida adulta lo integre. En lo psicológico, esto significa no quedar atrapados en la dependencia buscando más la autonomía responsable; en lo espiritual, significa pasar del miedo a la confianza, de la obediencia temerosa a la colaboración libre y agradecida.

También existen ejemplos luminosos. Hay adultos que, tras atravesar crisis y aprendizajes, viven con más serenidad la relación con la autoridad. Se saben limitados, pero no temen en exceso sus fallos. Confían en sus criterios, escuchan a los demás sin subordinarse ni automatizarse, reconocen que necesitan a otros pero ya no dependen de la aprobación externa para sentirse valiosos. Son personas con mayor aplomo y libertad. Al verlas, nace el deseo de seguir ese mismo camino de autonomía interior que habilita la creatividad, por ejemplo.

Ese paso no es solo personal: toca de lleno la misión educativa. Un adulto que se libera del miedo a la autoridad transmite a niños y jóvenes un modo distinto de crecer que confía en sí mismo y lo responsabiliza sanamente. No impone un “juez interior” severo que está al acecho de mis comportamientos, sino que invita a descubrir la dignidad de ser personas responsables y libres para cumplir nuestro cometido en la vida. La autonomía que aprendemos nosotros se convierte en semilla de autonomía a aquellos a quienes acompañamos. 

Así, lo que al comienzo parecía un límite —esa voz infantil que nos inquieta— puede volverse un llamado. Un llamado a tratarnos con mayor compasión, a reconocer que el miedo no nos define, a dejarnos acompañar por Dios que nos habla en confianza. Y un llamado a educar de un modo nuevo: no desde la dependencia, sino desde la corresponsabilidad que hace madurar a todos.

Investigando sobre la cuestión me encontré con 2 artículos muy recomendables sobre el tema. Este sobre las 11 características de un adulto infantil:

  1. Pobre control emocional

  2. Locus de control externo

  3. Mentiras

  4. Insultos

  5. Falta de control de impulsos

  6. Necesidad de llamar la atención

  7. Aprovecharse de los demás

  8. Narcisismo

  9. Contradicciones

  10. Poca capacidad de auto-observación

  11. Baja tolerancia a la frustración


Y este titulado: Adultos con síndrome de Peter Pan: ¿Cuáles son las causas? donde se reflexiona sobre la inmadurez adulta como el síntoma de una realidad más profunda que debe atenderse y sanarse. El origen de esta conducta está casi siempre en una infancia basada en la sobreprotección, la falta de límites o, por contra, en la desatención.

Ambos artículos pueden servir para profundizar en el tema y ampliarlo a otros ámbitos más allá del referido a la autoridad y la misión de educar.

miércoles, 17 de septiembre de 2025

LA COMUNIDAD QUE SOMOS

Por Emmanuel Sicre, SJ

No toda reunión de personas hace una comunidad. Podemos compartir una causa, una actividad, un espacio y hasta un lenguaje, pero eso no garantiza que hayamos sido reunidos por el mismo espíritu. La comunidad de los creyentes no nace de afinidades ni de acuerdos, tampoco de votaciones parlamentarias ni de instancias consensualistas, sino de una Palabra/Voz bastante misteriosa y escuchada interiormente que nos convoca y de una experiencia fundante que nos ha marcado hondamente. ¿Cuál podría decir que es mi experiencia en esta comunidad de fe? ¿Qué me hace llamar con ese nombre a mi comunidad?


En ese sentido, la comunidad no la inventamos ni la organizamos: la recibimos como un don, como un fuego que nos precede y que, sin embargo, nos elige para mantenerlo encendido. ¿Has pensado alguna vez que estar aquí forma parte no sólo de tu elección deliberada, sino de saberte elegido/a? Así lo vivió el pueblo de Israel, por eso se llamó el pueblo elegido, que descubrió su identidad al recordar que había sido llamado por Dios para caminar con Él en medio del desierto de todos los tiempos: Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios: él te eligió para que fueras su pueblo y su propiedad exclusiva entre todos los pueblos de la tierra. El Señor se prendó de ustedes y los eligió, no porque sean el más numeroso de todos los pueblos, al contrario, tú eres el más insignificante de todos. Pero por el amor que les tiene, y para cumplir el juramento que hizo a tus padres, el Señor los hizo salir de Egipto con mano poderosa, y los libró de la esclavitud y del poder del Faraón, rey de Egipto.” (Dt 7, 6-8). Así es también como lo entendieron los primeros creyentes en Jesús, que se sabían reunidos por el Resucitado al partir el pan y al escuchar las Escrituras: “Y estando a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron… Y se decían: ‘¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?’” Lc 24,30-32 (Emaús). 

Por eso, decimos que una comunidad no se sostiene solo por la intención de sus miembros, ni por la calidad de sus vínculos exclusivamente, sino por la memoria compartida de lo que Dios ha hecho con nosotros. Esa memoria se convierte en identidad, en un relato que da sentido, en símbolos que nos nombran, en gestos que nos hacen cuerpo. ¿Qué historia conozco que nos trajo hasta aquí? ¿Cuál es el relato de fundación de esta comunidad? ¿Cuáles son esos elementos que me hacen decir: “así es mi comunidad”? Al hacer memoria de mi pertenencia en esta comunidad, ¿qué siento me viene de Dios al estar aquí? 

La palabra iglesiaekklesía, en griego— nos lo recuerda: no somos una institución sin alma ni un proyecto humano más, sino una asamblea de llamados desde lo profundo de nuestra existencia por la voz del Espíritu que nos saca de lo disperso, de la fragmentación habitual, para hacernos cuerpo, para darnos una forma. ¿De dónde creo que me sacó el Espíritu de Dios al convocarme en esta comunidad? ¿Qué siento que ha visto en mí Dios para llamarme a estar en esta comunidad? ¿A qué siento que me invita Dios al ser parte de esto?

Otra palabra que nos puede ayudar a contemplar la comunidad es la eucaristía.  La Eucaristía —eu-charistía, “buena acción de gracias”— nos recuerda que la vida de la comunidad se sostiene en la acción de gracias por el don recibido y no en la fuerza de nuestras propias manos. ¿Cuáles son aquellas cosas que celebro de esta comunidad y me dan ganas de decirle a Dios: gracias por esto? En ella aparece también la palabra communio, que no viene primero de “común-unión” como solemos decir, sino de co-munus: los que comparten la misma tarea, el mismo munus o misión, encargo dado por Dios. Esta diferencia es decisiva: no se trata de buscar un “común” que disuelva las diferencias en un molde único todos prolijitos, sino de asumir juntos la misión que el Espíritu reparte en diversidad de dones y carismas (cf. 1 Co 12,4-7). 

La comunión no es uniformidad sino armonía; no es perder la voz propia sino dejar que el Espíritu la integre en una sinfonía. El riesgo está en creer que lo común se logra haciendo a todos iguales. El Evangelio, en cambio, nos muestra que lo común se da cuando cada uno, reconociéndose, ofrece su forma de vivir el don recibido. Cristo mismo inaugura esta comunión cuando pone sobre la mesa su propio cuerpo atravesado por la Pascua: pan partido, sangre derramada, signo de que la verdadera unidad sólo nace al dejar que el Espíritu una en sí lo que el mundo dispersa y destruye. En cada Eucaristía escuchamos de nuevo esa convocatoria: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19), es decir, entren en la dinámica de una comunión capaz de sostener la diversidad sin miedo y de abrazar lo fragmentado hasta hacerlo cuerpo. ¿Qué tensiones, pasiones, vivo en la comunidad? ¿En dónde me cuesta ofrecerme, entregarme? ¿Cuáles son mis mezquindades por las que impido o disminuyo lo de Dios que viene de mí y es para todos? 

Este misterio es el que queremos contemplar hoy juntos. No para definirnos con etiquetas ni para encerrarnos en una historia ya escrita, idealizada y momificada; sino para reconocer la obra de Dios en lo que somos y hacemos, y discernir hacia dónde nos llama como comunidad. Hay algo de Él que sólo puede decirse a través de este grupo concreto, con sus heridas y su luz, con su camino recorrido y con su deseo de seguir sirviendo. Por eso los invito a orar desde la memoria, el agradecimiento, el deseo y la escucha. Que este momento nos ayude a recibir de nuevo el don de nuestra identidad, y a dejarnos enviar con la libertad de quienes saben que su vocación nace de una historia compartida en la que Dios ha dicho —y sigue diciendo— algo muy bueno.


sábado, 13 de septiembre de 2025

DISCERNIMIENTO IGNACIANO: ESCRÚPULOS, PEREZA O EL “SÍNDROME DE LA SÁBANA PLANCHADA”

 Por Emmanuel Sicre, SJ

¿Has tenido de esos momentos en los que pensás demasiado en algo que hiciste o dejaste de hacer, especialmente, cuando está en juego una cuestión muy personal como tu imagen, tus afectos, o tus relaciones? Tal vez, se trate de un malestar bastante común que podría llamarse el “síndrome de la sábana planchada”.

Es como si la mente no tolerara ninguna arruga. Nos reprochamos, fantaseamos con lo que “hubiera sido mejor hacer”, y llenamos los vacíos con pensamientos que nos quitan la paz y nos consumen la energía.

Y lo cierto es que la realidad es áspera, con relieves, con pliegues inevitables. Pero nuestra época pareciera no soportar que la realidad no fuera lisa como las pantallas de nuestros smartphones, ni manipulable con edición, ni algorítmica como en las redes.

 

DOS FORMAS DE CONCIENCIA:

San Ignacio, en sus Ejercicios espirituales [EE 345], nos ofrece algunos criterios para comprender y discernir cuándo la conciencia se nos vuelve demasiado “delgada” o demasiado “gruesa”.

Imaginemos que la duda de si hicimos algo malo comienza a inquietarnos al punto de exigirle a nuestra conciencia una resolución inmediata a si estuvo mal o no para tener la conciencia tranquila o “la sábana planchada”. Algunas personas responden sobrepensando obsesivamente, y otras, evadiéndose afectivamente, pero, en ambos casos, el tema sigue estando como un escrúpulo, una piedra en el zapato.

1.  Conciencia "delgada": cuando ser bueno se vuelve insoportable

Si tenemos una conciencia “delgada”, es decir, me siento una persona que le gusta hacer las cosas bien, que no deja pasar fácilmente los errores, cumplidora, que quiere dar lo mejor y se preocupa por los buenos resultados. Entonces, el mal espíritu la estrechará con medias verdades hasta asfixiarla, sugiriéndonos, por ejemplo:

·     “Fíjate bien si lo que hiciste fue suficiente”

·     “No bajes la guardia, todo tiene que salir bien”

·     “Revisa cada detalle, que ahí se juega lo importante

¿Resultado? querer ser buena persona se convierte en un peso insoportable dado el perfeccionismo agobiante desde el que me juzgo con pensamientos condenatorios para “planchar la sábana”. Tarde o temprano, esa rigidez estalla en forma de ira, arrebatos, mal humor, irritabilidad, desprecio, cansancio, intolerancia, juicio desmesurado sobre los demás, aislamiento…

¿Te pasa que te exigís tanto que al final no podés disfrutar de lo bueno que ya hacés?

2.    Conciencia "gruesa": cuando nada importa demasiado

Pero si tenemos una conciencia laxa, es decir, soy una persona que tiende a dejar pasar los errores propios y ajenos justificándolos de alguna u otra manera, el mal espíritu agrandará más el marco de aceptación con verdades a medias, por ejemplo, nos sugiere:

·     “No exageres, no es para tanto”.

·     “De los errores se aprende, dejalo pasar”.

·     “Dios perdona todo, no te preocupes”.

El resultado es la dejadez: una especie de pereza moral que lleva a no hacerse cargo de casi nada. Con el tiempo, esto también daña: se pierde energía y se descuida el propio valor. Entonces, busca distraerse “escroleando” la vida y decae en la relación con el entorno por su desgano, su falta de empatía, las comparaciones y los celos, la falta de compromiso, y así la persona va quedándose sola, aislada o formando tribu con los que les pasa lo mismo.

¿Te pasa que, por no querer complicarte, dejás pasar cosas importantes y después te queda una culpa sorda que tampoco te deja en paz?

Vale decir que estas dos formas de la conciencia pueden darse en todos los órdenes de la vida o combinarse para algunos ámbitos o momentos vitales, en una misma persona. Por ejemplo, soy rígido y exigente con lo que se refiere al comportamiento sexual, deportivo o religioso personal, y laxo y dejado para lo social, el compromiso ciudadano y la solidaridad con los pobres. O en mi juventud era más flexible y de grande me puse implacable.

En verdad, lo que tenemos que saber es que el ME, siempre y en cualquier circunstancia, buscará alterar nuestro deseo de bien, desviar nuestra opción fundamental de vida. Y si no lo logra con razones evidentemente malas o juicios falsos, tendrá que ir carcomiendo con razones ambiguas y medias verdades hasta que nos confunda.

El arte de tender la sábana cada día

Ignacio propone algo muy simple y, a la vez, muy exigente: hacer lo contrario de lo que sugiere el mal espíritu.

·     Si la conciencia se estrecha demasiado, hay que aflojar.

·     Si la conciencia se ensancha demasiado, hay que ajustar.

La clave es buscar el punto medio, ese equilibrio que da paz y nos permite relacionarnos con lo que somos de una manera justa: ni todo error, ni toda perfección.

Y esto es sostenernos en la tensión que implica vivir de acuerdo al deseo de bien que el Espíritu de Dios siembra en el corazón como una promesa.

Vivir la tensión: un equilibrio dinámico

Vivir en esa tensión es como caminar sobre una soga haciendo equilibrio. Muchas veces preferiríamos un suelo firme, soluciones definitivas y certezas que no se muevan, y así no tener que hacer el esfuerzo de sostenernos -como si pudiéramos delegarlo a una IA.

Y si queremos evitar las tensiones, terminamos atrapados en el “síndrome de la sábana planchada”: buscando el control total o escapando de toda responsabilidad.

En realidad, el discernimiento ignaciano nos invita a otra cosa: habitar sabiamente la tensión. No encerrarnos en extremos, no planchar hasta borrar toda arruga, sino mantenernos en el dinamismo humano, donde se juega la libertad y el amor al que Dios nos invita.

Dios juega a nuestro favor

Hay un alivio a esta tensión: Dios juega a nuestro favor, se pone de nuestro lado en esta lucha, nos asiste en la conciencia para que comprendamos las señales y las distingamos; nos susurra a través de personas, de intuiciones y de ritmos lentos; nos instruye con su Palabra y nos acompaña incansablemente en la búsqueda de la verdad que brota del amor.

Entonces, el discernimiento no es una lucha contra nosotros mismos, sino una colaboración con el Espíritu que nos invita a vivir con mayor libertad, paz y alegría la entrega de cada día.

 


sábado, 6 de septiembre de 2025

DISCERNIMIENTO IGNACIANO: ¿CÓMO DISTINGUIR LOS ESTADOS ESPIRITUALES?


Por Emmanuel Sicre, SJ

Si pudiéramos decir que cuando nos sentimos bien estamos consolados y cuando nos sentimos mal estamos desolados sería más sencillo. Pero en el mundo interior hay toda una “arquitectura” que merece su propio plano de comprensión. Las reglas de discernimiento de San Ignacio nos pueden ayudar a la interpretación del mundo interior. Él distingue dos dinámicas vitales (ir de mal en peor bajando o ir “de bien en mejor subiendo”), dos estados espirituales (la consolación y desolación) y dos espíritus (el bueno y el malo). Sin embargo, esta dialéctica se da en un sólo corazón, el de la persona que debe, con su libertad, elegir aquello que más la conduzca al fin para el que se orienta su vida. 

En este sentido, lo primero que tenemos que distinguir para hacer el discernimiento de espíritus es el estado emocional (lo que siento) del estado espiritual (desde dónde y hacia dónde me mueve eso que siento, la moción). Esta diferenciación es clave para evitar autoengaños. Por ejemplo, puedo sentir indignación y furia por la marginalidad y la pobreza, pero si eso me lleva a evadirme buscando culpables para justificar ese estado emocional pero no hago nada, no habré discernido lo que ese sentimiento desde la fe quiere decirle a mi vida. 

Si registro en mi interior sentimientos negativos deberé preguntarme si vienen del mal espíritu o del bueno, para saber por qué estoy en desolación y actuar de la manera acertada. Por ejemplo, siento una culpa persistente de mis pecados ya confesados: ¿no será una regresión del ME (mal espíritu) para que me mire el ombligo queriendo haber sido perfecto siempre? Siento una angustia de no tener el control de todo ¿no será que el ME me está azuzando para que me crea más de lo que soy? Siento una distancia y sequedad en el vínculo con Dios que me lleva al adormecimiento espiritual ¿No será que el ME me hizo creer que porque soy religioso ya tengo asegurada la conversión automáticamente? Siento un malestar con algún vínculo al que quisiera desaparecer ¿No será que el BE (Buen espíritu) me hace saber que hasta que no acepte al otro como es deberé seguir esperando que Dios me visite? En cada historia de vida, en cada circunstancia, la desolación merece tiempo de discernimiento. 

Lo mismo sucede con los sentimientos positivos ¿son de Dios o son del maligno? Porque lo que advierte Ignacio es que tanto el buen espíritu como el malo consuelan el corazón, pero con fines contrarios. Dios es el único capaz de hacer sentir plenitud sin causa precedente, porque sí, libremente. Es decir, el buen espíritu visita el corazón cuando quiere y como quiere. Como, por ejemplo, cuando siento una alegría profunda de la nada, una sensación de experimentar la vida con gratitud, esperanza y lleno de entusiasmo porque sí, porque Dios me regala vivir esto sin que haya hecho nada para merecerlo. O como esa paz inexplicable que sienten algunas personas en los momentos de mayor cruz y dolor. 

Sin embargo, cuando el ME ya sabe que no puede engañarnos tan fácilmente con cuestiones moralmente malas y evidentes porque hemos elegido el bien para nuestra vida, busca razones de aparente bien para llevarnos a su mal. Ignacio dice entonces que el ME se disfraza de “ángel de luz” a fin de llevarnos a su redil.  Por ejemplo, siento un fervor enorme por una misión que se me confía y empiezo a planear, idear, soñar posibilidades, invito a personas para trabajar, me embalo y después de un tiempo me siento agotado, exhausto, con altibajos emocionales y presionado por todos lados, en soledad y juzgando a todos, ¿no será que el ME se aprovechó de mi entusiasmo y lo desbordó para que acabe quemado? Sentirse bien, no es estar consolado aunque cuando estemos consolados nos sintamos bien. 

¿Qué hacer en el desasosiego benéfico, PRUEBA o desolación pedagógica? 


  • Reconocer que es una gracia escondida.

  • Permanecer fiel sin buscar consuelos fáciles.
  • Ejercitar la confianza pura, la amistad gratuita, amar desinteresadamente.
  • Hacer memoria de las consolaciones pasadas.
  • Abrirse a lo que Dios quiere enseñar, autoconocerse en las fragilidades.  
  • No confundir con la desolación del mal espíritu.
  • Esperar activamente buscando claridad con el acompañamiento

¿Qué hacer en la DESOLACIÓN? 


  • No hacer mudanza: mantener las decisiones tomadas en consolación.

  • Resistir: intensificar la oración, el examinarse, la solidaridad con los pobres.
  • No callar, hablar con alguien que me ayude.
  • Recordar que pasará: la desolación es temporal, no es toda la verdad.
  • Examinar causas: negligencia, prueba, engreimiento, control del don.
  • No asustarse y confiar que tenemos ayuda de Dios: pedir la paciencia y la gracia de perseverar en la prueba.

¿Qué hacer en la CONSOLACIÓN? 


  • Dar gracias a Dios por el consuelo recibido.

  • Aprovechar para fortalecerse: tomar decisiones o confirmar propósitos, porque la gracia ayuda y se oye mejor al BE.
  • Mantenerse en humildad: recordar que es don de Dios, no mérito propio. 
  • Empequeñecerse reconociendo nuestros límites. 
  • Prepararse para la desolación: anotar lo aprendido, pedir gracia de perseverar cuando falte el consuelo.
  • Gozar de la claridad espiritual, la solidaridad y la misericordia con los demás.

¿Qué hacer ante la FALSA CONSOLACIÓN


  • Revisar el principio, medio y fin: si el inicio es bueno pero el fruto final es turbación, orgullo o alejamiento, no es de Dios.Entra con lo nuestro y sale con lo suyo (cola serpentina)

  • Observar frutos concretos: el buen espíritu deja paz humilde y amor; el mal espíritu deja inquietud, autosuficiencia, cierre.
  • No actuar inmediatamente: esperar, orar, pedir confirmación antes de tomar decisiones importantes. Ir despacio. 
  • Abrir la moción: compartirla. 
  • Pedir discernimiento: orar para que Dios muestre la raíz y desenmascarar el engaño.