por Emmanuel Sicre, SJ. Charla espiritual ofrecida a los catequistas de la Arquidiócesis de Buenos Aires.
“Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve? En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia”. Rm 8, 24-25.
Estamos inmersos en medio de un tiempo que dedica muchas energías a ver. Ver reels, ver memes, ver mensajes, ver noticias, ver artistas, ver entretenimiento, ver deportes, ver vidas ajenas, ver pasar opiniones, ver precios, ver el horror y la belleza, la tragedia y la comedia, todo como en un mismo segmento. Vemos series, vemos películas, vemos publicidades, vemos de todo. Y casi todo a través de pantallas. Este ver excesivo, desmesurado, omnipresente está “irritándonos” la vista. Los ojos se nos cansan frente a los dispositivos. Y, al mismo tiempo, nos estamos convirtiendo en una sociedad de espectadores, en muchos aspectos, más pasiva y adormecida frente a lo que ve.
Paradójicamente, todo lo que entra por nuestros ojos está dejándonos cada vez más ciegos. Tal como sucede con todo consumo excesivo que embota los sentidos hasta hacerlos dóciles a cualquier cosa, menos a su verdad. Como consecuencia la vista se ha anestesiado frente a lo invisible. Al no poder detenernos a mirar, los ojos sólo ven y no pueden trascender lo que ven, es decir, ya no contemplan, ya no miran, ya no se cierran para ver en la oscuridad lo que no se puede percibir en la luz. Lo invisible se está convirtiendo en algo sin entidad. No damos ningún crédito a lo que no se ve, a lo que no ha sido capturado por alguna cámara. Y así se están deprimiendo nuestras palabras, nuestras habilidades para imaginar, para crear desde el contacto con la profundidad de las historias. A mayor visibilidad, mayor ocultamiento también. A mayor exhibición, menor revelación. Si no se ve, no existe, parece decir la sociedad contemporánea.
De ahí tantos esfuerzos para estetizar todo, hasta la crueldad y la malicia, sólo a través de una estética es posible hacer agradable a la vista que la dignidad de las personas sea degradada y a la vez expuesta como un producto de consumo visual. El retrato de la crueldad en un formato bello, bien editado, hace que se desdibuje nuestra percepción de un hecho para convertirlo en una lejanía, o en una venganza, o en un alivio. Piensen en la estética de la guerra, por ejemplo.
Los invito a pensar un ratito en silencio ¿de qué cosas se llenan mis ojos a diario?
Sin embargo, lo invisible es tan real como lo visible. No porque no lo veamos no existe. Lo que sucede es que de lo visible podemos hablar, opinar, contrastar y de lo invisible sólo podemos inventar, crear, suponer, intuir. O lo que es más saludable, creer.
Creo que en este tiempo en que lo visible nos adormece tenemos que apostar a lo invisible y aquí considero que está la catequesis que más acerca al misterio de Jesús.
La catequesis que más nos acerca al misterio de Jesús es aquella que va introduciendo por medio de lo visible a lo invisible, como cuando el Resucitado les parte el pan a los discípulos del camino de Emaús en Lc 24, 30-31: “Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista.” se había vuelto invisible. Esta es mi mayor certeza hoy. Estoy convencido de que debemos encariñarnos con esa posibilidad que tenemos de introducir en el misterio para que la fe permanezca creciendo en la vida de las personas a las que queremos compartirles a Jesús.
Dios es invisible, pero no del todo. La invisibilidad de Dios no es algo que lo haga inaccesible, lejano, o distante; es una invisibilidad que posibilita otro modo de ver activando la capacidad de ser conscientes de una Presencia. Es un invisible perceptible. Jesús se hace Presencia para los ojos anhelantes (“si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia”, dice san Pablo. Rm 8, 25). Cuando estamos pendientes de lo invisible de Dios es cuando se nos manifiesta más claramente en la realidad, en la vida, en la historia. Por eso debemos confiar en que su presencia resucitada está gravitando en todos lados esperando ser descubierta. Como si jugáramos a la escondida y le dijéramos a Dios: “ahí estás” “Piedra libre”. O más poéticamente como decía san Juan de la Cruz al comienzo del Cántico Espiritual: “¿Adónde te escondiste,/Amado, y me dejaste con gemido?”.
Cada acción que desarrollemos en la catequesis tiene que apuntar a lo invisible, debería estar diseñada para lo oculto, señalando lo escondido del misterio de Dios en la vida inabarcable. Entonces, todo se convertirá en pedagogía del misterio, es decir, en una mistagogía. Cuando juguemos, cuando cantemos, cuando diseñemos espacios, cuando hagamos un altar, cuando leamos la Palabra, cuando enseñemos una oración para aprender de memoria, cuando hagamos una ronda, cuando pintemos, cuando bailemos, cuando abordamos algunas de las verdades de nuestra fe tan rica, nunca dejemos de pensar en eso invisible perceptible adonde tienen que conducir todos nuestros esfuerzos. ¿De qué serviría una catequesis que se ponga contenta sólo porque “nos salió bien el encuentro”, si no se movieron las cuerdas invisibles del espíritu al prepararla, llevarla a cabo y después de cerrarla?Los invito a recordar aquellos encuentros más jugosos de su experiencia: ¿Qué pasó allí? ¿Qué se movió adentro?
Me imagino que muchos de nuestros esfuerzos en la catequesis se encuentran yendo y viniendo en relación a 2 énfasis:
La transmisión de los contenidos de la fe: es decir, quién es Jesús, qué es el Reino, qué es la historia de la Salvación, el pecado, la Pascua, los símbolos y rituales que narran lo de Dios en la liturgia. La Iglesia. La doctrina, la tradición, los elementos básicos del lenguaje religioso y un largo etcétera.
La transmisión de la fe a partir de experiencias: es decir, la oración, el despertar a la conciencia del amor incondicional de Dios frente a nuestras debilidades y pecados, las misiones populares que abren a Dios a través del ser recibidos, la vida de comunidad, el compartir fraterno. La caridad concreta en el contacto con quienes sufren, los voluntariados, los servicios que hermanan en el dolor y saca de la zona de confort por amor a Dios.
En este sentido, dice Juan Carlos Carvajal que “En los últimos decenios, en un continuo vaivén no exento de polémica, la Iglesia ha hecho pivotar la transmisión de la fe bien sobre una catequesis meramente doctrinal bien sobre una catequesis llamada de la experiencia. Es verdad que ambas acentuaciones, de algún modo, se justifican por el contexto socio-religioso al que tratan de responder; pero el hecho es que ninguna de las dos, quizás por su polarización y por la parte que ignoran, han logrado los resultados esperados.” (Carvajal Blanco, El catequista, mistagogo de la fe, 140)
Lo que me he preguntado al ver esta polaridad de nuestras catequesis es qué podría unirlas, qué se necesita para ir más allá de uno u otro énfasis. Y aquí es donde creo que hay que apostar por una catequesis del misterio de Jesús. Una catequesis que asuma el resonar de la voz de Dios como un misterio inagotable que envuelve toda la vida de una persona que, al desarrollarse, va encontrando cómo ese misterio se hace presente sin estancarse.
Los invito a preguntarse: ¿hacia dónde se inclinan más mis encuentros de catequesis: hacia los contenidos o hacia las experiencias?
Al querer conducir hacia lo invisible del misterio de Jesús quisiera compartirles una búsqueda personal. Hace un tiempo vengo haciéndome eco de aquella idea de que lo que más necesitamos son buenas preguntas más que respuestas. El Papa advierte el problema de dar respuestas a preguntas que nadie se hace: “Tengan el oído atento para no dar respuestas a preguntas que nadie se hace ni decir palabras que a nadie le interesa escuchar ni sirven”. (Mensaje del Santo Padre Francisco Al Forum Internazionale di Azione Cattolica. 27/11/22).
En este sentido, creo que existe un tipo de preguntas que debemos cultivar. Las preguntas mistagógicas. Son preguntas que ayudan a esto de introducir en el mundo de lo invisible perceptible, podríamos decir. Como sabemos por el Principito: “lo esencial es invisible a los ojos”, pero también es esencial lo invisible. Allí está todo el mundo de la interioridad que no se ve, pero se vive, que no se puede organizar demasiado, pero se puede contemplar y leer desde adentro si tenemos las preguntas adecuadas para hacerlo.
Comentando el pasaje que Jesús refiere la historia del rico y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31), Francisco dice que el rico quizá fue un hombre bueno, religioso, que conocía la catequesis, pero su catequesis no lo habilitó para ver al hermano solo y llagado a la puerta de su casa. La incapacidad para ver a los hermanos, es la misma que tenemos con Dios. Me quedo pensando: ¿Qué preguntas le hubieran venido bien al rico para despertar su mirada hacia los demás y por tanto hacia Dios?
Les quiero ofrecer una forma concreta y pedagógica de acercarse a lo invisible perceptible cada vez que puedan. Se trata de destinar algún minuto, uno, dos, tres, los que puedas, pero cada vez que hayas terminado un episodio de tu catequesis -o de cualquier acción-, hacés una pausa con preguntas, un detenerse, un parar la pelota y ver más allá. No dejes que se te escurra de entre los dedos lo que acabas de vivir porque nuestra interioridad es como un cuenco, un recipiente donde la gracia está a salvo y puede derramarse dejando sus rastros (“Hazte capacidad que yo me haré torrente” Santa Catalina). Si tu catequesis ha sido eco de la Palabra con mayúscula, entonces algo tiene que haber resonado, si no, hay que volver a intentarlo. ¿Qué preguntas hacerse en esa pausa? por ejemplo:
¿Por dónde anduvo Dios en esta actividad? ¿Qué intuí de Jesús? ¿Qué me hizo sentir? ¿Qué me pasó por la mente y/o el corazón? ¿A qué me mueve todo esto?...
3 claves para preguntar:
Mente: Algunas preguntas pueden ir más orientadas a saber, a conocer, a aprender más del misterio. Son preguntas que apuntan a lo que hemos descubierto a través de un momento de catequesis.
Pero no hay que dejar de pasar por el…
Corazón: estas son las preguntas que apuntan a la vivencia, a la interioridad, a lo que sentimos, a las emociones, a las sensaciones que no nos dejan mentir,
de modo tal que luego podamos hacer algo con todo lo vivido:
Manos: son las preguntas en torno a la libertad que queda invitada, seducida por el misterio y quiere moverse en esa dirección.
Si cada vez que se produjo el encuentro en la catequesis nos proponemos dejar que aflore el misterio, lo que se abrió, aquello que nos dejó anhelantes, entonces estará la alegría y el consuelo que nace de ese contacto con algo que nos permite acceder a lo invisible perceptible de la Presencia de Dios.
Al contrario de lo que se podría pensar, este momento que les propongo no es para cerrar, sino para dejar abierto, para activar el deseo de más, sin dar de más, para llevar al umbral de lo divino, para suscitar el asombro.
¿Quieren que lo practiquemos?
MENTE: ¿qué descubrí?
CORAZÓN: ¿qué sentimientos me genera?
MANOS: ¿a qué me invita?
Gracias
En su Evangelii Gaudium Francisco destaca en el número 166. "Otra característica de la catequesis, que se ha desarrollado en las últimas décadas, es la de una iniciación mistagógica,que significa básicamente dos cosas: la necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene toda la comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar formas muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad educativa. El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está centrado en ella, pero siempre necesita una adecuada ambientación y una atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio proceso de crecimiento y la integración de todas las dimensiones de la persona en un camino comunitario de escucha y de respuesta."